El socialismo plurinacional
«Por la visión personalista que tiene Sánchez de la política, el socialismo ha seguido y profundizado en el camino marcado por Zapatero»
Hablando con un amigo extranjero sobre el tema catalán y, por extensión, sobre el problema de la política nacional, su conclusión fue que no entendía nada. Fuerzas de izquierdas mezcladas con el nacionalismo más rancio y excluyente (en cuestión de hispanofobia, Junts compite con la xenófoba Aliança Catalana), partidos de izquierda que son nacionalistas (un oxímoron en toda regla). Un gobierno de España sometido al chantaje de las fuerzas regionalistas centrífugas, un gobierno catalán socialista con formas y acciones nacionalistas… en fin, un enorme lío difícil de comprender.
Para tratar de explicar este rompecabezas patrio en forma de nudo gordiano, le planteé a mi amigo una analogía: la política nacional se podría comparar con un proceso biológico llamado fagocitosis, que ocurre cuando una célula o bacteria envuelve y engulle a otra más pequeña; muchas veces se alimenta de ella, pero también puede darse el caso de que todo o parte del ADN de la fagocitada permanezca en la agresora. Si nos fijamos, el socialismo de Sánchez ha engullido al nacionalismo catalán, ha interiorizado su ADN y está engordando en esa parte del electorado. Esta fagocitación es el capítulo final de lo que llamamos el «prusés», muerte que hasta personajes tan estrambóticos como Toni Comín ya reconocen públicamente.
La cuestión que habría que aclarar, sobre todo si eres un partido de la oposición o formas parte de ese extraño universo de candidatos a salvar la patria, es determinar cuál es el ADN resultante de este neosocialismo, más allá de que pueda incardinarse en los movimientos populistas de lógica iliberal que recorren el globo. Imagino que los más exaltados dirán aquello de que el PSC siempre ha sido un partido nacionalista encubierto, pero eso, más allá del ejercicio de autoexaltación, sirve, en la práctica, de muy poco. Mi tesis es que, en muy pocos años, por la visión esencialista y personalista que tiene Pedro Sánchez de la política, el socialismo ha seguido y profundizado en el camino marcado por José Luis Rodríguez Zapatero.
«La supuesta ‘mayoría plurinacional’ es revanchista, es la concreción política del programa de revisionismo histórico puesto en marcha en los setenta»
Básicamente, estamos ante la demolición de los consensos de la democracia del 78 y la creación de un nuevo modelo de país basado en la revancha y en unos nacionalismos de raíz excluyente y autoritaria. Esa conjunción tiene una vertiente táctica y pragmática —que Pedro Sánchez continúe en el poder— y una raíz cultural que concibe a nuestro país y a nuestra democracia como una especie de entelequia al servicio de naciones preexistentes. Es lo que los socios del gobierno, en boca del ministro Urtasun, denominan la «mayoría plurinacional». Esta supuesta mayoría, como decía, es revanchista, es la concreción política del programa de revisionismo histórico puesto en marcha desde los años setenta y que, gracias al silencio acomplejado de parte de la derecha, ha ganado y se ha impuesto por la simple ausencia de un contrario mínimamente organizado.
Este proyecto plurinacional pasa inexorablemente porque el Partido Socialista y Pedro Sánchez continúen en el poder, pasa por un juego de equilibrios que sustenta la polarización y alimenta el juego de «¡que viene la ultraderecha!». Pasa, de forma aún más inexorable, porque el socialismo logre un feudo de votos y escaños de entidad para alcanzar las siguientes variantes del gobierno Frankenstein. Ese feudo no es otro que Cataluña; Sánchez y sus gurús están apostando por convertir al PSC en lo que fue CiU y el «maragallismo», con lo que saben que podrían soportar incluso una caída de la marca blanca socialista, refiriéndome a Sumar. Y para lograrlo, Salvador Illa, de forma muy inteligente, ha adoptado el ADN del nacionalismo «moderado» y ha recuperado la simbología nacional. Este es un juego estratégico que debería ser considerado por la oposición, asumiendo, entre otras cosas, que el proceso separatista ha acabado, que estamos entrando en un momento de desmontaje constitucional encubierto, que los catalanes quieren mirar al futuro y que existe una «mediana de percepción social» inocua a los planteamientos esencialistas de todo tipo en esa comunidad autónoma.
Para hacer un diagnóstico más certero de lo que está ocurriendo en Cataluña, y que, por peso electoral, afectará al conjunto de la nación, deberíamos responder a la pregunta: ¿cómo es posible que el discurso y las estrategias de Salvador Illa estén dando sus frutos mientras la oposición se conforma con volver a ser la parte periférica de la política catalana? La respuesta es simple y compleja. El relato de Illa está muy pegado al terreno y a la realidad catalana, sus mensajes ya no son confrontativos, intentan ser inclusivos; el tono se aleja de la hipergesticulación característica del periodo «prusesista», despliega unas estrategias utilitaristas basadas en los objetivos, y no hay mayor objetivo que llevar muchos diputados socialistas a las Cortes. Mientras, la oposición sigue con los maximalismos y los esencialismos que solo entienden e interiorizan aquellos más próximos a sus postulados, creando así sus propios techos de cristal.
La respuesta más compleja a la pregunta planteada sería saber qué ha pasado en la sociedad catalana después del proceso separatista, qué consecuencias ha habido en la percepción de la ciudadanía, qué cambios se han dado en el marco mental de la población, qué ha sido de la identidad catalana fuerte que pretendió imponer el nacionalismo ya desde los tiempos de Pujol. Si sabemos esto, se podrán afrontar las lógicas y estrategias necesarias para alcanzar metas políticas. Mi tesis es que, una vez asentado el polvo levantado por estos años «revolucionarios», hemos visto cómo la construcción «top-down» de identidades fuertes con el objetivo de lograr metas políticas hoy en día es algo casi inalcanzable. La identidad se ha convertido en algo dinámico, elástico y multidimensional que ningún aparato gubernamental puede imponer de forma eficiente. El control de la información, la creación de simbologías interiorizadas y objetivadas, la imposición de una «sola cultura», de la mano de una única lengua genuina, todo ello a través de medios de comunicación y un entramado cívico y social, ha sido desbordado por las nuevas formas de comunicación y relación, especialmente entre los jóvenes.
La asimetría entre la imposición identitaria y lo que ofrecen las «ventanas abiertas al mundo», como son las redes sociales (entre otros instrumentos), provocó un rechazo, ya que se visualizaba una gran contradicción entre lo que decían el gobierno y los partidos nacionalistas y la realidad vivida por esas generaciones jóvenes. La eficacia del plan de ingeniería social implantado por Jordi Pujol empezó a decaer a principios de los años 2000. La lejanía del planteamiento nacionalista con esta nueva forma de entender el mundo ya se detectaba durante el «prusés» (encargué un estudio que así lo revelaba allá por 2018), y ha sido una de las claves de su fracaso. Es lo que nos encontramos ahora, una sociedad dual, dividida entre las generaciones predigitales, muy expuestas al Programa 2000 de Pujol, y las digitales nativas, que desbordaron el marco creado por el nacionalismo, preocupadas por cuestiones mucho más pegadas al terreno que por románticas ensoñaciones. Estaríamos ante una identidad abierta, híbrida y múltiple, cuyo peso específico de cada característica está determinado por ese esquema predigital-posdigital (en su forma socializadora).
Esta nueva sociedad, surgida de los rescoldos del proceso separatista, es mucho más compleja de lo que aparenta. Entre otras cosas, está más que vacunada ante los discursos agresivos y excluyentes; quiere y necesita proyectos y relatos de futuro, esperanza y progreso. La dualidad predigital-posdigital se irá mitigando por un mero hecho biológico: interpretar la realidad (te guste más o menos) y actuar sobre ella debería ser el imperativo de cualquier político. Estoy convencido de que estamos ante una gran oportunidad: la fuerza del PSOE en Cataluña es, paradójicamente, su principal debilidad, por ser este el único caladero de votos que le queda para seguir adelante con su programa «plurinacional». Es por ello que la oposición catalana debería bajar al terreno de la nueva realidad «posprusés», volver al pragmatismo utilitarista, trazar las estrategias adecuadas y lanzarse a la conquista de una Cataluña ávida de nuevas formas, nuevas propuestas y nuevos relatos.