THE OBJECTIVE
María del Carmen Ordóñez López

Criaturas míticas y dónde encontrarlas

«El escándalo antimonárquico mexicano que nos encandiló a todos, a ambas orillas del Atlántico, mientras las tormentas pasaban»

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Criaturas míticas y dónde encontrarlas

El presidente saliente de México, Andrés Manuel López Obrador. | Ilustración: Alejandra Svriz

Todo autócrata que se precie tiene, en su cajón de sastre, una curada colección de mitos y leyendas sobre próceres fantásticos dignos de sitio de honor en el Valhalla y fabulosos y atroces enemigos imaginarios del pueblo bueno, siempre dispuestos a resurgir y oprimirlo. Estos seres mitológicos están siempre limpios y pulidos, listos para salir a desfilar en la pasarela de las distracciones superfluas pero eficaces cuando un pequeño déspota necesita, desde el poso de miseria moral y política en el que habita, reavivar la llama del amor febril de sus seguidores por él y su régimen. 

La construcción del mexicano dependió siempre en gran medida de ese extraño enemigo siempre dispuesto a profanar con su planta nuestro suelo: el español. También el francés y el estadounidense, pero ninguno tan temible como el español. No un español concreto, por supuesto, sino un arquetipo del español que desembarca de sus galeones con la espada desenvainada, a lomos de potentes corceles, plagado de viruelas y otras enfermedades desconocidas, dispuesto a arrasar todos los templos, robarse todo el oro, violar a todas las mujeres y esclavizar a todos los hombres. El arquetipo del conquistador español visto desde América. Tanto más terrible cuanto más a la izquierda se encuentre quien lo observa. Muy valorado por ciertos caciques latinoamericanos contemporáneos, este arquetipo –visible en los impactantes murales de Diego Rivera, por ejemplo, consumido por el vicio y la avaricia– es también muy valorado por algunos españoles renegados: los que se avergüenzan del pasado imperio español, los que sienten repugnancia de sí mismos porque, siendo españoles y catalanes, quisieran ser sólo catalanes y reivindican su propia historia de dominación a manos del tirano español, los que sienten vahídos al recordar que existe la monarquía española. A todos ellos también les viene muy bien que ese conquistador sifilítico, falsario, abusador y tirano encomendero esté siempre presto a salir al ruedo. 

Este horrible y amenazador señor tiene enfrente, en el banquete de los arquetipos útiles para construir patria, al otro español: el español civilizador, el español que descendió del galeón con la cruz en una mano y un libro en la otra, preocupado por nada más que por el bienestar de los indios, ansioso de llevarlos por el camino de Cristo y de abrirles las puertas de una civilización esplendorosa donde nunca más un corazón vivo latiría en las manos costrosas de un sacerdote azteca. Este español, abnegado y completamente desinteresado cuyo único deseo era liberar a las pequeñas tribus de la opresión rampante y sangrante a la que las tenían sometidas los esperpénticos aztecas y los horripilantes incas. Ojo, este español, aunque salga del cajón de sastre con mucha menos regularidad, es también indispensable para la construcción obnubilada de una cierta visión de nación española que, a muchos mexicanos, peruanos, ecuatorianos y demás les gusta suscribir.

Una colección de criaturas fantásticas que no encuentra uno ni en el mejor libro de JK Rowling, vaya. 

Todas falsas, por supuesto, porque la historia tiene ese molesto y pernicioso hábito de ser actuada por seres humanos, con sus claroscuros, sus dilemas morales, sus personalidades complejas, sus inseguridades, su hambre, su miseria, su valentía, su desesperación, su ambición, su bondad, su incapacidad ocasional de controlar los sucesos en los que se ven inmersos, su mísera capacidad de prever resultados, sus buenas intenciones y malas acciones y, bueno, su inútil humanidad que no sirve para construir mitos y entretener a las masas cuando hace falta. 

Esta semana salió a pasear, con traje de luces y reflectores estridentes el primer español, el malandrín, el que no desface entuertos sino que los causa. ¡Y de qué manera! Disfrazado de pies a cabeza de Su Majestad Felipe VI, con su mirada bonachona y sus trajes envidia de Europa, con sus ojos cristalinos que se encharcan cuando sus hijas le dicen unas palabras de cariño. Ese rey que, hasta donde sabemos, ha limpiado hasta con lejía la Casa Real y parece haberse esforzado por recuperar una vapuleadísima imagen de los Borbones españoles, bien contaminada por sus más allegados, nada menos. Ese mismo rey que el 3 de octubre de 2017 salió a erigirse en garante del orden constitucional español. Ese mismo rey que nunca puede darle gusto a todos y que, con seguridad, tiene mil debilidades y defectos. A ese rey fue al que le colgaron el sambenito del conquistador español deleznable para sacarlo a escarnio público.

«La monárquica distracción nos ha arrastrado a tantos, desviando nuestra mirada del hecho de que no hay presupuestos aprobados o de que el cupo catalán avanza en detrimento de comunidades como Asturias o Extremadura»

El espectáculo corrió a cargo, presumiblemente, del mandamás del teatro guiñol mexicano: Andrés Manuel López Obrador. Es de imaginarse que decidió que era este un momento extraordinario para un desfile de gigantes y cabezudos en el que volviéramos a indignarnos, a pelearnos y a gritarnos a cuenta de si la conquista española fue un horror o un honor, más o menos catastrófica que la colonización inglesa, etc. Que volviéramos a rasgarnos las vestiduras por la plata robada o por lo poco que aprecian esos americanos todas las glorias civilizatorias que España, sin obligación alguna, sino por pura bondad, les/nos llevó. 

Y así pasamos un par de días distraídos con este debate inútil que nos enfebrece a todos: indigenistas, hispanistas, moderados, podemitas, mexicanos, españoles, colombianos, catalanes, vascos, republicanos, monárquicos, católicos ultramontanos, masones, jóvenes y viejos, nietos de refugiados, nietos de falangistas, a ambos lados del Atlántico, todos entramos en ebullición.

El mítico malandrín salió en procesión a hombros de sus costaleros de la izquierda mexicana por simples razones: el 1 de octubre tendrá lugar el cambio de gobierno en México. La celebración obradorista está bastante enturbiada por las insistentes protestas contra la reforma judicial que, para todos los efectos, acaba con el poder judicial en el país. Otra nube negra cernida sobre la fiesta nacional de la primera presidenta es el décimo aniversario de la desaparición de 43 estudiantes de magisterio de la localidad de Ayotzinapa, Guerrero, que, en su camino hacia una marcha contra el gobierno de Enrique Peña Nieto y contra la represión estudiantil, tuvieron la ocurrencia de parar para alguna cosa en un pueblo intermedio y, sin que hasta la fecha exista una sola explicación convincente, se evaporaron de la faz de la tierra en medio de una fuerte presencia militar. 10 años llevan los padres y familiares de estos desaparecidos intentando dar con ellos, 10 años de promesas de un gobierno y otro, de versiones no respaldadas por pruebas, de acusaciones de unos políticos a otros. En fin, el caso es que nadie sabe dónde están, si es que están. Para mayor inri, López Obrador que se decía comprometido a escucharlos y a resolver la desaparición, ha hecho poco más que tener en la cárcel (sin sentencia, como a él le gusta) durante ya muchos años, al encargado de aclarar la desaparición durante el gobierno de Peña Nieto y se ha negado, incluso, ya en los últimos meses de su gobierno, a recibir a los padres de estos y otros muchos desaparecidos, a los que ahora tacha de agitadores. Mientras en campaña los abrazaba, ahora bardea Palacio Nacional con tal eficacia que no entra ni la briza cuando se acercan quienes buscan a los desaparecidos.  

Agregamos a la pócima explosiva el que, a iniciativa de este mismo amable señor cuyo lema es «abrazos, no balazos» y que hizo campaña asegurando que regresaría al ejército a sus cuarteles, el Congreso mexicano está a punto de aprobar una nueva reforma constitucional que altera uno de los poquísimos artículos de la Carta Magna que permanecían vírgenes desde su incorporación en 1917. Veamos: 

El expresidente Felipe Calderón, agobiado como estaba por el brutal incremento de la violencia asesina entre cárteles de la droga, que día sí y día también causaba afectaciones económicas y humanas incontables entre la población civil, decidió utilizar las fuerzas armadas (el ejército y la marina) contra el narco. La salida del ejército de los cuarteles, que pronto se evidenció desastrosa, se aprobó como una medida temporal y excepcional que contravenía el art. 129 constitucional. Este artículo establece(cía) que, en tiempos de paz, ninguna autoridad militar podía ejercer más funciones que las que tuvieran exacta conexión con la disciplina militar. La seguridad pública, huelga decir, no es una de esas funciones porque un delincuente no es lo mismo que un enemigo y porque para la seguridad pública existen las fuerzas de policía, entrenadas con medios y para fines distintos de los militares, sin acceso al armamento y sistemas castrenses y, sobre todo, no sujetas a la justicia militar. 

Pues eso, que poner al ejército en las calles fue una debacle. Pero regresarlo a los cuarteles, por lo visto, era otra de iguales dimensiones porque ni Calderón, que dijo que la medida era temporal, ni Peña Nieto, que prometió darla por terminada, ni López Obrador, que la criticó con el denuedo propio de un iluminado, regresaron el ejército a su sitio. Y ahí siguen, cerca de donde desaparecen los estudiantes de Ayotzinapa, en medio de las balaceras inclementes que tienen a los habitantes de Culiacán, Sinaloa en estado de sitio desde hace dos semanas y ¡no sólo eso!, ahora el ejército y la marina operan instalaciones y servicios de naturaleza eminentemente civil, como los aeropuertos de la Ciudad de México y el flamante Tren Maya, recién inaugurado. 

Con este bonito telón de fondo, el presidente ha propuesto –y el Congreso ha accedido, cumplido y obediente– a) incorporar la Guardia Nacional, es decir, la policía federal, al ejército. Dice que seguirá siendo una fuerza de seguridad pública, no militar, pero, acrobacias semánticas aparte, pertenecerá a la Secretaría de la Defensa Nacional, recibirá entrenamiento militar y, sobre todo, estará cubierta por la justicia militar. Todo quedará en casa, pues; y b) reformar el artículo 129 para que ahora, en tiempos de paz, las autoridades militares puedan realizar cualquier función, militar o no, que les encomienden la constitución o la ley (hoy por hoy ambas enteramente en manos del partido). Así como hoy manejan el aeropuerto, mañana podrían manejar los satélites, las conexiones al internet, la red de comunicación móvil o el suministro del agua. 

Así pues, para revivir el fervor nacional y adornar de mil colores la toma de posesión de la nueva presidenta, capotear el temporal lo necesario y acallar un poco el ardor reaccionario de aquellos a quienes no les parece bien que sea un soldado el que les ponga una multa de tránsito, se armó la genial maniobra de invitar a la toma de posesión de doña Claudia Sheinbaum a Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, pero no al Rey Felipe VI, encarnación de todos los males. ¿El pretexto? Una carta (hay presidentes a los que les gustan muchísimo las misivas melosas) que don Andrés le habría mandando a Su Majestad demandando que el estado español hiciera público acto de contrición por los desmanes de la conquista, consumada hace más de 500 años, carta que don Felipe guardó en un cajón. Esa es la ofensa inenarrable, irredimible, que ha ocasionado que el Rey no sea invitado al ágape morenista. 

Tontos no hay, excepto los que creen que los políticos son tontos. No es que el servicio diplomático mexicano no supiera que el rey es el jefe de Estado y que, por lo tanto, no bastaba con invitar al jefe de gobierno. Dudo que hubiera sorpresas (si acaso un brindis) cuando el Gobierno español declinó la invitación. Ahora sí, indignación pública y conspicua para que se note cómo el villano español, el reyezuelo al que ni los propios españoles quieren (dixit el establishment mexicano) cree que puede seguir diciéndonos qué hacer, como si fuéramos una colonia, como si mandara, como si le debiéramos pleitesía. ¡Mexicanos, al grito de guerra!, dice el himno nacional. 

Y funcionó. Vaya si funcionó. Hasta se unieron a la ola todos esos socios con los que el Gobierno español mantiene relaciones esquizofrénicas de amor-odio: Podemos, Ezquerra, Sumar, los republicanos no afiliados. Todos ellos han salido en defensa del oprimido pueblo mexicano y han comprado ya sus boletos de avión, clase turista, supongo, para ir a «arropar» a la presidenta y protegerla de las garras del Borbón. Por su parte, los hispanistas, supremacistas españoles, monárquicos neocarlistas y rosalegendarios han aprovechado la ocasión para sacar a pasear a su propia criatura mítica y mostrar al mundo las injurias que les ocasiona la injustísima valoración que los mexicanos y el mundo hacen de las proezas cultivadoras españolas. 

Y supongo, no me consta, que el Gobierno español, como el mexicano, estaría albriciado y agradecido por la fastuosa y monárquica distracción –a la que ha contribuido apegándose, excepcionalmente, a las formas– que nos ha arrastrado a tantos desviando nuestra mirada del hecho de que no hay presupuestos aprobados, de que se ha tenido que ir a Suiza a rogarle, de nueva cuenta, al prófugo catalán, que colabore para mantener la legislatura, y de que el cupo catalán avanza en detrimento de comunidades como Asturias o Extremadura que, diríamos en México, ya no ven lo duro sino lo tupido. Y eso por mencionar sólo algunas de las cosas que pasan por estos días.

En fin, criaturas fantásticas siempre listas para encandilar. Encuentre usted la suya. 

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