Más casas y menos trenes
«En un mundo de recursos finitos, la alta velocidad se ha construido a costa de la ciencia o de la educación. Pero también a costa de la vivienda pública»
Recuerdo haber leído hace unos años que España era el país europeo con mayor despliegue de alta velocidad ferroviaria y, en contraste, también con el parque más reducido de viviendas públicas. Desconozco si los datos son exactos o sólo aproximados, pero me interesan por el orden de prioridades que sugieren. En estos últimos treinta o cuarenta años –al menos desde que empezaron a llegar con fluidez los fondos comunitarios–, el centro del gasto en infraestructuras se ha situado en las carreteras y en la alta velocidad. No exactamente en el tren –debido, por ejemplo, a los problemas históricos que ha habido con los de cercanías–, sino más en concreto en una red radial que conecte la capital con las provincias.
El AVE se ha convertido así en un proyecto de Estado y en emblema de modernidad -y su falta de un mantenimiento adecuado, por cierto, nos ilustra acerca del país en que nos hemos convertido-, como lo pudo ser el Guggenheim de Bilbao o los Juegos Olímpicos de Barcelona. Hablamos de prioridades, claro está: no lo ha sido la educación, ni la ciencia, ni la política industrial. Y, por supuesto, las decisiones políticas tienen consecuencias. Una de ellas, en un mundo de recursos finitos, es que la alta velocidad se ha construido a costa de la ciencia o de la educación. Pero también a costa de la vivienda pública. El impacto sobre la riqueza general resulta evidente.
«España no ha sabido responder a los retos de la globalización, narcotizada por el flujo de dinero fácil que llega de Europa»
Porque, en efecto, la fortaleza de las clases medias depende en gran medida de la vivienda. Hablo de la propiedad, del alquiler y del ahorro como herramientas de futuro; de la independencia familiar como un camino hacia la madurez frente a la eterna adolescencia propia de un mundo sin expectativas. Los economistas se refieren –y con razón– al drama de la baja productividad de nuestro país, que se traduce en pobreza estructural, estancamiento económico y tasas crónicas de desempleo. España no ha sabido –o no ha querido– responder a los retos de la globalización, narcotizada por el flujo de dinero fácil que llega de Europa y de los bajos tipos de interés que propician una deuda impagable.
No es ni será el último país que caiga en la trampa del electoralismo banal. Pero la cuestión de la vivienda no es exactamente la misma que la de la globalización. Reducir la burocracia, agilizar plazos, liberar suelo, proteger la propiedad, incentivar el alquiler, construir en altura, subvencionar la rehabilitación, invertir en vivienda pública son medidas imprescindibles –algunas más costosas que otras– si lo que se quiere es consolidar una clase media saneada.
Las anécdotas iluminan la realidad. En mi juventud –a principios de los años noventa–, rara era la familia española que no pudiese mandar a su hijo a estudiar fuera de casa, con o sin la ayuda de una beca. Hoy este privilegio, parece reservado a una elite cada vez más reducida. En mi juventud, con los tipos de interés en máximos, rara era la familia española que no pudiese aspirar a tener uno o dos pisos en propiedad. Hoy, con los tipos casi en mínimos, lo que resulta difícil es comprarse un coche que no sea de segunda mano. Cuestión de prioridades, se dirá. Visten más los museos de arte moderno, los trenes de alta velocidad y la peatonalización de los centros urbanos. Pero habría que empezar por lo que impacta de verdad en la vida de los ciudadanos. Modelos hay para escoger y muy buenos.