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Ricardo Cayuela Gally

La impostura moral que se coló en el sistema

«La receta de la extrema izquierda española fue simple: convertir la bella y fallida causa del pasado en las bellas causas del presente»

Opinión
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La impostura moral que se coló en el sistema

Pablo Iglesias e Iñigo Errejón en el Congreso. | Europa Press

Entiendo la sorpresa que subyace en la carta de despedida de Íñigo Errejón. Es la sorpresa de Savonarola ante las primeras chispas de su propia hoguera y de Robespierre ante el brillo fugaz de la guillotina sobre su cabeza. Cómo no sorprenderse con su sorpresa. Pasaron de cerrar con pestillo los despachos de la facultad para revisar la tesis palabra a palabra con la tutorada y de tener la mandíbula trabada de tanto impostar la voz en los bares de Lavapiés a sentarse en el consejo de ministros, manejar secretos de Estado e imponer parejas en cargos decisivos. Efectivamente es un viaje alucinante. Y lleno de pequeños fastidios: firmar las escrituras del ático en Ópera, reñir al chofer por su retraso, maquillarse para salir al aire.

Mi sorpresa es de naturaleza distinta. Ese viaje lo hicieron desde una ideología derrotada por la historia. Que con tan pocos y equivocados argumentos, Errejón y los suyos hayan logrado apoderarse de una parte del aparato institucional de una sólida democracia europea es algo francamente increíble. Y con los suyos me refiero también a Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. Sus diferencias son venales.

Antonio Elorza, que los trató como alumnos en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense y después como colegas en el claustro académico no dejó de dar la voz de alerta sobre su proceder de sindicato mafioso: escraches, amenazas, piquetes violentos, manipulación asamblearia, etcétera. Pero la impostura intelectual y moral logró colarse en el sistema, que no tenía anticuerpos ante tan violenta desfachatez. 

«Defender el Estado de derecho, la separación de poderes, la neutralidad institucional es profundamente aburrido para el público. Da más rating levantar el dedo acusativo y rebelarse contra los poderes fácticos, la casta, los fachas»

La receta fue simple: convertir la bella causa del pasado en las bellas causas del presente. El proletariado no podía ser ya el sujeto a liberar porque lo había hecho por su cuenta, de manera lenta y eficaz. Efectivamente, en las democracias con libre mercado y vida institucional estable, la clase obrera había mutado en clase media e incluso en burguesía. No era excepcional el vecino fontanero con segunda residencia de verano ilocalizable para taponar la fuga. Y en los países de la órbita soviética su derrumbe demostró que detrás de los regímenes obreros y campesinos de la propaganda sólo había dictaduras verticales, miseria colectiva y una clase política en la cúspide de una pirámide con vocación de pira funeraria. Constatado el fracaso económico de esas ideologías, tenían que cambiar de «sujetos a liberar». Ahora, tendrían que ser las identidades «oprimidas». La ruta es clara. Marxismo, eurocomunismo, postmodernismo, teóricos de la acción afirmativa. Lenin, Gramsci, Foucault y Nagel, en una coctelera Molotov de citas plagiadas y retazos mal traducidos. ¿Qué podría salir mal? 

Las identidades reprimidas no sólo son el «pueblo vasco» (de ahí su coqueteo en los márgenes del mundo etarra) o palestino (lo que les permite disfrazar su antisemitismo de antisionismo) sino las mujeres (pese a la igualdad jurídica amparada en la Constitución) y los homosexuales (pese a su plena aceptación social). El cambio climático les dio el tono de falsa urgencia apocalíptica (con inminente final siempre pospuesto); la migración, el tema de raza que faltaba en su esquema (de clara importación americana) y la crisis económica les construyó el chivo expiatorio perfecto, el «capitalismo salvaje». Los petrodólares venezolanos les dieron para una primera estructura, y la telebasura, donde son invencibles, los primeros escaños.

Son imbatibles en los platós por una razón paradójica: en el mercado libre de las ideas, los discursos radicales –que de triunfar abolirían ese mercado libre– tienen más caché, en su acepción doble de cotización económica y de prestigio, que los discursos moderados. Defender el Estado de derecho, la separación de poderes, la neutralidad institucional es profundamente aburrido para el público adormecido por la metadona del estado de bienestar. Da más rating levantar el dedo acusativo y rebelarse contra los poderes fácticos, la casta, los fachas. Aun así, el daño era acotado. Al viejo topo de Izquierda Unida le había nacido una camada de ornitorrincos. Eso era todo. Hasta que se cruzaron con las necesidades de un Narciso que es capaz de dormir tranquilo con cualquiera, siempre y cuando sea entre las sábanas de hilo de la Moncloa. 

Desde ahí, el daño ha sido descomunal, además de infectar a los españoles del virus de la polarización. Para la libertad de comercio, con trabas, regulaciones e impuestos; para el mercado laboral, haciéndolo cada vez menos flexible y ágil; para el mercado del alquiler, desalentando a los propietarios al diluir sus garantías; para la postura de España en el mundo, aliándose con lo peor de cada continente; y, sobre todo, para las mujeres y el discurso feminista, con leyes que serían el hazmerreír de los juristas si no hubieran provocado tanto daño, justo lo contrario que buscaban, y que encasillan a la mujer en la categoría de víctima eterna.

Ahora que queda clara la gigantesca impostura de los defensores de la okupación entre visitas al notario y del discurso feminista en mitad de largas sesiones de castings de sofá, es el momento de regresar a las aulas de la facultad a estos ídolos de barro, pero no para que impartan clases, sino para que las reciban. Dos temas de partida: presunción de inocencia e igualdad ante la ley. 

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