THE OBJECTIVE
José Rosiñol

¿Y por qué no Tabarnia?

«No se puede (o no debería poderse) utilizar la democracia para acabar con la misma democracia»

Opinión
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¿Y por qué no Tabarnia?

Ilustración de Pedro Sánchez y el Congreso de los Diputados. | Alejandra Svriz

Incluso, ¿y por qué no los «Países catalanes» ?, cuando uno no tiene muy claro cuál es su nación, cualquier cosa vale. En verdad, cualquier cosa que le valga, vale. No importan las consecuencias a corto y, mucho menos, a medio o largo plazo. Lamentablemente, a lo largo de la historia, cuando nuestra izquierda le da por ponerse el gorro de la utopía, se convierte en garantía para el desastre y la confusión. Esa manía de los «progres» de autoproclamarse pastores de un rebaño llamado «el pueblo», nos adentra indefectiblemente en el camino de la anomia y de la incertidumbre. Es la marca de la gran casa populista que está creando el socialismo patrio: gobernar a espaldas o en contra de la mitad (o más) de la ciudadanía. Es signo (ya verbalizado, vete tú a saber si por desliz o por suficiencia), de creerse por encima del pueblo, del legislativo, de la democracia. Es un erigirse en guía y líder mesiánico que construye el futuro.

Como he dicho en algunas ocasiones, el último clavo con el que se pretende acabar con la Democracia del 78 es, precisamente, extender el modelo fiscal (medieval) de Navarra y el País Vasco a otras regiones. Es poner en marcha un momento constituyente, obviando los procesos establecidos para un cambio de tal calado, que nos puede empujar hacia un confederalismo asimétrico que ya es rizar el rizo de la estupidez. Es volver a los experimentos decimonónicos, a las tendencias cantonalistas, a las creencias en las naciones de los mil años, a que España solo es un accidente histórico que, tarde o temprano, ha de desaparecer bajo una especie de posmoderno síndrome del noventa y ocho. Estos hechos que estamos viviendo, el desmantelamiento paulatino de los consensos de la Transición, de la creación de una España en forma de ¿república? Confederal, una nación que se reduce paulatinamente al rincón nominalista a modo de una «Commonwealth of Nations» de la piel de toro.

«Lo que estamos viendo, más allá de lo concreto, es la mutación de la izquierda huérfana de ideología que ha abrazado las tesis del identitarismo en todas las formas que les puedan acercar al poder»

Claro está que la pregunta a responder sería ¿por qué la llamada izquierda abraza las tesis del nacionalismo? Más allá de la necesidad de los apoyos parlamentarios para la permanencia del jefe del Ejecutivo, si sacamos de la ecuación el interés personalista, ¿hay alguna razón subyacente para esta metamorfosis? La cuestión es que, si la justificación para implementar el modelo medieval del cupo a Cataluña es la falta de financiación, con la excusa de que es una región que produce mucho, pero recibe poco (cosa que Pedro Sánchez podría preguntar al, de repente poco locuaz, Josep Borrell), ¿por qué no hacer ese mismo planteamiento de Pedro el Insolidario en otros territorios? Si hay una zona en la que puede encontrarse esa dinámica solidaridad/insolidaridad está en lo que se llamó «Tabarnia», que corresponde, básicamente, a las áreas metropolitanas de Barcelona y Tarragona, que creando mucha más riqueza se ven infrafinanciadas por la Generalitat respecto al resto de territorios del interior catalán. 

Pero no, Pedro Sánchez, valedor de la España «plurinacional» sigue adelante con este proyecto que mezcla interés cortoplacista con modelo constituyente. Lo que estamos viendo, más allá de lo concreto, es la mutación de la izquierda huérfana de ideología que ha abrazado las tesis del identitarismo en todas las formas (nacionalismos, indigenismos, movimientos sociales varios…) que les puedan acercar al poder.  Esta profunda metamorfosis hace que los valores a defender por la izquierda vacua sean los de sus compañeros de viaje. Abrazan las tesis nacionalistas de forma acrítica, aprovechan el giro tribalista de nuestra contemporaneidad, para lograr sus metas políticas. Olvidan que el nacionalismo sigue un patrón recurrente que evoluciona del romanticismo al nacionalismo y, como la historia demuestra, potencialmente, al autoritarismo. Creer en la nación preexistente más allá de la capacidad de decisión de la ciudadanía, ¿a dónde nos lleva?, ¿no es una música que trágicamente ya se tocó en el terrible inicio del siglo XX?

Benedict Anderson escribía en su obra «Comunidades imaginadas» que la aparición de las naciones, tal y como las conocemos, eran fruto de creación narrativa, de crear una idea delimitadora de una comunidad humana. Esa construcción necesariamente necesita delimitar para crear una identidad colectiva, esta delimitación es como dibujar una línea de tiza en el suelo en la que situar a los tuyos y los otros, a los buenos y a los malos, a los propios y a los impropios, de aquí puedes esperar todas las consecuencias imaginables. El problema es buscar elementos diferenciadores que sean muy reconocibles por el individuo para que sea efectivo y creíble, ¿y cuáles son los más potentes? La lengua y la reinterpretación de la historia para crear la «historia nacional». Pues bien, el nacionalismo, inevitablemente, se siente incómodo con la diversidad y la pluralidad en ese territorio imaginado, ve como un cuerpo extraño a cualquiera que no responda a las características culturales, lingüísticas y sociales que no entren en el canon del buen nacionalista.

Esta visión autoritaria, excluyente e insolidaria es sobre la que Pedro Sánchez quiere crear la nueva España confederalista. Imagino que muchos ya lo intuyen, esta siguiente claudicación del socialismo ante el nacionalismo, para los muñidores de genuflexiones, es solo un paso más hacia su objetivo final, que no es otro que la creación de un Estado independiente. Sin embargo, no hay que olvidar que otra de las características del nacionalismo catalán es su tendencia hacia el expansionismo. El nacionalismo catalán sueña con esa Gran Cataluña (al modo de la Gran Serbia), esa comunidad imaginada de los «Países Catalanes» (Cataluña, Baleares, Comunidad Valenciana, norte de Murcia y sur de Francia). Siguiendo la lógica de aceptación genuflexa por parte de Pedro Sánchez de la existencia de naciones preexistentes en España, imagino que no tendrá problema por aceptar las tesis imperialistas de sus socios catalanes. Si para ti, Cataluña es una nación, ¿por qué no los «Países Catalanes»?, ¿por qué no seguimos por extender el cupo para esa Gran Cataluña?

De aquí podemos llegar al absurdo, si los cimientos de un país como España son la construcción de comunidades imaginadas y la voluntad de llamarlas «naciones» vamos de cabeza a seguir los pasos de la distópica Primera República y sus cantones luchando entre ellos. Ya hay pistas, hay movimientos miméticos en zonas cada vez más pequeñas de nuestro país. Cada uno con sus razones y agravios más o menos justificados, pero todos ellos siguiendo el modelo de construcción nacional que lleva a España a una aceleración de las dinámicas centrípetas fruto de los complejos a la hora de reconocerse como lo que es: una Nación inclusiva y solidaria dónde cabe todo el mundo, incluso los que quieren acabar con ella.

Lo paradójico es que la «construcción nacional», la creación de esa identidad colectiva no es una foto estática, son procesos dinámicos y cambiantes. La porosidad de una identidad que, indefectiblemente, pasa por la autopercepción del individuo, hace que sea muy complejo mantenerla como ariete político durante mucho tiempo. Esto se ve claramente en esa identidad «fuerte» que el nacionalismo catalán, desde Jordi Pujol, trató de crear de la mano de su plan de ingeniería social llamado “Programa 2000”. Si nos damos cuenta, vemos cómo esa identidad «fuerte» nacionalista, desde 2018 ha estado mutando a una especie de sentimiento de pertenencia «débil» en gran parte de la sociedad catalana, que, precisamente, fue el inicio de la construcción de la identidad nacional «fuerte» iniciada por Pujol. En este momento de decaimiento nacionalista, es cuando más rédito está sacando el nacionalismo, todo por aceptar el marco romántico desplegado por los diferentes gobiernos catalanes. Como apunte, hay que recordar que esta capacidad de mutación y transformación en la identidad se concreta por dinámicas sociales y tecnológicas, pero también, tal como hicieron los gobiernos del nacionalismo catalán (y del PSC de Montilla), a través de la voluntad política para crearla. El problema es que ningún gobierno de nuestra nación (algunos por miopía, otros por desinterés y otros por miedo) ha tenido interés por crear un relato que sustente la identidad colectiva de nuestro país.

Para finalizar, la propuesta de Pedro Sánchez con el cupo catalán, como decía, es el inicio de un proceso de cambio en la estructura del Estado de tal calado que podría ser considerado el comienzo de un momento constituyente. Y eso no puede decidirse en un comité federal de un partido, ni un presidente, ni un gobierno, algo así necesita que la ciudadanía, consciente de lo que ocurre, sin cambios de opinión, sin ejercicios de distracción, sin campañas de desinformación y confusión, con las cartas encima de la mesa, vaya a las urnas y vote, vote con conocimiento de causa. Solo así, desde mayorías muy sólidas se pueden acometer cambios de tal calado y, aun así, no hemos de olvidar, como decía Sartori, la democracia es el gobierno de la mayoría con respeto a la minoría. Gracias a Dios, en democracia no todo se puede. No se puede (o no debería poderse) utilizar la democracia para acabar con la misma democracia.

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