THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Teoría de Andalucía

«Andalucía ha conseguido existir y perdurar de espaldas a la ética protestante que ha moldeado a la Europa moderna»

Opinión
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Teoría de Andalucía

Bandera de Andalucía. | Agencias

Pasar una larga temporada en un lugar distinto al que uno habitualmente reside es siempre saludable e instructivo, pero si el desplazamiento se hace dentro de España, la experiencia adquiere una significación inesperada. En el extranjero, uno suele distraerse atendiendo a signos lingüísticos y culturales que a menudo absorben toda la atención, obligado a ser turista de un modo programático y adocenado. En el propio país, sin embargo, uno puede relajarse, dejar a un lado los reclamos comerciales más estridentes y apreciar aquello que ha quedado oculto bajo los oropeles de la propaganda y la cháchara política. En el caso de Andalucía, la vivencia es en ese sentido extrema, pues todo lo que suele decirse de esa tierra es a la vez cierto e insuficiente, veraz solo gracias a una impresión superficial que ciega corrientes más profundas.

Como hemos comentado estos días con mi amigo Carlos Mármol, uno de los mejores periodistas de este país y un sevillano que vive rodeado de una cámara de aire irónica con respecto a su lugar natal, el Estado de las autonomías ha tergiversado la historia de España de un modo que al final ha resultado empobrecedor. Los sueños delirantes de las comunidades forales estimularon una conciencia espuria de las distintas identidades regionales que ha terminado por segregar aquello que en realidad solo se entiende a través del vínculo. Del mismo modo que el mito de la «Cataluña milenaria» —una farsa histórica inventada por Pujol— ocultó la riqueza política y cultural de la Corona de Aragón, obligando a su vez a valencianos y baleares a levantar su particular banderita nacional, en el caso de Andalucía, el fervor autonómico forzó un discurso patrio que allí siempre suena impostado e inútil, puesto que una de las muchas virtudes de la cultura andaluza estriba precisamente en su absoluta indiferencia con respecto al ejercicio del poder, algo que paradójicamente la convirtió en una de las más influyentes en todo el mundo. 

«Andalucía ha quedado como el mejor ejemplo de pervivencia pasiva en el caos de la historia»

En su célebre ensayo Teoría de Andalucía (1927), Ortega y Gasset acertó a explicar esa particularidad andaluza comparándola con la vocación bélica de Castilla. Los castellanos —de los que ya decía Josep Pla que había que guardarse porque «nunca han pedido piedad»— habían sido tradicionalmente gente guerrera y conquistadora, nómada. «El guerrero vive en el campo, pero no vive del campo —ni material ni espiritualmente. El campo es, para él, campo de batalla: incendia la cosecha del agricultor pacífico, o bien la requisa para beneficio de sus soldados y bestias beligerantes. El castillo agarrado al otero no es, como la alquería o cortijo, lugar para permanecer, sino, como el nido del águila, punto de partida para la cacería y punto de abrigo para la fatiga. La vida del guerrero no es permanente, sino móvil, andariega, inquieta por esencia».

Andalucía, en cambio, como la antigua China con sus vecinos, se había dejado dominar «por todos los violentos mediterráneos», sin apenas resistencia, seduciendo con su encanto al invasor. «El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio de la cultura». Para Ortega, el andaluz vive compenetrado con su tierra de un modo absoluto, una forma de vida alegre y sensual que a veces se confunde con la holgazanería y que en realidad es «el sentido y el aire que adopta su trabajo, un trabajo inspirado por la pereza y dirigido hacia ella». El matiz contrasta con «la forma petulante, ostensiva, desmesurada, que suele tomar el trabajo en los pueblos que hacen de él su ideal». Andalucía ha conseguido existir y perdurar de espaldas a la ética protestante que ha moldeado a la Europa moderna. Ortega concluía al respecto con una observación exacta: «Después de todo, como decía Schlegel, es la pereza el postrer residuo que nos queda del Paraíso, y Andalucía, el único pueblo de Occidente que permanece fiel a un ideal paradisíaco de la vida».

Casi 100 años después, las reflexiones del filósofo nos ayudan a pensar Andalucía no como el artificio autonómico obligado a competir con otras falacias, sino como aquella Castilla la Novísima que surgió de la reconquista y que antecedió al descubrimiento de América. Solo se llega a entender de verdad el intenso y subrepticio influjo de la cultura andaluza cuando uno viaja por Latinoamérica y descubre retazos de Sevilla, por ejemplo, en la rotulación de las calles en San Juan de Puerto Rico, en el barroco de las fabulosas iglesias de Puebla en México —o en tantas otras ciudades del continente—, en la riqueza fonética de las distintas hablas, en las plazas de toros, en la música popular que se ha ido retroalimentando en las dos orillas, de Cádiz a La Habana, del Puerto de Santa María a Caracas, de Triana a Buenos Aires. Como dice el musicólogo Faustino Núñez, la guitarra es el gran regalo que España le ha hecho al mundo, un piano portátil. Y gracias a Cádiz y Sevilla, entendidas como las dos principales provincias indianas, América fecunda toda la música europea, incluidos Händel y Bach.

¿Alguien se imagina lo que sería ese patrimonio en manos de quienes están todo el día dando la brasa con sus hechos diferenciales y sus agravios históricos? En cambio, a los andaluces nunca se les oye hablar con orgullo, altanería o sentido de la propiedad de todo eso. «Es la ausencia de frustración», como apunta Carlos Mármol. Al ser la suya una cultura que ha bebido de todas las conquistas y que a su vez se ha extendido gracias a ellas, pero sin participar voluntariamente del dominio, Andalucía ha quedado como el mejor ejemplo de pervivencia pasiva en el caos de la historia, salvándose así de ese pesado complejo de inferioridad característico de los nacionalistas que como niños quieren ganar en el tablero de las ficciones aquello que en el campo de batalla es una y otra vez derrota. 

Quizá eso explique que la cultura andaluza sea eminentemente lírica y plástica, más que épica, narrativa o reflexiva. La construcción de relatos y argumentos es propia de pueblos obsesionados con el destino, mientras que Andalucía es el epítome de la efusión del carácter. Como escribió Chaves Nogales, la esencia del cante hondo es «la ausencia de reflexión». No se piensa en la muerte, que siempre anda escondida y ahuyentada. Por ello, cuando aquella irrumpe, no queda más remedio que gritar con esa alegría negra propia del flamenco. «Cuanto no se ha reflexionado en un año, se siente como tragedia en una hora».

Decía también Chaves Nogales que en Sevilla nadie aprende a morir porque nadie ha envejecido y que por eso la muerte es en su ciudad «un asesinato». Esa Sevilla que «siempre es bella porque siempre es nueva», caleidoscópica como ninguna, constituye el vértice desde el que la óptica de Europa y aun de Occidente se ilumina a través del cristianismo. Si Cádiz recuerda a Fenicia, Córdoba, por su senequismo, lleva la marca de Roma y Granada se formó entre manos musulmanas, Sevilla es esencialmente cristiana, pero de un cristianismo, además, alejado de las rutinas del poder eclesiástico, profesado por la gente a la vuelta de cada esquina con su particular sincretismo mariano. Ahí está la capilla de San Onofre, abierta todo el día y toda la noche, en adoración eucarística perpetua. Por eso, al visitante foráneo, Sevilla se le aparece como la última ciudad encantada de Europa, atenta aún al misterio que la razón ha desterrado, pero también a salvo del nihilismo implícito en la propia escatología cristiana. Toda la felicidad que esta promete en el más allá, se encuentra aquí, sin mediaciones, en un más acá lleno de hospitalidad, cordialidad y alegría. 

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