El año que votamos peligrosamente
«La inteligencia artificial aplicada a la manipulación informativa en procesos electorales es, sin duda, el reto del presente y del futuro inmediato»
El 29 de diciembre de 2016, el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) de Estados Unidos hacían público el resultado de sus investigaciones sobre la injerencia rusa en las elecciones presidenciales norteamericanas, celebradas en noviembre de 2016, a través de un informe de contenido explosivo y título sugerente: Grizzly Steppe –el oso de la estepa–, que recopilaba pruebas y alcanzaba conclusiones sobre la actividad de los servicios de inteligencia civiles y militares rusos dirigida a alterar contenidos informativos e influir en los resultados de aquellas elecciones de 2016.
El informe era claro y directo al atribuir la responsabilidad de tales acciones maliciosas a Vladimir Putin y no dudaba en afirmar que este tipo de campañas, dirigidas a manipular las preferencias electorales y socavar la confianza de los ciudadanos en el sistema democrático, se intensificarían en el corto plazo y tendrían como objetivo otros procesos electorales, especialmente de países aliados de Estados Unidos.
Tan solo unos días después, el 6 de enero de 2017, Jeh Johnson, secretario de Seguridad Nacional, acordaba otorgar al conjunto de sistemas y procedimientos necesarios para la celebración de elecciones en Estados Unidos la calificación de infraestructura crítica, una decisión ratificada por su inmediato sucesor, el general John F. Kelly, primer director del DHS durante el mandato de Donald Trump.
Muy lejos de reflejar un hecho puntual, lo que Grizzly Steppe ponía de manifiesto es que el pilar indiscutible de las democracias liberales, la celebración de elecciones libres, según la afortunada expresión teorizada por W. J. M. Mackenzie, se enfrentaba a desafíos de dimensión impredecible en la llamada era digital. Ni los intentos de influencia en procesos electorales ajenos ni la manipulación informativa eran fenómenos desconocidos, pero la magnitud de los efectos que podrían alcanzar tales acciones al ejecutarse a través de un potentísimo difusor como las redes sociales planteaba un reto sin precedentes.
En enero de 2024, el Foro Económico Mundial hacía público el decimonoveno Global Risks Report, el informe anual sobre los riesgos globales y situaba en el número uno del ránking de riesgos a corto plazo el fenómeno de la misinformation and disinformation, esto es, información errónea y desinformación, dos especies dentro del género común de los desórdenes informativos.
La toma de conciencia sobre la gravedad de este tipo de amenazas híbridas como vector de desestabilización se producía en Davos al inicio de un año en el que más de medio planeta estaba llamado a las urnas, incluyendo tres de los mayores cuerpos electorales del mundo democrático, India, Estados Unidos y la Unión Europea, además de otros países que se han sumado después a través de la convocatoria anticipada de elecciones, como Francia o el Reino Unido. En total más de 3.700 millones de votantes para poner a prueba la resistencia de nuestras democracias frente a la epidemia global de la mentira y la influencia maliciosa.
El 4 de septiembre de 2024, a las puertas de unas nuevas elecciones presidenciales, ocho años después de Grizzly Steppe, se hacía público que el fiscal general de Estados Unidos había presentado cargos contra dos empleados de la cadena rusa RT por su participación en una campaña de injerencia en el proceso electoral. El portavoz de la Casa Blanca anunciaba también otras medidas coordinadas de los departamentos de Justicia, Estado y Tesoro para hacer frente a agresivas acciones coordinadas de desinformación.
Los países que se rigen por estándares democráticos, perfeccionados durante más de doscientos años, se han enfrentado en 2024 al reto de descubrir si el progreso digital nos desvelaría otra de sus siniestras contradicciones y se decantaría del lado de las autocracias, como un riesgo creciente de infección de nuestro modelo político, capaz de intoxicar su nutriente principal, que no es otro que la confianza de los ciudadanos en la pureza de los procesos electorales y, en definitiva, la creencia en que la libre competencia por el poder es la única fuente de la legitimidad política. «La democracia –escribe Victoria Camps– necesita una virtud: la confianza».
El contexto en que ha fermentado esta severa amenaza a la credibilidad de los procesos electorales se caracteriza por la disrupción tecnológica, la inflación informativa y la creciente desafección hacia los principales actores e instituciones del sistema democrático, además de una predisposición cognitiva al consumo y difusión de noticias falsas, perversamente potenciada por los algoritmos de selección y recomendación.
Una erosiva fatiga de materiales debilita los cimientos de las democracias liberales y acelera respuestas nocivas como la polarización ideológica, la posverdad o las teorías de la conspiración. La mentira es el ingrediente principal de todos estos fenómenos que resultaron exponencialmente potenciados durante esa abrupta quiebra de la cotidianeidad que fue la pandemia del COVID – 19, un largo y doloroso paréntesis en nuestras predecibles vidas contemporáneas, que se convirtió en caldo de cultivo para toda clase de acciones de manipulación informativa, deformación de la realidad o divulgación de teorías de la conspiración, integrantes del concepto de infodemia, gravemente dañino para la confianza de los ciudadanos en el modelo de bienestar.
El super año electoral, como lo ha denominado el Departamento de derechos de los ciudadanos y asuntos constitucionales del Parlamento Europeo, llega a su último cuatrimestre sin que los pronósticos más catastrofistas se hayan hecho realidad, pues la confianza en las elecciones democráticas celebradas hasta la fecha no se ha visto letalmente socavada, sin perjuicio de que se hayan confirmado muchas de las amenazas identificadas en los últimos años, especialmente las que permiten reconocer a actores estatales detrás de las acciones o campañas mejor diseñadas.
Muchas investigaciones posteriores al informe Grizzly Steppe han desvelado que, detrás de campañas de desinformación dirigidas a expandir la confusión, agrietar más las simas divisorias de la polarización social, desacreditar la democracia y sus instituciones o sembrar la desconfianza en la sociedad liberal o en el estado del bienestar, se encontraban países como Rusia, China o Irán.
La amenaza está muy lejos de haber sido conjurada y, por el contrario, nos adentramos en nuevos escenarios de incertidumbre al ritmo de la propia evolución tecnológica. La inteligencia artificial aplicada a la manipulación informativa en procesos electorales es, sin duda, el reto del presente y del futuro inmediato, con episodios tan impactantes como la difusión de un audio falso del líder del partido laborista británico Keir Starmer, supuestamente maltratando a su personal o una llamada robotizada simulando la voz del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, aconsejando a ciertos votantes no participar en las elecciones primarias.
En el discurso sobre el estado de la Unión de 2022, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, advertía de que llevamos demasiado tiempo «dando por hecho la democracia». Por desgracia, la historia ha demostrado sobradamente que ningún sistema político está libre del peligro de colapsar, especialmente cuando se agrietan sus principios esenciales. Seguir creyendo en Lincoln –the ballot is stronger than the bullet– exige proteger la confianza como el más valioso de los pilares de nuestra forma de gobierno. «Una nación sin elecciones libres –escribió Octavio Paz– es una nación sin voz, sin ojos y sin brazos».