Voces de mujer
«Este último giro del fanatismo talibán me ha indignado especialmente, no sólo por razones de decencia civil y defensa de los derechos humanos»
Ciertas disposiciones gubernamentales escapan a las calificaciones de buena o mala política, de izquierdas o de derechas, y sólo pueden ser juzgadas desde la psicopatología. El escalofrío que le recorre a uno cuando visita Auschwitz no se debe a que no compartamos la ideología que inspiró ese campo de concentración sino a que nos sentimos atrapados por la locura. Auschwitz no es una idea equivocada ni el resultado de una decisión cruel, sino el delirio de un demente. Esto no exculpa a los responsables del pudridero, porque hay psicopatías que no sólo ofenden a la cordura sino también a la decencia moral. La enfermedad mental a veces puede disminuir la responsabilidad de un crimen, pero también puede agravarla porque ciertas psicopatías son crímenes en sí mismas, delitos donde el alma y el cuerpo pecan conjuntamente. Los nazis de Auschwitz, Buchenwald o Treblinka eran orates, pero eso no les disculpa, sino que aumenta y ahonda su culpabilidad.
Las religiones han servido en muchas ocasiones a lo largo de los siglos para justificar chaladuras de la peor especie. También actos de generosidad y abnegación, pero de eso hablaremos otro día. En general, la religión es como un cristal de aumento que potencia desmesuradamente las características humanas, sea para bien o para mal. Para que esa función hipertrofiadora funcione eficazmente hace falta que los dogmas religiosos sean creídos por la mayoría social o que una fracción fanática («fanáticos» no son los creyentes, sino los que creen que los demás tienen obligación de creer lo mismo que ellos) controle el poder político y lo utilice para obligar por la fuerza a que todo comportamiento sea ortodoxo.
Es lo que intentan los talibanes en Afganistán con su obsesión por las mujeres, rodeándolas de cada vez más prohibiciones humillantes y obligaciones indumentarias. No se trata de un rigor religioso sino de una auténtica psicosis como la que asediaba a Norman Bates en la famosa película de Hitchcock. La última vuelta de tuerca de su demencia es la prohibición de la voz femenina en el espacio público. El varón que deambule por las calles de Kabul no se cruzará ya con mujeres, sólo con bultos envueltos en oscuros sudarios, afásicos y atemorizados. No, esa persecución antifemenina no tiene realmente nada que ver con la religión, ni siquiera con la religión musulmana que se las trae, ni tampoco con el arraigado machismo tradicional sino con los oscuros fantasmas de mentes podridas por terrores y fetichismos cuyas raíces quizá algún psiquiatra pueda rastrear.
Este último giro del fanatismo talibán me ha indignado especialmente, no sólo por razones de decencia civil y defensa de los derechos humanos (¿hay derecho más humano que el de mostrar su rostro o hacer oír su voz?) sino por algo más personal: me gusta oír a las mujeres, lo necesito porque me he criado escuchándolas y amando el sonido de sus palabras, de sus canciones. Mi madre me leía cuentos con su voz musical, capaz de imitar el gruñido cínico del lobo o la ingenuidad quizá no tan ingenua de Caperucita. Fueron las primeras representaciones de mi vida, el teatro sonoro a partir del que inventé las primeras escenas de mi imaginación. En sus últimos años, cuando ya el Alzheimer me había borrado de su memoria y era incapaz de responder con coherencia a mis expresiones cariñosas, bastaba poner una revista o un libro en sus manos para que empezara a leer en voz alta, con tono perfecto y expresivo. Yo la escuchaba cerrando los ojos y volvía a oír la voz de los cuentos, la felicidad de mi infancia, el paraíso materno del que nunca quise salir.
Y tantas otras voces femeninas imprescindibles, que me ayudaron a llegar a ser. La regañona y preocupada de María, el ama que nos llevaba al parque de Alderdi Eder a mis hermanos pequeños y a mí, la de mi querida Felitxu Eraso, la mademoiselle que me enseñó francés (una de las pocas cosas útiles que he aprendido), las voces de las mujeres de las que me enamoré, la de mi Sara que aún sigue en el contestador y hace que me llame de vez en cuando para volver a oírla, los susurros obscenos y entrecortados por el placer que guarda la almohada, las voces supremas de Edith Piaf, María Callas o Frederica von Stade, la despedida cálida y nerviosa de la que me acompaña hasta la puerta del vagón cuando el tren arranca… ¿Cómo se pueden menospreciar las voces de mujer, acallarlas, perseguirlas, cuando ningún varón sano crece y disfruta sin ellas? Lo dicho, cosas de psicópatas.