THE OBJECTIVE
Fernando R. Lafuente

Gay Talese, el periodismo como literatura

«Que Kubrick es uno de los grandes pocas dudas merece. Que el riesgo, el ir un paso más allá en cada nueva película, era su divisa, lo demuestra su filmografía»

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Gay Talese, el periodismo como literatura

Nueva York.

Libro

Bartleby y yo. Retratos de Nueva York. Alfaguara, Madrid, 2024. Traducción de Antonio Lozano. 

Fue Cyril Connolly (Coventry, 1903-Londres, 1974) quien advirtió que la diferencia entre el periodismo y la literatura es que la literatura se lee dos veces. Será. Pero llegó Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) y junto a Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Bel-Air, Los Ángeles, 1984) cambió la norma, también el periodismo se podía leer dos veces. Claro que antes hubo enormes periodistas con una clara voluntad, y obra, ejemplarmente literaria en los periódicos, pero fue lo que llamaron, siempre hay que llamar algo a cualquier cosa, Nuevo Periodismo, el ejemplo de los Talese y Capote. Aunque puestos a contarlo todo, por qué no, antes que los dos norteamericanos, fue en el Sur, que también existe, donde se había dado el aldabonazo a este género periodístico, sin duda, condenadamente literario: Rodolfo Walsh (Lamarque, 1927-Buenos Aires, 1977) con una obra maestra incontestable, cuando la escribió y hoy: Operación masacre (1957). 

Regrese el lector a Guy Talese y este homenaje a Nueva York, que sin más, es un soberano homenaje a cualquier ciudad y a las gentes que lo habitan. Comienza con el gran personaje de Melville Bartleby y su ya universal «preferiría no hacerlo», porque en esta frase, en esta actitud, se conjuga buena parte del quehacer cotidiano no sólo del periodismo sino de la vida misma. Merece atender a sus páginas. De todo lo que se ha escrito sobre Melville, estas breves líneas de Talese son un lujo respecto a la teoría de la literatura. El libro es la memoria de Talese sobre Nueva York, pero enfocado en su propia experiencia, sobre todo, en sus escritos para The New York Times y, de manera singular, para la espléndida publicación Esquire. Otros tiempos, otras querencias, otras estéticas, otros fundamentos, otros estilos, otras maneras de ver la realidad. 

Talese perforó la idea de Connolly. Ya no se trata de si o periodismo o literatura. Se trata de escribir una historia que deslumbre al lector. Personajes imaginarios o personajes de la realidad de verdad. Transformar la realidad en palabras y con esas palabras construir una realidad paralela. Más allá de los muy diversos momentos en los que Talese, con un estilo maravillosamente cercano –ni un adjetivo de más, ni una referencia gratuita, ni una semblanza sin luces y sombras- describe sus comienzos en el periodismo, aquí son absolutamente memorables tres nombres: Alden Whitman, Frank Sinatra y el Dr. Bartha. 

Whitman y Bartha, ligados profundamente a Nueva York, Sinatra a sí mismo. Lo mismo da. Comience uno con lo de Sinatra. Esquire le envía a la costa Oeste a entrevistar a Sinatra. La cosa se pone difícil, al principio Sinatra está resfriado y de mala leche, a Talese le dan largas. Pero el editor de Esquire insiste, de allí no te mueves hasta que consigas la entrevista. Talese se mueve con todo lo que rodea a Sinatra, encargado de la prensa, familia del cantante-actor-director, amigos íntimos, antiguos colaboradores, recepcionistas de hoteles, barman’s, con todos, pero no consigue la entrevista. Pasan semanas, el gasto se dispara. Y ahora, décadas después del asunto, Talese lo cuenta. Y cómo lo cuenta. Qué lección de reportaje, crónica o como los expertos quieran denominarlo. Una obra maestra. Tanto que cuando publicó el artículo en Esquire –hay que insistir en ello, sin conseguir la buscada entrevista- «Frank Sinatra está resfriado», en 1966, esas páginas se convertirían en «la mejor historia jamás contada», según el reconocimiento que décadas después, en 2006, recibió de los miembros de la redacción, todos escandalosamente más jóvenes que Talese, pero no por ello idiotas, cuando esta formidable publicación conmemoraba los setenta años de existencia. 

Sólo por ello, merecería leerse este libro no una, como pretendía Connolly, sino de aquí al infinito. Pero volvamos a los otros dos personajes deslumbrantes –por Talese- de este libro. Alden Whitman fue el gran escritor de obituarios –menuda tradición la anglosajona en este género, sí verdaderamente literario- de The New York Times. Como todas las cosas buenas que le pasan a cualquiera, llegó a la sección por casualidad, o por eliminación, o vete a saber por qué. El caso es que el tipo se hizo imprescindible, es decir, único en el género. Logró algo hoy absolutamente imposible, visitar a los futuros protagonistas de sus obituarios, pues entendía que para escribir una buena semblanza, con todas sus ambigüedades y claros y sombras, antes tenía que conocer, tratar, charlar con el personaje. Y, como eran otros tiempos en el periodismo, The New York Times no puso objeción a esa petición. Cómo, de qué manera tan conmovedora e inteligente lo retrata Talese, hace honor a ambos, al bueno de Alden, por cierto todo un personaje, léanlo, y al propio Talese. 

«Que Kubrick es uno de los grandes pocas dudas merece. Qué no repitió un género desde su primera película, tampoco. Que el riesgo, el ir un paso más allá en cada nueva película, era su divisa, lo demuestra su filmografía»

El otro es el Dr. Bartha. Propietario de un brownstone en Nueva York. Aquí Talese se desmelena literariamente. La historia del Dr. Bartha, de sus orígenes rumanos, de su llegada a América, de sus diversos oficios antes de convertirse en un médico de mil hospitales, de la adquisición del brownstone, por parte de sus padres, algo muy distinguido en la muy distinguida Nueva York, de los avatares conyugales, de su lucha por conservar la propiedad y de su final épico y trágico al mismo tiempo señalan a Talese como un escritor de un talento descomunal. Aúna la documentación, precisa, concisa, atorrante, con el comentario paralelo; la narración de los hechos con lo imprevisible de las reacciones de los personajes; la realidad y el deseo. Es decir, el periodismo con la literatura. Pocos, hoy, muy pocos, menos aún, como él. Bendita sea su escritura.

Película

Eyes Wide Shut. Dirección. Stanley Kubrick. Intérpretes. Tom Cruise, Nicole Kidman, Sydney Pollack. 1999. Reino Unido. 159 minutos

Que Kubrick es uno de los grandes pocas dudas merece. Qué no repitió un género desde su primera película, tampoco. Que el riesgo, el ir un paso más allá en cada nueva película, era su divisa, lo demuestra su filmografía. Y esta extraordinaria versión de la novela corta, Relato soñado (1925) del escritor austriaco Arthur Schnitzler (Viena, 1862-1931) lo confirma, con creces que llegan hasta el cielo. Uno de los aciertos sublimes de Kubrick es trasladar el ambiente de la novela –la Viena de fines del siglo XIX- al Nueva York de fines del siglo XX. La empresa tenía su aquel. Kubrick, como ya había demostrado con Barry Lyndon (1975), la novela picaresca del bisabuelo de Virginia Woolf, William Thackeray, esto de la adaptación de obras literarias, otra había sido 2001, una odisea del espacio (1968), el clásico de Arthur C. Clarke, no era demasiado problema. 

El Nueva York de Kubrick, a través de los ojos del Dr. William (Billy) Harford (el mejor papel de Tom Cruise hasta la fecha), es fantasmagórico, perturbador, onírico, real, verosímil (es compatible con todo lo anterior). La noche en que Billy, errático, tras una discusión brutal con su mujer (Nicole Kidman) -en la que el asunto central de la película adquiere todo su esplendor patético: la confianza, los celos, la fidelidad, las fantasías eróticas- llega al Café Sonata y empieza su particular viaje al fin de la noche es una de las más logradas muestras cinematográficas de lo que es el descenso a los infiernos de la contemporaneidad, dicho en pedante. 

La inquietante presencia del amigo (y paciente clínico) Víctor Ziegler (Sydney Pollack, debería haber sido, mejor, Harvey Keitel, pero se retiró), las calles nocturnas y navideñas, más morbo, de Nueva York y los desencuentros de Billy, la pandilla de macarras, la prostituta, el amigo pianista, la ceremonia secreta, los códigos ocultistas, convierten al relato más que en soñado en alucinado. Y la Música Ricercata de Ligeti en una atmósfera de la que uno querría salir de inmediato, genial. Pero la gracia es que el espectador no quiere salir, sino permanecer fijo ante la pantalla. Y eso es el cine. El bueno. El más grande.

Taberna

The River Café. One Water St., Brooklyn. Manhattan

Hay que viajar, ahora, en septiembre. Ya advertía Cervantes que «viajar hace a los hombres discretos». Discretos seamos, y sentarse, por ejemplo, una tarde de sábado en las mesas del River Café, bajo el puente de Brooklyn, y contemplar Manhattan es algo así como decir: aquí me las den todas. 

Pasar la tarde hasta que llegue la noche, y si las copas responden, o uno, bendecir a la medianoche, es algo para enmarcar en la memoria. Si además de eso, uno se zampa la terrina de foie, el steak tartare, las gambas salvajes o se pierde entre la carne y el pescado a la parrilla, pues la ecuación imposible queda satisfecha. 

El Nueva York de Talese, el alucinado de Kubrick y el bendecido de The River Café son un suspiro tan infinito como uno desearía que fuera lo bueno de la vida. 

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