THE OBJECTIVE
Daniel Capó

El error Escrivá

«No es el primer caso de extraña ocupación de las instituciones del Estado, pero sí quizás el más significativo por su desfachatez»

Opinión
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El error Escrivá

José Luis Escrivá. | Ilustración de Alejandra Svriz

Fue Fernando Garea quien, en la tertulia de Hora 25, afinó el diagnóstico de lo que ya podemos denominar como el ‘error Escrivá‘. «Si tú abres una puerta –explicaba Garea–, el gobierno que va a venir después la va a tener abierta para poder entrar por ella. Si tú haces uso de las instituciones, estás haciendo que el que venga detrás pueda hacer lo mismo». Este es un clásico del populismo (algo no tan distinto por cierto al cesarismo de Obama, que pavimentó el camino a Trump) y muy difícilmente puede compaginarse con el respaldo o el respeto institucional. No es el primer caso de extraña ocupación de las instituciones del Estado (recordemos la designación de la ministra de Justicia Lola Delgado al frente de la Fiscalía o de Juan Carlos Campo para el Tribunal Constitucional), ni tampoco será el último; pero sí quizás el más significativo por su desfachatez. Cuando ceden los límites del decoro y de la autocontinencia, bajo el disfraz de regeneración democrática –como si el Estado fuera un monopolio conservador–, entonces entramos en un territorio inquietante, porque las instituciones son el garante de los contrapesos constitucionales y porque los límites son el mejor reflejo de una cultura democrática consistente. En efecto, el pudor moral no es un vestigio del catolicismo preconciliar sino una verdadera virtud política.

Por ello mismo, hay decisiones que deberían seguir sorprendiéndonos. No en el caso de Sánchez –de quien ya hemos comprobado en repetidas ocasiones que juega la partida del poder sin otra regla que la autoconservación–, pero sí en el de José Luis Escrivá, el raro exponente (hoy) de un político con conocimientos, de un técnico con pedigrí y de un independiente en el gobierno con un currículum solvente. Es decir, Escrivá, a diferencia de tantos políticos de partido, era y es alguien: no un demagogo ni –eso creíamos– un frívolo de salón. En consecuencia, la sorpresa de que haya aceptado o, peor aún, de que haya entrado en el juego de seguir desgastando el prestigio de las instituciones. Más aún cuando el problema de nuestra democracia (no sólo aquí, pero también aquí) es, sobre todo y en primer lugar, una cuestión de credibilidad. Insisto: el pudor moral cuenta y mucho.

Por supuesto, se puede dudar más o menos acerca de la idoneidad técnica del ministro Escrivá para el cargo de Gobernador del Banco de España. De lo que no se puede dudar, sin embargo, es de la aluminosis que introduce en el sistema la designación de un miembro del gobierno para ese cargo. Poco importa si en el pasado unos u otros cometieron errores similares (la estupidez del «y tú más»), porque la responsabilidad se concentra en el aquí y ahora; no en el ayer, no en los otros.

«Al final, somos los españoles los que nos tenemos que salvarnos de nosotros mismos y de nuestros peores instintos»

Las buenas políticas generan espacios de prosperidad y confianza, las malas corroen los mejores sistemas. Nos estamos acostumbrando en exceso a normalizar lo que no es de recibo, empezando por el lenguaje. Creer ahora que la regeneración nos va a llegar de fuera me parece ingenuo. Al final, somos los españoles los que nos tenemos que salvarnos de nosotros mismos y de nuestros peores instintos. Parece imposible en las actuales circunstancias porque, como señala Garea, una vez abierta la puerta, ¿quién la va a querer cerrar? Sólo es posible con un gran acto de generosidad y de madurez. Sin embargo, para bailar hacen falta dos. Y el tiempo no juega a nuestro favor.

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