THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Trabajar cuatro días

«¿Por qué no reducir el horario laboral a tres días a la semana? Así los asalariados podrían dedicar el resto a un segundo empleo para llegar a fin de mes»

Opinión
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Trabajar cuatro días

La vicepresidente segunda del Gobierno, Yolanda Díaz. | Ilustración de Alejandra Svriz

En los años de la crisis económica de 2008 el latiguillo que más se oía en torno a los manteles de los restaurantes y en toda circunstancia social era «con la que está cayendo…». Y no hacía falta decir más: quería decirse que la situación económica general era tormentosa y adversa, como todos sabían, y que había un poderoso motivo externo –no hacía falta explicarlo, bastaba con la alusión a la que «estaba cayendo»—de las dificultades por las que uno estaba pasando, sus temores al futuro inmediato o su conformidad con la delicada o mala situación en que se encontraba, situación que podría ser aún peor, teniendo en cuenta la que estaba cayendo.

Algunos, después de exponer sus problemas, angustias y estrecheces, para no dar una impresión de desesperación, remataban diciendo: «Pero bueno. ¡Ahí estamos!» Esto daba fe de que uno se sentía entero y fuerte, con fortaleza de ánimo y voluntad de seguir luchando contra Némesis. No había tirado las armas y abandonado la trinchera. Seguía combatiendo, y con la voluntad alta. ¡Ahí estaba! Determinado a seguir estando.  

Los más optimistas recurrían a otro latiguillo: «Saldremos de esta crisis reforzados». No había evidencia alguna de que fuera a ser así, ninguna prueba de que no se fuera a salir de la crisis hechos una piltrafa, no reforzados sino debilitados y destrozados, pero, bueno, la frase trataba de infundir confianza en que los sacrificios no serían en vano, algo inefable vendría a redimirnos. 

Era la época en que mucha gente se quedaba sin empleo. El escritorio de al lado se quedaba vacío. Las oficinas cerraban o se veían fantasmales. El trabajo se acumulaba en la mesa de los pocos que habían conseguido mantener su empleo. Ibas a ver al jefe, te lamentabas de que no disponías de personal suficiente para cumplir las tareas asignadas a tu equipo o para «entrar en plazo» de cualquier entrega o encargo, y la respuesta que recibías, además de que con la que estaba cayendo era impensable contratar a nadie, era:

-Busca soluciones imaginativas.

«Por más que uno imagine, las soluciones a los problemas prácticos no suelen caer del cielo»

Esto era tanto como encomendarte a la providencia del Altísimo, claro, porque la imaginación no es una facultad del alma que precisamente abunde; y en muchos casos, por más que uno imagine (cosa que supongo que se hace cerrando los ojos y apretando mucho el ceño), las soluciones a los problemas prácticos no suelen caer del cielo, ni se nos ocurren con frecuencia. El latiguillo de «busca soluciones imaginativas», preferiblemente pronunciado por el jefe mientras te daba unas palmaditas consoladoras en el hombro, le servía para salir del paso, pero era tan recurrente que demostraba precisamente no andar muy sobrado de imaginación. 

Tiempos. Frases enternecedoras en su candidez.       

Ahora aquellas cosas ya no se dicen, quizá por demasiado uso, por desgaste. Ahora el que diga «saldremos de esta crisis reforzados» o «busca soluciones imaginativas» se expone a escuchar una risotada sarcástica. Ahora estamos en otra fase.

Si el dicho característico de aquel tiempo pasado era «con la que está cayendo», yo creo que el de ahora es «no me da la vida».

«¡No me da la vida! Tiene resonancias metafísicas. Lo dice todo el mundo, salvo los jubilados»

Se oye por todas partes. Se dice como pretexto para no reunirse con los amigos o parientes, para justificar no haber devuelto una llamada, por un olvido o un plantón, para hacerse perdonar una tarea que se ha resuelto deprisa y corriendo o sea mal, o sencillamente para explicar que está uno excedido, desbordado, achicando vías de agua. ¡No me da la vida! Tiene resonancias metafísicas. Lo dice todo el mundo, salvo los jubilados, que aunque entrados en años van sobrados de tiempo. Quiere decir, claro está, que uno está colapsado entre el trabajo, el transporte, las obligaciones familiares y domésticas, más tareas imprevistas, atascos de tráfico inesperados que te han impedido llegar a tiempo a una reunión. 

-No, no he visto esa película, no voy nunca al cine, es que no me da la vida.

Quizá para remediar la percepción, tan difusa, de que a la gente no le da la vida, ahora el Gobierno quiere reducir el horario laboral de los trabajadores, empezando por los funcionarios, claro, a cuatro días a la semana. ¿Así podrán sobrevivir las empresas? Es dudoso, pero en Gran Bretaña parece que ya algunas lo hacen, y dicen que con resultados positivos para el ánimo del personal e incluso para la productividad. Se me ocurre una pequeña cuestión: si el trabajo que ahora se despacha en cinco días laborables puede realizarse igual o mejor en cuatro, ¿por qué no ser más ambiciosos, por qué no reducir el horario laboral a tres días a la semana? Lunes, martes y miércoles. 

Así, por un lado, se dispararía la productividad –y los beneficios para las empresas- y por otro, los asalariados podrían dedicar el jueves, viernes y sábado a un segundo empleo para obtener un segundo salario, y así llegarían a fin de mes desahogadamente, e incluso podrían ahorrar, invertir, gastar sin tasa, etcétera. Incluso podrían fundar sus propias empresas, en las que, para mayor productividad, sus empleados trabajarían sólo dos días a la semana, pero con intensidad. Cuántas ventajas. Esta idea merecería ser desarrollada con calma, pero no me da la vida.   

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