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José María Albert de Paco

Cuando te pido que me toques rumba

«El Petitet fue el único artista del gremio que concibió la rumba como un grandioso espectáculo. Y que lo hizo carne»

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Cuando te pido que me toques rumba

El 'Petitet', en una imagen de archivo. | Ciutat Vella BCN

Joan Ximénez, Petitet, el mejor percusionista español, murió hace una semana, apenas a unos días de que celebráramos en Barcelona un homenaje que precisamente ahora tiene más sentido que nunca (lunes, en Barts). Una de sus últimas actuaciones con los 22 rumberos que solían arroparlo fue en Llívia, en la iglesia del pueblo. Eva Blanch y yo subimos al autocar de la trup en Barcelona a primera hora de la mañana y, al regresar, de madrugada, éramos otros. El apunte que encabeza la crónica de aquel reportaje hasta ahora inédito es un extracto de mis diarios, y describe mi último encuentro con el Petitet. Rey, príncipe, heredero… El Petitet fue el único artista del gremio que concibió la rumba como un grandioso espectáculo. Y que lo hizo carne.

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Desayuno con Joan Ximénez, Petitet, en una terraza del Paralelo. La enfermedad sigue batiéndole en brecha, y la evidencia de que las crisis son cada vez más graves es que los proyectos que concibe son puramente faraónicos. Con cada arremetida de la enfermedad, fantasea con cientos de músicos, palmeros y coristas ocupando el gran teatro del mundo. The Ultimate Show. Faltan dos días para que acuda al hospital de San Pablo, donde una vez al mes le proveen de inmunosupresores que le alivian las crisis respiratorias. Un tratamiento paliativo. Cuando se aproxima la fecha del ingreso, su incapacidad para hablar es manifiesta y precisa del respirador cada dos o tres minutos. Padece, además, de fotosensibilidad, dolencia que atenúa con unas gafas a lo rocky sharpe que le encanallan el semblante, y se desplaza en una scooter para minusválidos, pues la fatiga apenas le permite ponerse en pie. Su aspecto general es el de un ciborg campanudo, un superviviente de sí mismo regresado del futuro. El rey de la rumba, catalanitos, es una decantación transhumanista, y todavía hay noches, cuando la ciencia surte efecto, en que agita el pechamen, lanza unas agudas y… ¡oooole, pum, que mirustemi catapum-pum-pum! Recordamos el viaje a Llívia de agosto de 2019, Eva Blanch y yo empotrados en el autobús de la compañía para reportajear el bolo, y el precario estado en que él actuó nada menos que en la iglesia del pueblo, ante el mismísimo Dios. «Aquest any n’hem de fer una de ben grossa, Joan», le digo. Es entonces cuando me agarra del brazo y reprime un gimoteo.

-Tens les filles bé? Hi ha res que falti a casa teva? I aquella noia? La Nuri té el teu telèfon, oi?

Y prosigue, errabundo:

-Els diners passen, les malalties es queden…

Me percato entonces de que esas disposiciones son un sobrevuelo circular. Y llega el derrote.

-La cosa es complica.

«El rey de la rumba, catalanitos, es una decantación transhumanista, y todavía hay noches, cuando la ciencia surte efecto, en que agita el pechamen, lanza unas agudas y… ¡oooole, pum, que mirustemi catapum-pum-pum!»

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Nos vamos de concierto a la Cerdaña con Petitet y su Orquesta Sinfónica, el insólito combo que el rumbero de la Cera puso en pie en 2017, después de prometerle a su madre que llevaría el género al Liceo. De camino, una crisis de la enfermedad debilitante que padece Petitet deja el bolo en suspenso. Ésta es la crónica de la que fue la última gran actuación de Joan Ximénez, el hombre ante el que se postró el mismísimo Tito Puente.

Son las 8:50 de la mañana y Petitet aguarda en la terraza del bar O’Barazal, en el Paralelo, junto a su hija Triana y su yerno, Toni, un gitano parisino que pasaría por modelo de Versace. El establecimiento es lo que él llama su oficina. Su presencia aquí es tan habitual que en la imagen de Google Street View de esa dirección se le ve de espaldas. El road manager, Joan Antoni Barjau, carga en el maletero del autocar la silla de oficina de Petitet. «Papá, que no hace falta que la llevemos, que en el Ayuntamiento de Llívia nos pueden dejar una». «Como la mía, no». A las 9:20 llega el último de los veintidós músicos que forman la troupe y salimos rumbo a la Cerdaña. Petitet toma asientos (con ‘s’, sí) en la fila del fondo, la que suelen ocupar los folloneros. Lleva consigo el respirador portátil con el que combate las crisis de su miastenia gravis, la enfermedad incapacitante que desde hace siete años le mina las fuerzas, y que en los últimos días le ha postrado en varias ocasiones. La altitud de la población, 1.200 metros, no es el mejor de los augurios.

Foto: Eva Blanch.

10:30. En la Sinfónica debutan esta noche Maria Cruz (saxofón) y Marina Planellas (trombón), que componen, con el cubano Abel Heredia (trompeta), la sección de viento. Maria y Marina son jóvenes, menudas y eléctricas. Se enrolaron en el comando el lunes y hoy es miércoles. El grupo las ha acogido con un agrado que raya en la ternura, máxime después de que llegaran al ensayo con la partitura trabajada, lo que no es habitual en estos pagos. Por la sonrisa que les asoma cada poco y el entusiasmo que irradian, diríase que no olvidarán de este día. Se saben en una peripecia de carácter iniciático y atienden con celo, casi con arrobo, a los comentarios de sus mayores. Más si es Petitet quien toma la palabra y empieza a hilar anécdotas  del añorado Onclu Paló, rumbero fino.

11:00. «Cuánto lo echo de menos. ¡Lo que me llegaba a reír con él! Una vez nos llamaron de TV3 y le dije: ‘Lo normal, Paló, es que nos inviten a tomar algo después de la actuación. Si es así, por favor, moderación, sobre todo moderación, no vaya a ser que nos tomen por unos muertos de hambre’. Ya en el bar, viene a tomarnos nota un camarero y el Paló diu: ‘A mí, jove, me pone una tostada con una loncha de jamón dulce y un botellín de agua’. Y se vuelve y me dice: ‘¿Ho veus, Petitet, como yo sé estar?’. Y yo: ‘Muy bien, Paló, així m’agrada’. En eso que el camarero me pregunta: ‘¿Y usted?’. ‘A mí’, le digo, ‘me pones un entrecot; grande, si puede ser, y bien jugoso. Ah, y acompañado de patatas fritas, cuantas más mejor. Y para beber una cerveza, la más fría que tengas’. La cara del Paló. Y el grito que pegó cuando el camarero empezó a enfilar para la cocina: ‘Esperiiiii!’«.

Al apagarse el eco de la carcajada, la melancolía le nubla el gesto: «Ya no quedan gitanos así».

12:30. Conforme a los usos de una vida remota, en que la prensa anunciaba la llegada a puerto de las celebridades, el director de Radio Pirineus, Emili Carrillo, recoge a Petitet a la entrada de Puigcerdá y lo acerca en su utilitario a la emisora local. Allí le entrevista el único locutor del medio, que también es Carrillo. Antes de entrar en la pecera Petitet se da un chute de oxígeno. Como presentíamos, el agotamiento ha empezado a hacerle mella. On the air, Carrillo le lanza a Petitet el nombre del Gato Pérez y su recuerdo parece ahuyentar el fatalismo: «Precisamente lo venía hablando con Rafa Moll, que fue su manager, y que también se ha venido con nosotros: ‘¡Quines lletres que feia el Gato!'». Cristina Llombart, la administrativa del Ayuntamiento de Llívia que ejerce de gestora cultural (vio la película Petitet y se dijo que el espectáculo encajaría bien en la programación veraniega) confía en que el recinto que ha de albergar el concierto, la iglesia de la Mare de Déu dels Àngels, presentará buena entrada. Antes que la afluencia le preocupa el celo litúrgico de mossèn Ramon. Dado que el concierto es a las 22, lo normal habría sido salir por la tarde para hacer la prueba de sonido sobre las 19, pero a esa hora se oficia misa, por lo que la prueba ha de efectuarse a las 16. Cuando acabe, a los músicos no les quedará otra que sentarse a esperar o darse un garbeo por el pueblo. Sólo Petitet dispone de habitación en el hotel contiguo, donde reposará hasta media hora antes de la actuación.

13:00. Cuando estamos a punto de llegar a Llívia, le pido a Barjau, el road manager, que me facilite el «set list». «Set list? Ah, ok! Nosaltres en diem el repertori!». Lo tengo merecido.

Foto: Eva Blanch

14.00. Tras dejar los instrumentos en la iglesia, el grupo se dirige al restaurante L’Enclau, donde Barjau ha apalabrado un menú de 15 euros. No bien ha probado los garbanzos con bacalao, Rambo (al cajón) exclama: «Això és pura mel!». Ricardito Batista (hijo del mítico Tarragona) los comería de buena gana, pero la perspectiva de una tarde bajo los efectos de tanta miel le acaba por disuadir. Una cerveza es todo el alcohol que se permiten. Sólo algún que otro quejío del Tarragonita delata a los comensales como rumberos de ley.

15:00. El Cocho, una de las dos voces masculinas de la banda, debía sumarse al tour viajando desde Lérida, pero una avería en su auto se lo ha impedido. Barjau consulta una web de autobuses y le sugiere que tome el de las 15:30 hasta La Seu, y desde allí otro hasta Puigcerdá. Una hora más tarde anuncia su baja definitiva en el concierto, lo que pone a la Sinfónica en un brete. Yumitus, el otro cantante, está aquejado de una severa afonía y a duras penas podrá hacerse cargo de sus temas, así que los guitarras Jack Tarradellas y Roger Lozano se tienen que repartir los del Cocho y algunos de los de Yumitus. Rumba del contratiempo.

16:00. La iglesia de la Mare de Déu dels Àngels es un edificio del siglo XVI cuyo principal atractivo es el portal, de estilo renacentista. El espectáculo del Petitet tiene una cierta reminiscencia eucarística, por lo que el escenario no desentona en absoluto. El problema es la reverberación (el reverb, en jerga) como evidencia Laura Santos al arrancarse por El triunfo. El técnico de sonido, Gerard, se las habrá de componer durante la tarde para moderarlo.

19:00. Al término del ensayo, con las sillas, los atriles y los instrumentos perfectamente alineados sobre el altar-escenario, se cumplen los peores vaticinios y mossèn Ramon ordena desmontarlo todo para celebrar la misa. Los diez feligreses que han acudido a la iglesia tratan de persuadirlo de que no es necesario (“no s’amoini, mossèn”), pero mossèn se atrinchera en el ‘no es no’. ¡On s’és vist, dir missa amb uns bongos al darrera! […] El (re)montaje (tras la misa) concluye sobre las 20.30, pero no hay mal que por bien no venga: nuestros músicos se han ahorrado la afrenta de tener que hacer tiempo a cielo abierto.

20:45. Al cineasta Carles Bosch, director de la extraordinaria Petitet (2018), el concierto le ha pillado en la región y se ha acercado a verlo. Entre las muchas dificultades que hubo de enfrentar el rodaje del documental, se cuenta una ciertamente llamativa, cual es la sobreactuación del Petitet. Bosch lo detectó de inmediato y le metió en vereda: “Con que seas tú me basta”.

21:15. Los músicos esperan frente al pórtico de la iglesia a que vaya entrando el público. Ellos visten de smoking y ellas de largo. Maria y Marina han optado por un conjunto de blusa y pantalón holgado. Si hay algo que no consiente Petitet es el desaliño. No en vano, una de sus sentencias más recurrentes es “la rumba es señora”, lo que extiende el señorío a los rumberos. Al pianoman, Iván Santaeularia, le costará una bronca el olvido de la pajarita.

21:40. A Petitet no le ha cundido el descanso. La sola visión de los escalones del pórtico le deja exhausto y por un instante parece venirse abajo. Sólo su imperial traje negro y su media sonrisa invitan a pensar que sí, que superará el envite. Apoyado en su hija Triana, recorre los 30 metros que le separan del altar y se refugia en un habitáculo lateral. Desde ahí hará aparición en cuanto la banda ataque el primer tema, Una lágrima. ¡Pom-pom-pom, pom-pom-pom-pom! El sonido no es tan deficiente como el ensayo hacía prever. (Según me explicaría después Roger Lozano, no se ha hecho la temida pelota, tan típica de pabellones deportivos, y que consiste en que unas notas se pisen con las siguientes por efecto del reverb.)

22:10. Al acabar la tercera canción, Limón, Petitet se vuelve hacia las 300 personas que llenan el recinto (como buen director de orquesta, actúa dándole la espalda al público) y les dirige unas palabras. “Sintiéndolo mucho, hoy no estoy bien. Como algunos ya sabéis, padezco una enfermedad debilitante que se llama miastenia gravis y el tratamiento que me aplican cada dos meses me está dejando de hacer efecto. El caso es que hasta dentro de quince días no me pueden volver a tratar porque hacerlo antes no me haría bien. Es así, no hi puc fer res. Habrá concierto, pero tendré que actuar sentado y con la máquina de oxígeno sobre la mesita; nadie se alarme si cada tanto me aplico el respirador.” Un aplauso que proviene del fondo de la iglesia acaba prendiendo y se hace la ovación. El estremecimiento da paso a las ganas de fiesta, que se irán haciendo más y más ostensibles hasta que, con La noche del hawaiano, sea el Cristo Crucificado el único que no se agite.

23:45. Gitana hechicera y Sarandonga abrochan la despedida y los llivienses bailan arrebatados, con el alcalde Elies Nova entregado a la causa desde la fila 0. Los músicos van desfilando uno tras otro por el pasillo central sin dejar de tocar, en una suerte de saints go marching in que por un instante hermana Llívia, el Raval y Nueva Orleans. El apropiacionismo gobierna el mundo y sobre el escenario queda Petitet, rendido y feliz.

03:30. El autocar nos devuelve al mismo punto del Paralelo en que nos había recogido 18 horas antes. Barcelona es un horno húmedo y mal iluminado, indiferente al cansancio de 22 rumberos en desbandada. 24, conmigo y Eva.

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