La izquierda y el estado del malestar
«A veces, muchas, el Estado más social es el que baja impuestos y el que retira regulaciones y trabas, ayudando también a quien contrata, en beneficio directo del trabajador»
Unos y otros, conservadores y liberales, tenemos derecho, perfecto derecho, a utilizar las políticas sociales como reclamo. Faltaría más. Con su deliciosa desmemoria, la gente se pone a debatir sobre la conveniencia de dichas políticas sin reparar en la deuda de siete dígitos, como era de esperar, sino solo para hipnotizar a las multitudes. En toda crisis, como la presente, arrecia la gracia de una buena política social. Y eso que no son siempre políticas de izquierdas, sino que en la tradición española ese Estado paternalista asistencial tendría como principal referente la dictadura. Si nos remontamos a Alemania, Bismarck es a menudo aclamado como el verdadero padre del Estado moderno de bienestar social. Promovió las leyes de seguro de desempleo y enfermedad solamente para frustrar a los perniciosos socialistas que dirigía Bebel. Y es que, aunque lo hayamos olvidado, muchas de las conquistas sociales de las que nuestra izquierda pretende ser monopolista nacen como concesiones de gobernantes de derecha (a veces autoritaria).
Y aquí otra verdad olvidada: no toda política social significa la expansión del Estado a todos los rincones de la vida. Tanto un conservador como un liberal pueden compartir la defensa de las asociaciones y los grupos intermedios, desde la familia, los municipios, las asociaciones culturales o vecinales… hasta el club de entusiastas del podenco. Estas asociaciones generan sociedades sólidas, capaces de prosperar sin la constante intromisión de una Administración elefantística. Obviamente, el estado del bienestar en plan providencia no es eficiente ni beneficia en nada a la causa social. A veces, muchas, el Estado más social es el que baja impuestos (y recauda más precisamente bajándolos, como muestra la curva de Laffer) y el que retira trabas y regulaciones, ayudando también a quien contrata, en beneficio directo del trabajador. El Estado, además, no debe ocupar el lugar de la sociedad, sino muchas veces debería apartarse a un lado.
Los buenos y generosos socialistas que piden más gasto social se olvidan, ay, de que estas políticas sociales se pagan emitiendo una deuda de siete, ya siete, dígitos que tendrán que financiar los jóvenes. Pero aquí no se habla de devolver lo ‘prestao’, aquí cuando entramos en estas crisis el abuelo saca hasta los banderines, ese patriotismo del gasto en diminutivo que alude más bien al qué hay de lo mío y ocurre aquello de que el dinero público no es de nadie y revierte en el que ostenta un privilegio. Los abuelos bien buscan asegurarse con el banderín una sonrisa de amistad en lo venidero y un crucero al día siguiente de las votaciones, con todos los gastos pagados.
«Los buenos y generosos socialistas que piden más gasto social se olvidan, ay, de que estas políticas sociales se pagan emitiendo una deuda de siete, ya siete, dígitos que tendrán que financiar los jóvenes»
La movida nacional que consagra estas cosas desde todas las ideologías viene en multitud, desde los sujetadores beligerantes a los bastones de marfil. No sabría una decirles si estas frivolizaciones del gasto van a favor o en contra de la izquierda o la derecha, pero sí que hemos olvidado estas verdades y, si nadie lo remedia, lo social será más Estado y menos sociedad. De momento, nos quedamos en este reciente descubrimiento de la política social como síntoma español de que la entraña nacional sigue viva, pecadora y alegre. Las cajas fuertes de la superstición y del dinero. Son los engranajes durísimos del oro, la verbena de la Bolsa de billetes donde luce la calderilla plural y plateada de la alegre propina que es España. Y así, poco a poco, es como estamos llegando al estado del malestar.