Existencias marginales
«No hace falta un esfuerzo imaginativo demasiado grande para comprender que estas criaturas inocentes viven una existencia miserable»
Hace unas semanas, tras el fallecimiento del torero Pepe Luis Vázquez, apareció en los periódicos una fotografía en blanco y negro que mostraba con involuntaria sencillez el sinsentido de la tauromaquia: en primer plano, erguido con énfasis ante el tendido, el matador recibe el aplauso del público; detrás queda el toro, al que vemos sentado apaciblemente como si descansara pero que ha recibido ya —sobresale la espada clavada en su cerviz— una estocada mortal. El animal mira hacia el diestro con ojos que nos parecen melancólicos, como si se preguntara qué ha hecho él para merecer tal destino; cuando devolvemos nuestra atención al torero, su expresión victoriosa resulta poco edificante. ¿Acaso hay algo de lo que sentirse orgulloso? Por supuesto, ignoramos lo que siente el toro; podemos descartar que se haga pregunta alguna y quizá sea mejor así. Pero la ciencia natural nos ha enseñado que es capaz de experimentar dolor: si les pinchamos, ¿es que no sangran? Somos nosotros entonces quienes hemos de preguntarnos si está justificado el dolor que —entre aplausos del así llamado «respetable»— les infligimos.
Huelga decir que el toro no es el único animal al que maltratamos de manera caprichosa en nuestro país. Sin ir más lejos, este verano ha habido cierta controversia en torno a la situación en la que malviven los célebres burro-taxis de la localidad malagueña de Mijas. Según hemos leído, un turista quiso filmar las condiciones penosas en las que estos animales aguardan turno hora tras hora y uno de los cocheros trató de impedirlo a guantazos; si la trastienda de estas actividades recreativas no se conoce, tanto mejor para quien vive de ellas. Me acordé de Baltasar, el asno de la película de Bresson, mudo sujeto paciente de la maldad humana. Pero no hace falta un esfuerzo imaginativo demasiado grande para comprender que estas criaturas inocentes viven una existencia miserable, análoga por cierto a la de esos caballos que llevan a pasear a los turistas bajo un sol de justicia mientras la mayoría de nosotros reposa bajo el aire acondicionado o se adormila bajo la sombrilla.
«Ninguna tradición merece respeto por el solo hecho de ser una tradición, sea cual sea el valor simbólico que haya atesorado»
Aunque a los ciudadanos suele importarles poco el destino de los animales que el ser humano usa para realizar sus propios fines, hay organizaciones animalistas empeñadas en mejorar sus condiciones de vida y muerte; no son pocas las iniciativas que han tratado de acabar con esta anacrónica oferta recreativa. Tanto los munícipes como los beneficiarios de las licencias protestan a voz en grito: hay que preservar las tradiciones y cultivar los símbolos locales. Pero ninguna tradición merece respeto por el solo hecho de ser una tradición, sea cual sea el valor simbólico que haya atesorado o cuánto ayude a proporcionar singularidad turística a la imagen de la localidad. Todo lo contrario: tratar a los animales con brutalidad innecesaria es uno de los puntos ciegos de la modernidad ilustrada; constituye un deber moral suprimir aquellas prácticas que producen más daño que beneficio.
Al fin y al cabo, estos nobles animales han padecido durante milenios el yugo del ser humano; sometidos a nuestro látigo han tirado de barcazas, subido escarpados montes, perecido en mil batallas. ¿No es hora de dejarlos descansar? ¿Tanto nos cuesta jubilar a los titulares de esas licencias y terminar con una actividad que no necesitamos para nada? Si bien hay problemas mucho más graves, este podría solucionarse con relativa facilidad: limitar el uso de los animales en las actividades recreativas y las fiestas populares —sin olvidarnos de las ceremonias religiosas— sería una pequeña gran victoria de la piedad colectiva. Es, por cierto, lo que uno esperaría de un gobierno de izquierda; a la derecha que celebra en redes la ingesta de cada cochinillo asado no se le puede pedir que aborde estos asuntos. Y es verdad que este humilde reformismo no nos impediría seguir sacrificando miles de millones de animales para el consumo humano. Pero algo es algo y menos es nada.