Aristóteles y por qué procrastinas tanto
«¿Qué sentido tiene dejar para más tarde lo que, de todos modos, tenemos que hacer? ¿Cómo es que nos la jugamos así contra nuestro propio beneficio?»
Antes de ponerme a redactar este artículo dediqué un buen rato a hacer la colada. No resultaba, en verdad, imprescindible: mi cesto de ropa sucia estaba aún a medias. Pero un impulso irresistible me guió.
Luego decidí colocar unas cuantas velas aromáticas para ambientarme, siendo así que el proceso me llevó un buen rato: las velas nunca estaban a la distancia suficiente entre sí, ni respecto a mí, para resultar del todo inspiradoras. Al cabo de 15 minutos (¿o fueron 20?) creo que lo conseguí.
Una vez hube finalizado tal tarea, recordé que hacía una hora que no revisaba las notificaciones de mi teléfono. Quién sabe, quizá tenía un correo desde la Universidad de Oxford instándome a aceptar una conferencia allá enseguida; o quizá me había mensajeado por Instagram algún amigo que suplicaba de mi ayuda urgente. Revisé, exhaustivo, una a una, meticuloso, mis redes. Incluido Tumblr, cuya cuenta abrí hará 15 años y donde luego, la verdad, no he vuelto mucho a entrar (por lo que comprobé, parece que no soy el único al que ha afectado tal dejadez allí).
Entre pitos y flautas, la verdad es que la hora de entrega de este artículo se me echaba encima. Y aún no había decidido siquiera qué tema abordar. ¿La rampante corrupción del PSOE? Importante, pero me sonaba a elucubrar sobre lo luminosa que es la luz o lo oscuro que es el color negro. ¿Los políticos que, cuando dejan de tener poder, se enfadan mucho? Apasionante, pero ya Shakespeare escribió deliciosas obras sobre ello (mi favorita es Ricardo III). ¿Las últimas palabras polémicas del Papa? Estimulante, pero seguro que con solo esperarme algunos días, nuevas palabras y nuevas polémicas pontificias vendrán a reemplazar las ahora candentes.
Al final me decidí a escribir sobre la procrastinación. Esa actitud rara que nos lleva a perder el tiempo en mil y una cosas antes de cumplir con lo que nos es debido. Imagino que el amable lector entenderá mis motivos para ello —si bien espero que no los comprenda tanto como para procrastinar, a su vez, la lectura de este artículo; aguante conmigo un rato más, le ruego—.
«¿Qué sentido tiene dejar para más tarde lo que, de todos modos, tenemos que hacer?»
De modo que, en estos momentos, acabo de recolocar en ubicaciones aún más inspiradoras las velas aromáticas de mi salón; me he acercado a comprobar si ya estaba seca la ropa tendida (no lo estaba); y, tras una mirada rápida a mi buzón de correo (lástima, aún no contiene oferta urgente alguna desde Oxford), me dispongo a escribir sobre por qué procrastinamos tanto los humanos. ¿Qué sentido tiene dejar para más tarde lo que, de todos modos, tenemos que hacer? ¿Por qué no hacer ya lo que nos vendría muy bien hacer ya? ¿Cómo es que nos la jugamos así contra nuestro propio beneficio?
Los filósofos gozamos de una gran ventaja: sabemos que, si una pregunta merece la pena abordarse, seguro que ya la ha abordado alguien en esa larga conversación que llamamos filosofía. Y que se desenvuelve desde hace nada menos que 2.600 años. La desventaja adjunta, claro, es que a menudo se habrán dicho numerosísimas cosas. Vita brevis, ars vero longa, escribió Hipócrates. ¿Cómo entrar en esa larga charla de la filosofía toda, que parece inabarcable?
Mi consejo es hacer igual que cuando uno, en una fiesta, no conoce a nadie, pero aborrece la idea de quedarse solo en un rincón, bebiendo ponche. Mi consejo es acercarte en primer lugar a aquel individuo que te caiga bien, tenga pinta de dicharachero y parezca conocer a muchos otros fiesteros. Un buen candidato para esos menesteres es Aristóteles, si sobre la fiesta de la filosofía universal hablamos. Aristóteles dijo muchas cosas, conocía bien a todo autor relevante que le antecedía y resulta ser bastante popular, a su vez, por los que se han venido sucediendo tras él.
Así que parece acertado aproximarse a este antiguo maestro de Alejandro Magno y escuchar qué ha de decirnos sobre nuestro afán presente. Incluso discutírselo un poco. ¿Qué pistas nos dio Aristóteles sobre esa manía que tenemos de andar procrastinando vez tras vez?
«Estamos ante lo que en términos técnicos llamamos ‘akrasía’; palabra que comparte raíz, por cierto, con democracia»
La verdad es que ofreció hasta tres hipótesis para explicarlo. Se paró a pensar incluso en aquellos casos en que procrastinamos tanto, tanto, que acabamos por no hacer en absoluto lo que, en teoría, deseábamos hacer. «Quiero adelgazar, pero no paro de comer dulces»; «me he apuntado al gimnasio, pero no encuentro rato alguno para ir»; «anhelo que España vaya bien, pero como soy de izquierdas no dejo de votar al PSOE»; etcétera (a la filosofía a menudo se le acusa de alejarse de las preocupaciones cotidianas de la gente; con estos ejemplos espero haber mostrado que no es ese el caso aquí).
Estamos ante lo que en términos técnicos llamamos akrasía; palabra que comparte raíz, por cierto, con democracia (a veces parece que, al tirar de un hilo griego cualquiera, acabará por salirte todo lo demás).
Y bien, la primera explicación que barajó Aristóteles para explicar la akrasía es que dentro de cada uno de nosotros hay una fuerza irracional, una especie de pasión incontrolable, que nos empuja, a menudo, hacia donde no queremos.
Esa pasión me arrastra hasta esa caja de bombones, aunque sé que devorarlos todos dañará mi salud; arrastra a los votantes del PSOE hasta la urna, aunque muchos sepan de sobra las fechorías de tal partido; y me arrastró a mí hace un rato hasta la lavadora o las velitas olorosas, aunque sabía de sobra que mi obligación consistía en escribir este artículo. Dentro de nosotros habitan esas fuerzas indómitas. Y menos mal que estas me lanzaron a encender velas con olor a vainilla en vez de, qué sé yo, ponerme a arrojar billetes por la ventana de casa, cosa que habría dañado mucho más mis intereses (aunque no tanto como votar al PSOE).
«Pongamos, nos sugiere el filósofo de Estagira, que lo que nos ocurre es que no tenemos nunca del todo claro lo que queremos»
¿Basta esta explicación, apoyada en ímpetus incontrolables, para explicarlo todo? Lo cierto es Aristóteles ofrece una segunda opción, en cierto modo contraria, para el mismo fenómeno: apuntó a nuestro escepticismo, a cierta apatía general.
Pongamos, nos sugiere el filósofo de Estagira, que lo que nos ocurre es que no tenemos nunca del todo claro lo que queremos. Por eso, en un rato me digo que quiero escribir este artículo, al rato siguiente que quiero lavar la ropa. En un momento dado me digo que quiero bajar de peso, al momento siguiente que quiero saborear esa tarta al merengue. La donna è mobile qual piuma al vento (la mujer es cambiante, como una pluma al viento), se canta en el Rigoletto de Verdi; que optimista fue este italiano, nos aduciría Aristóteles, pues en realidad tanto varones como féminas somos igual de (y tremendamente) inconstantes.
Y por eso también, después de zamparnos la susodicha tarta o de que se me haga tarde con el artículo, nos viene el arrepentimiento: que es el nombre que damos a volver a cambiar de opinión, como plumas al viento, una vez más. ¿Ahora ya no querrías haberte atiborrado de azúcares o haber votado al PSOE? Pues lo siento, es tarde, y esa diabetes o esa debacle nacional están al caer.
Furores indómitos o volubles voluntades: ¿bastan estas dos explicaciones para comprender por qué procrastinamos tanto? ¿A veces nos arrastran a la deriva corrientes marinas indomeñables? ¿Otras veces bastan pequeñas brisas para agitarnos de un lado a otro, porque somos demasiado débiles para empuñar nuestro timón? Es posible. Y, sin embargo, creo que la tercera explicación que nos ofrece Aristóteles es la que más iluminadora puede resultarnos. Porque no solo ayuda a entender por qué procrastinamos. Nos ayuda también a entender la más profunda de nuestras desazones.
«Imaginemos, propone Aristóteles, que en realidad no me creo que hacer lo que tengo que hacer vaya a ser bueno para mí»
Imaginemos, propone Aristóteles, que en realidad no me creo que hacer lo que tengo que hacer vaya a ser bueno para mí. Por ejemplo, pongamos que no me creo de veras que abstenerme de engullir un kilo de helado vaya a resultarme benéfico. O, mejor dicho, no me creo del todo que abstenerme justo ahora, ante ese helado de stracciatella con tan buena pinta, vaya a repercutir de veras en mi salud y la de mi páncreas («¡es solo un desliz momentáneo, no puede perjudicarme tanto caer en ello!»). Si así ocurriera, entonces bien se entiende que ese bote de helado enterito desaparezca en mi estómago al rato.
En el caso de la procrastinación, la explicación sería semejante: si he tardado un montón en ponerme a escribir este artículo, era porque en realidad no me creía del todo que tuviera la obligación de escribirlo. Si dejo de un día para otro, y luego para otro día más, lo de acudir al gimnasio, es porque en realidad no me creo que estar en forma vaya a beneficiarme. Si tardo un buen rato en acostarme por la noche es porque, a fin de cuentas, no me creo del todo que eso vaya a dotarme de mayor energía el día después.
El amable lector habrá observado, sin embargo, que por esta vía acabamos presentando un ser humano mucho más irracional que mediante las dos anteriores. Una cosa es que nos arrebaten pasiones incorregibles; otra cosa es que seamos volubles como una pluma. Pero que lleguemos a negarnos a nosotros mismos cosas evidentes supone una capacidad de autoengaño espeluznante. ¿Cómo puedo ser tan tonto como para persuadirme de que implarme de helado no me dañará? ¿Cómo he llegado a convencerme de que no tenía que escribir lo que sí que me había comprometido a escribir? ¿Cómo he logrado demostrarme que la falta de agilidad física o sueño reparador sean minucias a ignorar?
Aristóteles no alcanza a explicar del todo estas insensateces; él ya hace bastante con señalarlas. Pero nosotros sí podemos acudir a otras fuentes para dilucidarlas. Ya hemos dicho que, en la conversación milenaria de la filosofía, hay muchas voces por escuchar. Acudamos ahora a otro corrillo: el de los pensadores cristianos, por ejemplo. Pero atendamos también a corrillos lejanos a ese: el de Baruch Spinoza, el de Friedrich Nietzsche, el de Erich Fromm. Hay incluso retazos de otras charlas aristotélicas (sobre el amor propio) que nos podrán servir.
«Una verdad sorprendente: seguramente, no te amas tanto a ti mismo como crees amarte»
En todas esas charlas cabe escuchar una verdad sorprendente: que, seguramente, no te amas tanto a ti mismo como crees amarte. Es cierto que institutrices rigoristas, curas malhumorados y políticos autoritarios te insisten todos en lo mismo: que tienes demasiado «amor propio», que a ver si te quieres a ti mismo un poco menos, que hagas más caso a las disciplinas que ellos te quieren imponer.
Pero se equivocan.
Si te quisieras mucho, de verdad, no te tragarías todas esas mentiras sobre ti mismo que Aristóteles nos ha explicado que te tragas. No procrastinarías tanto, lo cual solo te va a traer problemas. No harías tantas cosas que te son perjudiciales, y que haces sin una aparente razón. Harías más ejercicio, comerías más sano, votarías menos políticos ridículos, perderías menos el tiempo. Te tratas a ti mismo como tratarías a una persona que no apreciaras mucho; así que la conclusión es fácil: tampoco te aprecias demasiado a ti.
«Retrasar tus tareas no hará (casi nunca) que se realicen solitas»
Y me dirás que vaya cosa curiosa: que te había propuesto leer sobre la procrastinación, y que hemos acabado revelando una verdad un tanto fea que habita en lo más hondo de tu espíritu. Pensarás, quizá, incluso que habrías hecho bien en retrasar la lectura de este texto, que tú no venías a esto, que vaya plan.
Pero todo eso no serán sino pruebas del mismo mal que aquí estamos abordando. Porque, si de veras te quisieras, no te molestaría descubrir verdades feas, pero que podrán serte bien útiles. Que el exceso de azúcar siempre te será dañino. Que retrasar tus tareas no hará (casi nunca) que se realicen solitas. Y que, a menudo, eres tú quien más boicotea tu propia vida.
Lo cual acarrea una ventaja: te tienes a ti mismo cerca. Así que arregla contigo las cuentas de una vez.