La muerte del progreso
«Ninguna prueba mejor de la muerte del progresismo como sinónimo de racionalidad política que las pretensiones dictatoriales de Pedro Sánchez»
A mediados de los sesenta, me tocó una curiosa lotería. La Administración Kennedy había creído útil fortalecer la conciencia democrática en países como España, organizando la invitación a jóvenes llamados a ser lo hoy se denomina influencers, a fin de que conocieran las bondades de su sistema político. De esta hornada de young student leaders formé parte y en ella figuró también Fernando Méndez-Leite. En pequeños grupos, visitábamos los Estados Unidos, un tanto a la carta, como en una Disneylandia política. Nos entrevistábamos con sindicalistas, represaliados por McCarthy, universitarios, y también nos asomamos a las cataratas del Niágara. Todo parecía tan bien organizado, que no nos extrañó ver salir a Jacqueline Kennedy de Tiffany en la Quinta Avenida. Incluso pude cruzar la frontera ilegalmente con los hijos de los perseguidos por McCarthy para participar en una manifestación en Toronto, cómo no, contra la guerra de Vietnam.
La realidad no era, sin embargo, color de rosa. Las resistencias de una sociedad marcada por el racismo, estaban todavía muy vivas y la conciencia democrática en los representantes políticos del sistema con quienes hablé, era más que débil. En el Departamento de Estado, una exhortación mía a que apoyasen a personas y grupos más radicales que Julián Marías -lo cité porque entonces participaba yo en un seminario del filósofo-, provocó la explosión del funcionario: «Se acabó la entrevista. Sepa que queríamos ayudarles, pero podemos destruirles». Le respondí que no era necesario: Franco lo hacía muy bien sin su ayuda.
Peor fue la respuesta de un responsable político republicano a mi observación, en nada pro-castrista, de que el ataque frontal a Cuba, tal como era practicado, reforzaba a Fidel: no había estado bombardeando Alemania durante la Segunda Guerra Mundial para escuchar eso a «un comunista» (sic). Menos mal que nunca salió el tema Vietnam. La impresión fue que Kennedy se alejaba en el tiempo, la democracia americana estaba trufada de irracionalidad y sobre todo, las reacciones políticas de sus gestores eran sumamente toscas, carecían del menor esprit de finesse. Algo que comprobé de nuevo, cuando pude asistir al show de un portavoz del Departamento de Estado, ahora Michael Ledeen, en una reunión internacional sobre terrorismo después del 11-S.
Ciertamente, desde entonces han tenido lugar cambios, y la presidencia de Barak Obama fue su indicador más claro, pero la crisis de 2008 hizo resurgir a los viejos demonios. La América profunda todavía visible en los 60 y 70, la reflejada en películas como La jauría humana, Easy Rider o ¡Arde Mississipi! seguía viva y con la crisis económica y el golpe sufrido por el ataque islamista en sus distintos frentes -Al Qaeda, Irán, Estado Islámico-, resultaban destruidas las bases de las dos variantes del sueño americano, el progresivo, la América abierta al mundo, de Kennedy y Malcolm X a Obama, y el imperialista clásico de la era Bush.
Como en tantas otras situaciones históricas dominadas por el malestar y la frustración, el vacío fue cubierto por la emergencia de la irracionalidad. La protagoniza un ultranacionalismo xenófobo, amparado bajo la capa de la religión evangélica, que busca la figura de un Salvador, encargado al mismo tiempo de vencer a la bestia del Apocalipsis («el comunismo», la inmigración) y de materializar la grandeza exclusiva y excluyente del pueblo elegido (MAGA, Make America Great Again, el lema de Trump). ¿Quién mejor que un exponente, particularmente agresivo, del capitalismo especulador y desregulado como Donald J. Trump? La zafiedad bien organizada, con la mentira y la destrucción del competidor como ejes, sirve muy bien a esa tarea.
«El instrumento de la razón es solo la linterna, cuya luz nos permite ver el horror»
El sueño americano de los Padres Fundadores, la construcción de un sistema que hiciera efectiva la racionalidad política, está así a punto de desembocar en su contrario. Basta para apreciarlo el contraste entre, por una parte, la idea religiosa que inspiró a los constructores de la «democracia americana», según la descripción de Alexis de Tocqueville, guiados por la conciencia moral de responder de sí mismos, desde un individualismo no sometido a una instancia superior arbitraria, y frente a ella la invocación de los textos cargados de violencia y maniqueísmo en la religión política inspirador del trumpismo. Se trata de una versión cutre de la religión política que Carl Schmitt formuló para legitimación del nazismo. Es lógico que Trump admire a Hitler.
Pero el mal no es de hoy. A pesar de la imagen optimista que ha presidido nuestra historia contemporánea, con la Razón imponiendo una y otra vez su ley a los más graves obstáculos, la sombra acompaña al progreso desde sus primeros pasos, incluida la figura de su definidor en los días de la Revolución francesa. El marqués de Condorcet, modelo de ilustrado republicano, escribe su Bosquejo de los progresos del espíritu humano en el invierno de 1793-1794, justo cuando está escondido para evitar su captura por el poder jacobino para ser ejecutado. Aquí sí, en sentido estricto, el sueño de la razón produjo monstruos. Al culminar la aplicación del espíritu científico, de la razón, a la estrategia y la técnica militares, Napoleón hará efectiva esa dualidad poniendo en práctica la guerra total, simiente de los totalitarismos políticos en el siglo XX.
Como en tantas otras ocasiones, Goya supo traducirlo en imágenes, en Los fusilamientos del 3 de mayo. La racionalidad no pertenece al cortejo de los futuros fusilados, anticipo de Auschwitz, ni al religioso ya muerto, sino al pelotón de ejecución francés y este solo es portador de muerte y destrucción. El instrumento de la razón es solo la linterna, cuya luz nos permite ver el horror.
La escena se repite en el último gran ensayo de la materialización de la ley del progreso en el mundo contemporáneo: la puesta en práctica de la utopía comunista. La contradicción presidía ya su texto fundacional, el Manifiesto comunista, espléndido análisis de la formación de la sociedad capitalista, seguido de la conclusión idealista, al modo hegeliano, de su superación supuestamente necesaria por la revolución del proletariado. Lenin, artífice de la revolución, lo hizo realidad y supuestamente the world turned upside down, el poder dio la vuelta, pero forjando un nuevo sistema de dominación y terror que reprodujo a escala ampliada y de forma permanente los excesos del jacobinismo. No hace falta repetir aquí la secuencia que lleva a Stalin y los jemeres rojos, hasta el desplome de la URSS. Fue el fin de una ilusión, el fracaso de una idea de progreso, aberrante en su materialización, aun cuando sobrevivieran sus lamentables secuelas (China como refundación, Corea del Norte, la Cuba castrista… Y a su modo, vía nacionalismo ruso y terror, Putin).
«En los 60, el mito de la URSS será sustituido por el de Cuba, que da lugar a una última etapa de supervivencia de la idea de progreso»
Solo que la historia del progreso no acaba con el fin de la URSS. Una vez fracasado, casi desde un primer momento el anuncio de Lenin, teorizado en El Estado y la revolución, de que nacía un nuevo orden social poscapitalista, autogestionado, sin poder estatal, marco de una nueva existencia humana, el propio Lenin se ocupó también, incluso desde las vísperas de octubre de 1917, en crear un espejismo, este sí destinado a durar. Por encima de la represión y de la miseria del «socialismo real», existía en el imaginario el socialismo verdadero, de organización social perfecta, en que el antiguo mundo era aplastado y se abría para una vida feliz para los trabajadores (de todo el mundo). Nació el agit prop y sobre todo, cuando Stalin consolida el sistema en los años 30, la imagen de la URSS, estampa de la nueva humanidad en construcción, siempre en construcción. Aceptada como antítesis del nazismo, entre nosotros, no solo por Rafael Alberti y Santiago Carrillo, sino por García Lorca, Picasso y tantos intelectuales de mentalidad liberal.
Y cuando en los años 60, quiebre el mito de la URSS, será sustituido por el de Cuba, que cerco norteamericano mediante, más guerra de Vietnam, da lugar a una última etapa de supervivencia de la idea de progreso. Ahora fundada sobre la imagen negativa, de la sociedad capitalista, y de su máximo exponente, los Estados Unidos, los cuales, por otra parte, hacían todo lo posible para fundamentar esa condena. Vuelvo a mi gira americana, y sobre todo recomiendo la lectura de Tiempos recios, del nada sospechoso Mario Vargas Llosa.
El resultado es una miopía casi incurable, que ve «progreso» en todo condenar lo que se asocie o sea asociable a Estados Unidos y a Occidente. Al lado de la extrema derecha, Putin recibe así apoyo para su crimen en Ucrania, de Melenchón a Podemos: la OTAN es el Mal. Y el denominador común de «progresista» une a la izquierda española con dictadores aberrantes de izquierda: Maduro, Ortega, Díaz Canel. Figuras como Lula o López Obrador sirven de enlace en esta ceremonia de la confusión, la cual, en nuestro presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, se convierte en pieza clave de sus pretensiones dictatoriales, ya que sus adversarios políticos son necesariamente, según su regla de tres, la reacción. Ninguna prueba mejor de la muerte del progresismo como sinónimo de racionalidad política y también de la exigencia de que sea urgentemente enterrado.