La Cataluña que no queremos
«Los catalanes no quieren pagar más impuestos que nadie ni que les prohíban la lengua materna. No quieren separarse de España ni convertirse en otra Andorra»
Es difícil comprender el alma catalana actual. Antes, para prosperar en Cataluña, valía con una fabriquita en Sabadell o Terrassa, esfuerzo y talento en cualquier oficio y algo de sentido común. Pero los tiempos de aquella burguesía que comerciaba y fabricaba, que no aspiraba a ser funcionaria de nada y contrataba trabajadores sin exigirles el C2 en la llamada lengua propia quedan lejos. Hace una década, los buenos catalanes convirtieron la independencia en obligatoria. Y dejaron fuera de juego a más de la mitad de la población. Tras el fracaso del proceso, siguen empeñados en decirnos cómo debemos hablar, vivir y ser.
El cuento que empezaron a contarnos en 2011 se ha acabado, pero los líderes independentistas andan buscando su lugar en el mundo. Los chicos y chicas de Carles Puigdemont (Junts) han decidido organizar un congreso. Mira qué bien. Este mes van a decidir «el país que queremos». Así se llama una de las interesantísimas ponencias. Hay que ganar tiempo. Nadie quiere volver, por ahora, a las urnas, aunque proliferan las encuestas para saber si es mejor ir a elecciones generales ya, el próximo año o el siguiente.
Que los antiguos convergentes ni siquiera estén en el Gobierno de la Generalitat o en el Ayuntamiento de Barcelona no tiene la menor importancia. Esquerra, su principal competidor, se derrumbó en las autonómicas y anda descabezado a la espera de su congreso de noviembre.
Los republicanos de Oriol Junqueras y Marta Rovira parecen no darse cuenta de que están para pocas guerras internas; el enfrentamiento sólo les lleva a ser aún menos relevantes y perder las sillas bien pagadas (más de 200) que mantienen en la Generalitat socialista. El cainismo, decía mi muy catalanista abuelo, está en los genes del viejo partido: «Macià odiaba a Companys; Companys no se fiaba de Tarradellas… Cuidado con ellos». Ahora, el sector de Rovira (que ha vuelto del terrible exilio suizo) intenta cargarse a su exmentor Junqueras.
Mientras, Salvador Illa, el cauteloso, obediente y católico socialista, se ha estrenado con la visita al Papa Francisco, donde abordó «la convivencia en Cataluña». Para santificar su bonhomía ha recibido a todos los honorables anteriores, incluso al Pujol imputado por llevarse la pasta a Andorra (entre otros delitos). No se extrañen si Illa, o mejor aún Sánchez, acaba viajando a Suiza a reunirse con Puigdemont. Por un puñado de votos vale hasta el blanqueo de la sagrada familia.
«Junts se ha convertido en un ‘totum-revolutum’ de personajes de segunda fila, aunque solo hay un líder»
Junts se ha convertido en un totum revolutum de personajes de segunda fila. En el partido de los mil nombres existe un pequeño sector pragmático (el de Jaume Giró, ex directivo de la Caixa) y otro más numeroso y duro (el de Turull, Rull, Borrás…), aunque solo hay un líder. No olviden que el hombre de Waterloo fue el segundo más votado en las autonómicas. Ningunear a los siete fieles legionarios de Junts, esos que ya empiezan a votar contra el PSOE en el Congreso, no es una opción ni catalana ni española.
Ante el panorama y la necesidad, el presidente de nuestro Gobierno plurinacional está dándolo todo para conquistar a la supuesta burguesía catalana, un ente indefinido y poco numeroso que sólo volvió a la escena gracias a las críticas de la madrileña Isabel Ayuso. Las grandes familias, que son cuatro y silenciosas, nunca responden a la provocación por graciosa que sea. En su reciente visita al Círculo de Economía (el lobby más activo de la sociovergencia), Sánchez explicó que su Gobierno va a «relanzar» la región con una nueva financiación muy, muy singular.
A los empresarios, también a la clase media, les parece bien la amabilidad del presidente español, más aún su oferta de mejorar la financiación de Cataluña (no aceptar la pasta sería absurdo). Sin embargo, las sedes no vuelven. El saldo de compañías instaladas en la región también muestra este año datos negativos. En el primer semestre de 2024, período de pactos entre socialistas e independentistas, la salida neta fue de 190 sociedades (495 se fueron y otras 305 se establecieron).
Los aires de grandeza nacionalista, los plurales mayestáticos, ya no cuelan. En Cataluña, crece la ultraderecha anti-inmigración de Aliança Catalana y se refuerza la imposición de una sola lengua donde siempre han convivido dos. No somos nada originales. Lo que sucede en la región se parece a lo acontecido en muchos otros lugares de Europa: los grandes partidos conservadores y socialdemócratas no consiguen entenderse. Ergo, la derecha extrema sube y gana.
«Una cosa es invitar al líder socialista a los premios Godó (nobleza obliga) y otra soportar tasas peores que en otras autonomías»
El empresariado siempre va a saludar calurosamente a quien gobierna, pero una cosa es invitar al líder socialista a los premios Godó (nobleza obliga) y otra soportar tasas peores que en otras autonomías, aceptar leyes de vivienda que acaban con la inversión inmobiliaria o arriesgarse a vivir otro período de exaltación patriótica.
Los catalanes no quieren pagar más impuestos que nadie. No quieren que les prohíban la lengua materna. No quieren que los okupas gocen de más protección que los propietarios. No quieren una TV3 sectaria y cara. No quieren que sea imposible encontrar un alquiler a largo plazo porque nadie se fía. No quieren más oficinas, coches, secretarias y sueldos vitalicios de expresidentes. No quieren que el gasto en Acción Exterior sea 11 veces mayor que el de la Casa Real. No quieren que, entre tanto, sus médicos se marchen al extranjero en busca de un sueldo razonable. No quieren pagar 600 euros por una guardería porque no hay plazas públicas. No quieren separarse de España ni convertirse en la nueva Andorra. Y, sobre todo, no quieren más ruinosas bravatas. Por todo eso, la Cataluña que quieren los catalanes ya no es independentista.