Verdades y mentiras
«Es obligación de los medios seguir ejerciendo la crítica para controlar a los poderes públicos. Esta forma de control es esencial en toda democracia»
A raíz de la primera Carta a los ciudadanos del presidente del Gobierno Pedro Sánchez, publicada inmediatamente después del inicio de la investigación judicial a la que fue sometida su esposa, se ha debatido en los medios de comunicación la licitud de las informaciones que no se corresponden con la realidad de los hechos.
La confusión sobre el derecho a la libertad de expresión es en estos momentos enorme, más todavía cuando recientemente el Gobierno ha aprobado un Plan de acción por la democracia, detallando 31 medidas a desarrollar dentro de esta legislatura.
Estas medidas son de diversa naturaleza y alcance. Algunas no hacen ninguna falta porque ya están reguladas; otras son inútiles porque forman parte del reglamento aprobado en mayo por la Unión Europea y estarán vigentes en nuestro derecho interno en cuanto entren en vigor, lo más tarde en agosto de 2025; y, finalmente, unas terceras son oportunas porque llenan algún vacío en el ordenamiento español. Por tanto, es un plan de acción aceptable si no fuera por la intención que trasluce dado el contexto en el que han sido anunciadas.
Y esta intención está clara: infundir miedo a los medios de comunicación, a las empresas, los periodistas y los colaboradores de opinión. A su vez, dicho plan también pretende desprestigiar y sembrar desconfianza respecto a determinados medios, especialmente los digitales, a los que incluso los ministros y su presidente denominan pseudomedios o cosas peores.
No se trata de establecer la censura a tan indeterminados medios -prohibida expresamente en la Constitución-, sino incitar a la autocensura, a que estos medios y quienes en ellos trabajan limiten su ámbito de libertad por miedo a represalias y sanciones, directas e indirectas, por parte del poder político.
«La libertad de expresión es condición básica para que exista la democracia»
Ahora bien, estas formas sutiles de intimidación tienen, a mi modo de ver, escaso recorrido siempre que los controles jurisdiccionales actúen con independencia, es decir, sometidos únicamente a la Ley y al Derecho sin dejarse influir por ningún otro poder.
¿Por qué no hay que tener miedo a esta injerencia del Ejecutivo y el Legislativo en el ejercicio de la libertad de expresión? La respuesta es clara: porque en defensa de esta libertad hay una doctrina clara y contundente, muy consolidada, que considera que no se trata de un derecho subjetivo cualquiera, sino que va mucho más allá: el libre ejercicio de este derecho es condición básica para que exista la democracia, la democracia tal como se entiende en las naciones de nuestro entorno cultural.
A diferencia de otras libertades, si ese derecho a la libertad de expresión no se respeta, desaparece, pues, la democracia. Por esta razón, los tribunales del más alto nivel han considerado que debe darse preferencia al ejercicio de la libertad de expresión frente a las demás libertades y derechos.
Esta doctrina tuvo sus balbuceos iniciales en EEUU durante los años veinte del siglo pasado. En el voto particular a una sentencia del Tribunal Supremo, el famoso juez Holmes -voto al que se adhirió el también famoso juez Brandeis- expresó que «la mejor manera de expresar el bien último es a través del libre intercambio de ideas». Santiago Muñoz Machado, que ha estudiado en profundidad esta materia, concluye que las ideas de Holmes y Brandeis son «un alegato en favor del debate, que implica la liberación de cualquier traba a la libertad y un veto absoluto a la imposición del valor de una idea por encima de las demás». Así pues, la libertad de expresión no es un mero derecho subjetivo individual, sino un elemento básico de todo sistema democrático. Sin la libertad de expresión plena no hay verdadera democracia.
«El temor excesivo a una sanción podría llegar a ser un freno que limite indebidamente el ejercicio de la libertad de prensa»
Un paso todavía más importante, hasta ahora quizás el más influyente y decisivo, se expuso en la sentencia del Tribunal Supremo de EE UU New York v. Sullivan (1964), de la que fue ponente el juez Brenan.
Esta nueva interpretación de la libertad de expresión consideró que algún error en un texto publicado resulta ineludible por las mismas características del periodismo y, en consecuencia, el temor excesivo a una sanción podría llegar a ser un freno que limite indebidamente el ejercicio de la libertad de prensa. Además, sostiene la sentencia, en asuntos públicos el debate debe ser «desinhibido, robusto y ampliamente abierto» en el que resulta lícito incluir ataques al Gobierno o a los políticos y funcionarios en términos vehementes y, a veces, desagradables. Todo esto, por supuesto, en cuanto a las opiniones, siempre subjetivas.
En cuanto a las informaciones, es decir, los hechos y datos objetivos, tienen el límite de la veracidad, pero el concepto de verdad adquiere un significado especial. En efecto, la verdad, o veracidad, no significa que aquello que se expresa en un medio de comunicación se ajusta exactamente a la realidad, sino que el autor de la noticia debe comportarse al tratar de averiguarla con la diligencia propia de un buen profesional.
Si no es así, el periodista vulnera la libertad de expresión, pero si, por el contrario, ha mostrado en su trabajo periodístico una actitud propia de un buen profesional, si ha puesto todo su empeño en que la noticia se corresponda con la realidad, aunque esta noticia sea errónea, no se le puede culpar de vulnerar la libertad de expresión porque si así se hiciera esta libertad quedaría tan limitada que los informadores no podrían contribuir debidamente a la formación de la opinión pública libre y, sin ella, dejaría de existir la democracia misma. Ya sabemos que la libertad de expresión no es sólo el derecho subjetivo de una persona, pongamos un periodista, sino un elemento estructural básico de toda democracia.
«El artículo 20 de nuestra Constitución, que regula la libertad de expresión, da a ésta el mismo sentido que en EEUU y Europa»
Esta doctrina norteamericana fue incorporada a la jurisprudencia constitucional española de forma definitiva a fines de los años ochenta, con precedentes significativos anteriores. Especialmente, se consagró en la STC 6/1988, ponente Díez-Picazo, y se completó en la STC 105/1990, ponente López Guerra.
A este giro jurisprudencial contribuyó poderosamente la doctrina jurídica: Santiago Muñoz Machado, Libertad de prensa y procesos por difamación (1988) y Pablo Salvador (coord.), El mercado de las ideas. Hoy sigue siendo aceptada y además, reforzada por el precedente que estableció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), en la sentencia Lingens de 1986, hoy plenamente consolidado. Así pues, el art. 20 de nuestra Constitución, que regula la libertad de expresión, interpretado por el Tribunal Constitucional, da a esta libertad el mismo sentido que la jurisprudencia norteamericana y europea.
Con toda esta larga, aunque he procurado que fuera lo más concisa y rigurosa posible, pretendo sostener que por más empeño que ponga el Gobierno en limitar la libertad de expresión, hoy le resultará muy difícil porque debería enfrentarse no sólo a la legislación y jurisprudencia española sino a la europea y norteamericana. Es decir, debería contradecir el derecho constitucional de los países de cultura política similar a la nuestra.
Por tanto, no hay razones para el miedo, hay que seguir informando y opinando con libertad únicamente bajo el control judicial como hasta ahora. Es más, es obligación de los medios seguir ejerciendo la crítica para controlar a los poderes públicos. Esta forma de control, junto a otros varios, es esencial en toda democracia. Sólo si dejaran de actuar los órganos de control al poder, si desapareciera la separación de poderes -como ha sucedido en Venezuela, como empieza a suceder en México- habría razones para el pesimismo. Mientras subsista una opinión pública libre que controle al poder político, la democracia, que siempre está en riesgo, no corre inmediato peligro.