THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Ser víctima

«La industria de la memoria que fomentó Zapatero con respecto a la Guerra Civil se trueca en olvido cuando hay que abordar el terrorismo etarra. El PP hace lo contrario»

Opinión
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Ser víctima

Etarras. | Ilustración: Alejandra Svriz

Hace unos días vimos cómo la senadora Marimar Blanco, hermana de Miguel Ángel Blanco, concejal del Partido Popular asesinado por ETA en 1997, entraba en el hemiciclo del Congreso mientras el presidente del Gobierno estaba en la tribuna de oradores. Sus compañeros de filas la recibieron en pie con una larga ovación escenificada como desagravio a la negligencia que sus señorías cometieron en la tramitación de la reforma de una Ley Orgánica bajo cuya apariencia de homologación europea se coló al parecer una enmienda de Sumar que permitirá beneficiarse a muchos etarras de una rebaja de condena

La pifia no solo evidencia la ineficiencia de los dirigentes populares encargados de leerse la letra pequeña de lo que mandan votar, sino también las formas arteras y tramposas de una coalición gubernamental que una y otra vez se dedica a dar gato por liebre en su penosa actividad legislativa. Pero lo que más llama la atención no es tanto eso cuanto la banalización que gracias a ese mezquino cambalache sufre el estatus de víctima. Para reparar el daño, al PP no se le ocurre otra cosa que exhibir como héroes a militantes suyos que han sufrido el terrorismo de ETA, desvirtuando un dolor y un legítimo resentimiento cuya trascendencia social e histórica queda reducida a la nada de una bandera comercial.

Por otro lado, Maite Araluce, presidenta de la AVT, se encaró al parecer con Pedro Sánchez en la recepción oficial del Palacio Real del 12 de octubre para pedirle que rectificara. El presidente, con su habitual cinismo asperger, se limitó a repetir «es tu opinión, es tu opinión», despreciando así a un colectivo cuya memoria no puede ser desatendida en una democracia que ha sufrido una tragedia de tal magnitud. Por supuesto, detrás de las operaciones de Sánchez no hay ninguna convicción, sino tan solo claudicaciones y más claudicaciones frente a los nacionalistas, en este caso de Bildu.

El Gobierno y los partidos que lo apoyan tratan de vender su política con respecto a los terroristas y sus portavoces con la retórica del perdón y la magnanimidad. Pero si los aplausos del PP convierten a la víctima en falso héroe, el trueque disfrazado de perdón del PSOE reduce el mal cometido a la insignificancia. En uno y otro caso se ha producido una adulteración de valores que redunda en una extinción moral del problema. Venimos de un siglo en que la reflexión sobre el dolor de la víctima y su reconocimiento social e histórico se tuvo por uno de los principales problemas filosóficos. Y, como en tantas otras cosas, en nuestros días nos dedicamos a simplificar y aligerar la cuestión, volviendo a poner en peligro a aquellos mismos muertos.

En el olvidado siglo XX, Jean Améry, que sufrió en sus propias carnes el horror nazi, nos dejó algunas de las más persuasivas y tremendas consideraciones al respecto. En toda su obra, pero sobre todo en Más allá de la culpa y la expiación (1966), el escritor austríaco se esforzó en describir a la víctima, salvándola de la ausencia de sentido que le pretendían imponer tanto la historia como el verdugo: «Aquello que me incumbe y para lo que estoy cualificado tiene que ver con las víctimas de este Reich. No les voy a dedicar ningún memorial, pues ser víctima no es en sí ningún honor. Solo pretendo describir su condición, que permanece inalterable».

«La maquinaria propagandística de los dos principales partidos ha convertido el problema de las víctimas en una cuestión cada vez más pueril de bandos y camarillas»

Améry se rebeló contra la disolución en la colectividad embotada e indiferente que propugnan tanto el perdón como la heroicidad. La víctima es dueña de una individualidad preciosa en cuanto testimonio de un daño que solo ella puede recordar a la comunidad a la que pertenece y en la que cumple una función incómoda, puesto que conserva la memoria de su quiebra:

«Sólo yo poseí y poseo la verdad moral de los golpes que todavía hoy resuenan en mi cráneo y, por tanto, estoy más facultado para juzgar, no sólo como autor, sino también como sociedad que piensa en su continuidad. La colectividad sólo se preocupa por protegerse a sí misma y no por la vida dañada: espera, en el mejor de los casos, que algo así no vuelva a suceder. Pero mi resentimiento está ahí para que el crimen se convierta en una realidad moral para el criminal, para que sea arrastrado a la verdad de su crimen».

Améry también se opuso al tópico de que el tiempo todo lo cura. A su juicio, el paso de los años no arregla ni restaura nada, puesto que el mal abre un vacío en la historia que no puede repararse apelando al olvido, que en sí mismo no devuelve ningún bien destruido. La justicia está siempre pendiente para todos los que hayan participado de atrocidades. Por eso Améry pudo decir: «Desearía que mi resentimiento –personal protesta contra la cicatrización del tiempo como proceso natural y hostil a la moral, mediante la que reivindico una absurda, sí, pero auténtica reversión humana del tiempo– desempeñe una función histórica». Y en el prólogo a Más allá del crimen y el castigo (1977), también se refirió a lo mismo: «Lo que pasó, pasó. Pero el hecho de que haya sucedido es simplemente inaceptable. Me rebelo: contra mi pasado, contra la historia, contra un presente que congela lo incomprensible en la historia y así la distorsiona de manera escandalosa. Nada queda cicatrizado, y lo que quizás ya estaba en proceso de curación en 1964 se abre de nuevo como una herida infectada».

La maquinaria propagandística de los dos principales partidos ha convertido ese problema en una cuestión cada vez más pueril de bandos y camarillas, cuando la democracia, por su propia esencia, tenía la obligación de fomentar un sensus communis, en sentido kantiano. La industria de la memoria que fomentó Zapatero con respecto a la Guerra Civil se trueca en industria del olvido cuando hay que abordar el terrorismo etarra, puesto que el dolor, en una y otra parte de la historia, tiene un determinado valor ideológico y, por tanto, una rentabilidad distinta. Por su parte, el Partido Popular hace lo contrario, menospreciando a los deudos que buscan a sus fusilados en las cunetas –el duelo es la última oportunidad de reintegrar simbólicamente la dignidad sustraída– y exhibiendo como trofeos a sus víctimas del terrorismo, concediéndoles así un honor que en realidad ensalza a los verdugos. De esta manera se ha ido tejiendo a lo largo de los últimos cuarenta años la urdimbre de vacuidades que ha desposeído de razón a los muertos, a la vez que ha ocultado el verdadero alcance del totalitarismo y privado a la democracia de uno de sus principales fundamentos. 

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