THE OBJECTIVE
Fernando Savater

Polarización y perplejidad

«La polarización es contar con una jauría de partidarios dispuestos a disculpar lo que hacen los suyos con tal de maldecir a los del bando opuesto»

Opinión
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Polarización y perplejidad

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Ilustración: Alejandra Svriz

La semana pasada participé en un coloquio sobre la polarización de los medios, uno de los temas de moda, según parece (el otro es la terrible amenaza de la Inteligencia Artificial, la némesis que ahora toca temer). Sinceramente, quisiera preocuparme por estas cosas, aunque la verdad es que me cuesta bastante. Cualquier mínima indisposición gástrica me afecta mucho más que estos temas trascendentales, pero quizá es que soy muy egoísta (los padres solemos serlo, según advierte el sabio Almodóvar je, je). Veamos lo de la polarización, que nunca ha faltado en nuestra armada informativa desde que recuperamos la democracia y nos pusimos a la altura en vicios y virtudes de los demás europeos. Es patente que el predominio de los titulares escandalosos en internet contribuye notablemente a estropear el gusto de los consumidores de noticias, no sólo políticas. Modelo: «¡Encuentra un oso en su cama!»; sigamos leyendo: «Era de peluche y lo había olvidado su nieta». Así, o algo parecido, una y otra vez. La realidad es que la mayoría de nuestros conciudadanos se aburre: pocos logran aliviar esa monotonía leyendo a Thomas Mann, viendo películas de Dreyer o escuchando música de Sibelius. La mayoría recurre al chismorreo mediático o a los zambombazos por la red. Tenemos el paladar de nuestra curiosidad cada vez más estragado por desaforadas exageraciones. Si un experto sensato dice que la IA puede tener usos buenos y malos, pero que una cierta regulación internacional debe controlar los peores, hará bostezar a quien le escuche. En cambio, los que aseguran que la IA es la puerta por la que se nos colará el fin de lo humano y nos convertirá a todos en esclavos cibernéticos obtendrá cientos de «me gusta». No queremos que nos informen, sino que nos sacudan; la vida se hace más interesante si la aliñamos con escalofríos. Como bien señaló John Donne, nadie duerme en el carro que le lleva al patíbulo…

En el terreno político también buscamos grandes emociones. Esto no era así en el 78, cuando culminó la transición, época en que la recién llegada democracia y el extirpado franquismo bastaban para llenar la vida de intensidad. Por eso ese periodo histórico tiene tantos detractores entre quienes no perdonan haberse perdido el momento sublime ni conciben cómo pudo ocurrir. Sólo entienden ya la fase posterior, cuando la democracia pasó de milagro a rutina y hubo que recurrir a la rabia parea remediar la falta de alegría. Volvieron entonces los buenos y los malos a ocupar el escenario, con los mismos papeles que se repartieron en la contienda civil, y la memoria histórica, ese fraude sectario, apareció para tapar con su escenario de cartón-piedra la realidad en que vivimos hoy. Durante la dictadura, el franquismo se legitimaba ante los suyos esgrimiendo un ogro de feria, la conjura judeo-masónica, fuente incansable de todos los males, al modo en que en las novelas de Sax Rohmer la conspiración universal venía encabezada por el doctor Fu Manchú. En la transición democrática el propio franquismo hizo el papel de payaso de las bofetadas y en vista de lo «fácil» que fue derrotarlo (gracias a la colaboración entusiasta de los propios franquistas) todos nos admiramos de haberle temido durante tanto tiempo. Después vimos que ni izquierda ni derecha tenían un plan ilusionante para dirigir España y que sólo los separatistas (vascos, catalanes y sus imitadores regionales) sabían lo que querían hacer con ella: destruirla. Para eso venía bien resucitar el espantajo franquista, porque Franco tuvo muchos defectos políticos, pero al menos no hizo concesiones a los fragmentadores del país. Así que quienes aspiraban a ser caciques de sus reinos de taifas se declararon valerosamente antifranquistas, aprovechando que ya no había ningún Franco a la vista. Y los socialistas, yonkis históricos de la traición, socialtraidores redomados por genética, se apuntaron enseguida a esta nueva gigantomaquia para asegurarse los votos de los más bobos de la clase, que son, ay, mayoría. Ya no nos amenaza la conspiración judeomasónica ni el franquismo redivivo, ahora el peligro consiste en que viene la ultraderecha, definible como todo y todos los que se oponen a Sánchez y el sanchismo, es decir, a lo que debe ser. ¿Polarizados? Pues no, pero para evitar caer en las garras de la ultraderecha todo está permitido: el resto da igual…

«La realidad pierde sustancia al ritmo que los ciudadanos renuncian a su espíritu crítico. Nada es verdad ni mentira, todo es pura cuestión de los colores del que mira»

La polarización siempre es culpa de los otros, claro. Por ejemplo, el sabio Almodóvar, je, je, se dio cuenta de que estábamos polarizados cuando alguien le llamó por la calle «rojo maricón». O sea, cuando se encontró con un tipo grosero y agresivo, que no se representaba más que a sí mismo, no a los españoles. Conozco el género, a mí suelen llamarme «facha» y hasta «español». Pero ese tipo de antropoides existen en todas partes y siempre, no son muestra sino de su mala educación. La polarización en los políticos y en los medios de comunicación es algo más complejo, un refugio para evitar las explicaciones engorrosas. Si al Gobierno o a la oposición se les pide que justifiquen una decisión discutible o poco clara, es cómodo poder esconderse en el «¡y vosotros más!» en vez de buscar argumentos razonables a favor de la propia postura. Para qué molestarse en razonar, tarea en ciertos casos complicada, si uno puede esquivar el tema atacando al adversario. Pero lo que culmina la polarización es contar con una jauría de partidarios dispuestos incondicionalmente a disculpar lo que hacen los suyos con tal de que se les ofrezca carnaza para maldecir a los del bando opuesto. Así la realidad pierde sustancia al ritmo que los ciudadanos renuncian a su espíritu crítico. Nada es verdad ni mentira, todo es pura cuestión de los colores del que mira. Y, en vez de debate político, sólo queda la pelea a garrotazos de dos salvajes, hundidos hasta la cintura en la ciénaga, como los pintó Goya. Los fanáticos se distinguen por tenerlo todo claro: no necesitan hablar, les basta con morder. Pero las cuestiones políticas siempre son poliédricas y cuanto más se penetra en ellas, más perplejo le dejan a uno. Hay que elegir entre estar irracionalmente polarizado o racionalmente perplejo. No hace falta señalar cuál es la opción preferida por la mayor parte de nuestros compatriotas.

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