Bulos y mentiras para construir ineptocracia
«La autarquía se ensancha cuando la dirigencia se cree legitimada a tutelar al pueblo, incluso se atribuye el derecho a reconducir a quien no les vota»
«Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que nadie crea en nada. Un pueblo que ya no distingue entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal: un pueblo privado del poder de pensar».
La sentencia es de Hannah Arendt, alemana de religión judía que anticipó los peligros que el régimen nacionalsocialista de Hitler suponía no únicamente para los judíos, sino para la degradación de la democracia. Rechazó empotrarse en el nuevo régimen como si hicieron otros intelectuales amigos suyos. Ella alertó que la democracia que comenzó con votos acabaría siendo cruel dictadura construida con mentiras, como así fue, cuyo culmen fueron las depuradas técnicas propagandísticas de Joseph Goebbels basadas en repetir una mentira mil veces, con la certeza de que esa mentira oída mil veces la convertía en verdad. Sin disimulo, Goebbels fue el ministro de la Propaganda y, atención a la confusión lingüística, de la Ilustración Pública, no creamos que el relato es moda de nuestro tiempo. Solo diez años después de ese año 1933 en que Arendt pisó la cárcel, el propagandista pronunció en Berlín su discurso más largo y famoso, el más manipulador de todos, ante un público seleccionado expuesto bajo una gran pancarta que en alemán decía: «Guerra total, guerra más corta», entre abundantes esvásticas. La épica mentirosa pretendía esconder la derrota de Alemania en Stalingrado. Aquel público manipulado respondió obedientemente enardecido a la llamada a la guerra contra los enemigos bolcheviques y judíos, «¡ahora, pueblo, levántate y deja que la tormenta se desate!». Cuando escampó, la tormenta dejaba a Alemania partida en dos, dividida por un muro.
Desde entonces, muchos han sido las investigaciones y ensayos que han concluido que el poder de adaptación del ser humano es exponencial respecto a la mentira, por cuanto inocula cotidianidad, familiaridad y descreimiento. A partir de los setenta del siglo pasado, en que estos estudios implosionaron, se descubrió el poder de la televisión como «la caja tonta», como herramienta para adormecer criterios ajenos con persuasión y seducción. El pueblo podía incorporar a lo cotidiano, incluso a lo familiar, a los corifeos de la política dedicados a repetir hasta mil veces la mentira para aislar al líder supremo – entiéndase al político de turno- ante cualquier mal que le acechara.
La diferencia, sobre todo eso que ya hemos vivido y lo que tenemos ahora, es la exposición de la ciudadanía a la mentira en escala estratosféricamente superior. El periodismo, consolidado como cuarto poder garante de la democracia durante el siglo XX, como contrapeso a los excesos de gobernantes tuvieran el color político que tuvieran, hoy ha tenido que responder con profesionalidad a la competencia de las redes sociales y, con harta frecuencia al nulo interés de la dirigencia política para formar ciudadanos con conciencia crítica. Para los políticos con más vicios morales, una ciudadanía cuanto peor vaya, les va mejor. Ello explica que hoy, desde gobiernos, desde los mismos Estados, los partidos políticos, los centros de poder político y económico, se fabriquen mentiras como estrategia política para ganar adeptos, poniendo bulos en circulación por tierra, mar y aire, que las redes implosionan a velocidad titánica con el único objetivo de crear un magma de desinformación repetido no mil veces, sino millones de veces en breve espacio de tiempo. Tan rápido como se pueda porque instalado un bulo, otra mentira deberá venir para enterrarlo, antes de que alguien tenga la capacidad de verificar nada. Ese magma de podredumbre es la desinformación entre la que nos toca chapotear a todos para sacar la cabeza a duras penas, con harta frecuencia entre mucha asfixia. El dato es conocido desde hace casi una década: las noticias falsas se retuitean más porque son más atractivas, porque nos gustan más. La guerra hoy, y así será hasta el final de los tiempos, es híbrida con el arma letal que supone ganar el relato en la batalla cultural. Al frente de estos ejércitos para cambiar las mentes, para acomodar cerebros a sus intereses, siempre veremos a los dirigentes más inmorales, los más intolerantes, los antidemocráticos, los totalitarios, quienes sin valores éticos únicamente se mueven para sobrevivir, para resistir, a base de liquidar al adversario contra quien levantarán muros con ardor guerrero como se hace con un enemigo.
¿Qué es la libertad política? Se pregunta Isaiah Berlin en su legendario discurso «sobre la libertad y la igualdad». En la antigua Grecia era poder hacer las leyes, no acatar las que otros hacían. En el mundo moderno, la Ilustración y las Declaraciones de Derechos de América y Francia, nos garantizaron derechos trazando una línea divisoria entre la vida pública y la privada. Hoy la democracia está escrita, salvaguardada en la Declaración Universal de Derechos Humanos y sus Cartas derivadas, pero no es un papel inviolablemente sellado. En este siglo XXI, los tics totalitarios han crecido con las crisis y las redes sociales, herramientas ambas indispensables para el alineamiento por parte de los grandes manipuladores. Por eso hay que estar atentos. Porque en pro de la seguridad, la salud, la economía, la paz, la ecología, la igualdad, los ismos y las causas buenas y necesarias que los nuevos tiempos imponen, hay lucha por restringir libertades. Los nuevos mesías predican que el Estado debe ocupar espacio para garantizar la solidaridad. Y lo hacen confiscando. Ahí nos encontramos hablando de colaboracionismo cuando se desigualan derechos, dineros y servicios; apelando a la igualdad, cuando se aspira a ser oligarquía democrática con derecho a privilegios que la ciudadanía no tiene, caminos todos ellos que inexorablemente abren de par en par la puerta a la corrupción política.
«Cuando un gobierno dice pretender limpiarnos de bulos y mentiras, lo que en realidad quiere decir es que está trabajando para anular el juicio crítico del pueblo al que pretende enderezar»
Dice Guy Sorman que la democracia liberal ha ganado, que por eso la atacan los autócratas y populistas. Es una forma de verlo que, con el mapa a la vista, no tranquiliza demasiado. Sí es cierto que describe la guerra cultural en la que estamos, donde las viejas ideologías ya no compiten, porque en el terreno de juego solo está la democracia frente a la autarquía. Y la autarquía se va ensanchando cuando la dirigencia, obscenamente, se cree legitimada a tutelar al pueblo, incluso se atribuye el derecho a reconducir a quien no les vota, aunque esa oposición sea la mitad de la población, tanto da si es vaciando la democracia, ocupando las instituciones, cambiando el sistema político con subterfugios, negando la transparencia o acudiendo a la mentira.
Hannah Arendt había identificado que cuando un gobierno dice pretender limpiarnos de bulos y mentiras, lo que en realidad quiere decir es que está trabajando para anular el juicio crítico del pueblo al que pretende enderezar. Por eso, para revelar propósitos innobles y desviaciones de conducta, hoy hace más falta que nunca el periodismo para poner foco con luz sobre las situaciones enmarañadas. Falta hace en nuestro país en los momentos de muros que vivimos, con conflictos abiertos entre el poder ejecutivo contra el judicial, con la ambición de acallar a la prensa, con el legislativo amansado, con instituciones que ya no representan a todos sino a un partido, con la mentira como herramienta política, con la pretensión de acallar la disidencia de ideas. En este punto rescato la definición con la que el filósofo francés Jean d’Ormesson ha definido esta nueva democracia: “La ineptocracia: sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son relegados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobe el trabajo y la riqueza de unos productores en número descendiente; y todo promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías, que sabe que han fracasado allí donde se ha aplicado, a unas personas que sabe que son idiotas”. Juzguen ustedes mismo. No es muy alentador para disfrutar de un otoñal día de domingo, pero es lo que hay.