THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Él

«Pedro Sánchez ha dado un paso más en la línea del fundador del fascismo: afirmarse como protagonista único de la vida política española»

Opinión
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Él

Ilustración de Alejandra Svriz

Desde hace un siglo, las crisis de las democracias tienen por rasgo común una personalización de la política, siendo la observación válida tanto para los fascismos, como para los regímenes autoritarios y los populismos. El vacío en la participación de los ciudadanos es cubierto por el liderazgo de un personaje que se cuida de construir la imagen de su propia superioridad y de imponer los cambios institucionales destinados a consolidar su dominio. En el primer aspecto, siempre la excepcionalidad de esa forma de poder se traduce en una designación diferencial, refrendada por ley o simplemente asumida por todos. Es así como Franco viene reconocido como Caudillo, Hitler como Führer, Fidel Castro como Comandante, o Stalin simplemente, como Jefe (vozhd).

En este carrusel de títulos de honor, Mussolini ocupa una posición singular, estrechamente ligada al énfasis que él mismo pone en la presentación de su liderazgo. Siendo el primer personaje de hecho en el Estado, asume el título sobradamente conocido de Duce. Pero va más allá. No solo manda en el Estado, sino que ejerce su protagonismo en todos los aspectos de la vida nacional. Es por supuesto el supermacho itálico, según acepta admirada su amante Chiara Petacci, también el gran deportista, el tractorista ejemplar, el mediador con la divinidad («Dios nos da el pan, y el Duce nos lo reparte»), el director de orquesta capaz de tocar todos los instrumentos, según una canción satírica que burló la censura. Es Lui, Él, no solo «egli», «él». Con el paso del tiempo, tal identidad se ha desvanecido, pero mientras duró el fascismo, era el rasgo distintivo, asumido por todos, de la superioridad y de la omnipresencia asumidas por el dictador italiano.

Con las actualizaciones imprescindibles, no hay otro remedio que acudir a ese modelo para explicar la personalidad de nuestro actual presidente. En los términos del análisis político, hemos asistido a la deriva de un gobernante democrático hacia la dictadura, al imponer su decisionismo a la división de poderes y a la democracia representativa, abriendo además con la ley de Amnistía y el acuerdo de «soberanía fiscal» para Cataluña una brecha irreparable en el orden constitucional. No es poco, pero Pedro Sánchez ha dado un paso más en la línea del fundador del fascismo: afirmarse como protagonista único de la vida política española, dispuesto en todo momento a ocupar con exclusividad la escena. Trátese de la amnistía, de la inmigración, de Venezuela, de su maldito embrollo familiar, nuestro hombre siempre está ahí, dictando la ley, la interpretación justa, la mentira que debe ser tomada por verdad, la inevitable condena de la oposición.

Paradójicamente, en muchas ocasiones, interviene por medio de una deliberada ausencia, en las votaciones ya resueltas, como la rectificación del sí es sí, rehuyendo el pacto con el PP o su pasado error. Cuando la decisión se ha asentado, cede el espacio al coro de papagayos. Sus palabras son repetidas mecánicamente como una jaculatoria por Bolaños, Montero, Alegría, Puente, ahora el recién llegado Óscar López, pero sin borrar nunca el protagonismo asignado a su imagen de líder omnipresente.

Otros gobernantes autoritarios han tenido y tienen esa vocación de monopolizar el espacio público, desde los dictadores clásicos a Hugo Chávez, López Obrador, etc. En la Rumania comunista, bajo Nicolae Ceaucescu, los telediarios eran llamados popularmente «las aventuras de Nicu». Pero el personaje era él mismo, actuando en diferentes lugares. En el caso de Pedro Sánchez, como en el de su precursor italiano, tenemos en cambio una representación permanente, con constantes adaptaciones en los gestos, el encuadre, el decorado, el color de la corbata, siempre perfectamente estudiados con el propósito de imponer su primacía en cada situación, lo cual requiere un fondo de continuidad en el color, sobre un intenso azul. Signo de determinación y esperanza inducida.

«El éxito de Sánchez como actor político no excluye que el espectador tenga la sensación de encontrarse ante una máscara»

El éxito de Pedro Sánchez como actor político se ve además favorecido por esa apostura que Almodóvar ha puesto de relieve al calificarle de Mr. Handsome y cuya eficacia se aprecia en los juegos de miradas con figuras de la política internacional como Ursula von der Leyen. Ahora bien, eso no excluye que casi siempre el espectador tenga la sensación de encontrarse ante una máscara, ante un figurín humano multiuso, un actor de carácter estereotipado, solo que a veces incapaz de encubrir los sentimientos de odio frente a un contradictor, y no ante un político cuya expresión y cuyo atractivo reflejan la hondura de su pensamiento. La antítesis de Sánchez sería en este sentido Jorge Semprún.

A pesar de todo, hay episodios en que su representación bordea la obra maestra. Tal es caso de su difícil respuesta al fraude electoral del dictador Maduro, teniendo que aparentar lealtad a la actitud condenatoria de la UE, cuya inclinación a sanciones por el fraude se propone parar (con éxito), dados los vínculos existentes con el tirano vía Zapatero. Lo esencial de su actuación fue secreto, pero tuvo que dar la cara al quitarle a Maduro de en medio al candidato vencedor. Y es aquí donde su relato alcanzó el virtuosismo, con el paseo por el jardín, sin entrar en el palacio y la foto en que Sánchez miraba condescendiente desde arriba a González Urrutia, imagen viva de la derrota, contrastando con la recepción de jefe de Estado verdadero, otorgada en Moncloa a Mahmud Abbas por las mismas fechas. Los dos destinatarios de la exhibición de Sánchez, la opinión progresista y Maduro, se veían satisfechos. Lástima que quedase el cabo suelto de las imágenes de los esbirros del tirano coaccionando a Urrutia en el recinto diplomático español, sugeridoras de que entre Pedro Sánchez y aquella dictadura había algo más que pragmatismo y generosidad. 

La fuerza del personaje reside precisamente en su vacío político, más allá de su ansia de poder y de la consiguiente pretensión de ver reconocida una permanente apoteosis. Tampoco es que Mussolini estuviese sobrado de ideas: el patrón de su Estado totalitario es el soviético de Lenin. En cuanto a Sánchez, no es que sea próximo a ETA ni a Bildu, para favorecer a Txapote y demás killers, y, en otro sentido, como es bien visible, la causa democrática en Venezuela no le interesa lo más mínimo. Menos aun la justicia que puede tirarle de su pedestal. Los contenidos morales y políticos le son indiferentes. Solo cuenta su condición excepcional de Presidente, a quien es preciso reconocer, piensa, una capacidad ilimitada de acierto en sus decisiones, siempre guiadas por el ideal de Progreso y por su voluntad incansable de vencer a la Ultraderecha. Por ser Él que es.

Todo resulta bien sencillo de cara a la opinión, convocada siempre mediante un LPS, el lenguaje de palo fabricado exclusivamente al servicio de Pedro Sánchez, a efectos de asentir, movilizarse, y nunca reflexionar. Su clientela política, el PSOE en especial, se convierte así en la hinchada de un equipo de fútbol, el suyo personal, cerrado a todo mensaje exterior. No solo decide, sino que de Él emana una realidad propia, un relato propio suyo que la sociedad debe asumir, por encima de cuanto efectivamente sucede o ha sucedido. La ley de Amnistía es el mejor ejemplo. Aunque cuenta con un ejército de asesores, se presenta siempre solo, nunca en diálogo con un ministro o colaborador. Todo cuanto sucede le es debido. El escenario político tiene un único ocupante: Él.

«Toda crítica resulta de antemano desautorizada en cuanto ofensa a su sagrada presidencia»

Dado que Sánchez es un discípulo de Pablo Iglesias al concebir la política como disputa, a modo de enfrentamiento interminable con el enemigo, esa exaltación de sí mismo como presidente le proporciona una gran ventaja. Toda crítica resulta de antemano desautorizada en cuanto ofensa a su sagrada presidencia, destructiva del Progreso, instrumento del Mal, bulo al servicio de la ultraderecha. Está protegido por un blindaje en apariencia invulnerable.

Existen, sin embargo, dos puntos débiles, enlazados entre sí. El primero es la concepción patrimonial de su poder, especie de señorío adscrito a la figura de Presidente: lo refleja la torpe y brutal reacción a la amenaza de encausamiento de su mujer. Si un jefe de gobierno pone el aparato jurídico del Estado en guerra contra un juez por un asunto privado, éste acaba volviéndose como un bumerán contra su abuso de la prerrogativa presidencial. Esperémoslo. El segundo es que ese poder excepcional, autodefinido como inviolable, proyecta necesariamente una expectativa de impunidad sobre sus propias acciones y las de su entorno inmediato. Si en la terrible crisis del covid, resuelta al fin por las vacunas y la mutación vírica, el tándem Sánchez-Iglesias jugó desde el primer momento a ocultar la realidad con su propio relato, borrando intervenciones optimistas de Simón en los primeros días, silenciando el 8-M e inventándose expertos que no existieron, resultó lógico que bribones próximos al gobierno pusieran en marcha el rentable y criminal fraude de las mascarillas.

De ahí nace la trama Koldo (trama Ábalos) que acaba desembocando en negocios mucho más consistentes, portadores aun de mayores beneficios económicos, y de todavía mayor miseria política, en torno a Venezuela y al Delcygate. Es un destino habitual en las autocracias, las cuales, por el sentimiento de impunidad reinante en el primer círculo del poder, acaban convirtiéndose en organizaciones gansteriles de Estado. Todavía hoy, de mantenerse la autonomía judicial, pueden ser descubiertas en nuestro país, atendiendo a la máxima de que por la boca muere el pez.

«El PSOE debiera reflexionar sobre qué puede quedar de la socialdemocracia, de la izquierda, si todo sigue como ahora»

Si las cosas siguen este curso y es repuesta la normalidad democrática, resulta irrelevante la suerte de Él. No importa que vuelva a la nada política, de donde salió. El problema es otro. «Hay que cambiar», como al abrirse la Transición. Y al PP toca la iniciativa política, algo difícil dada su ausencia total de imaginación. También, pensando en el inminente congreso, el PSOE debiera reflexionar sobre qué puede quedar de la socialdemocracia, de la izquierda y de la propia vida política del país, si todo sigue como ahora. Antes de que resulte demasiado tarde, bien por un cambio traumático o por la consolidación de una dictadura corrupta, es la hora de un relevo, que sin duda Él tratará de impedir, teniendo demasiadas probabilidades de lograrlo. Eso, si hay tiempo.

El diario oficial busca la escapatoria, definiendo a Ábalos como «el agujero negro del sanchismo», con protestas del presidente advirtiendo que la hora de la justicia ha llegado. Tiene la ocasión y los medios para probarlo. Con los datos disponibles solo cabe pensar que la corrupción es Él.  

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