Democracia, identidad, disidencia
«El debate público no tiene como fin la búsqueda compartida de la verdad, sino la afirmación de proyectos ideológicos vinculados emocionalmente a una identidad»
Hace unos meses, en una columna publicada en este mismo periódico, Ricardo Dudda abogaba por concebir la discusión política como un deber cívico. Su punto de partida era una reflexión del escritor Ismael Grasa, quien, en el curso de una charla con Javier Aznar, había defendido la necesidad de disentir cuando se dice algo en nuestra presencia con lo que no estamos de acuerdo; si callamos, concluían ambos, nos resignamos a una falsa concordia y renunciamos a mejorar nuestro país. Remataba Dudda, citando al Grasa que citaba a Félix Romeo: «Discutir es un modo de respetar al otro». ¡Aunque el otro no lo vea así!
Se trata de un asunto interesante. Estos días hemos visto una vez más cómo la esfera pública española se convertía en un lodazal donde uno apenas puede caminar sin hundirse: una vez que Íñigo Errejón hubo presentado su dimisión, la auténtica máquina del fango se puso en marcha y se han difundido innumerables narraciones anónimas que denunciaban la conducta sexualmente agresiva o moralmente insensible del exdiputado. Más que un debate, lo que ha seguido es un carnaval de indignación, humor y grandilocuencia donde los memes se alternaban con los insultos y los discursos más o menos articulados trazaban líneas paralelas sin encontrarse nunca.
Nos ha asaltado así el recuerdo de la agitación ideológica de la última década, en la que quienes ahora se ven obligados a admitir su incompetencia —tenían dentro lo que denunciaban fuera y no quisieron sacarlo a la luz por miedo a perjudicarse a sí mismos— se dedicaban a dar lecciones de moralidad a los demás, aislándose en burbujas epistémicas donde un puñado de tesis indemostrables se convertían en dogma de obligada aceptación. Quien se atreviese a proponer alternativas conceptuales o denunciase la falta de concordancia entre esos postulados y la realidad social empíricamente mensurable era sencillamente catalogado —a gritos— como un enemigo de la igualdad. Disentir se hizo así tan indispensable como aparatoso.
Ahora bien, ya hemos comprobado de qué poco sirve esa discrepancia. La dudosa noción de que el consentimiento ha de ser siempre explícito llegó a convertirse en ley, mientras se alimentaba una lógica punitivista extraña a nuestra tradición penal y se extendía de tal manera el concepto de «violencia sexual» que este ha dejado de tener un significado discernible. Es fácil desanimarse: el debate público no tiene como objetivo la búsqueda compartida de la verdad, sino la afirmación de proyectos ideológicos vinculados emocionalmente a una identidad; una identidad que recurrirá a la mentira cuando sea necesario. A veces, sin darse cuenta: uno termina por creerse sus propios cuentos.
«La adhesión incondicional al partido o movimiento de turno es también una política de la identidad refractaria a cualquier diálogo»
No en vano, la adhesión incondicional al partido o movimiento de turno es también una política de la identidad refractaria a cualquier diálogo; el filtro burbuja no lo crea el algoritmo, sino que lo trae la ideología. Por desgracia, el fanático también cree estar contribuyendo a mejorar su país; como pedía Grasa. Lo que no tiene es respeto por el pluralismo o el principio del gobierno limitado; se comporta como el zelote portador de una verdad revelada a la que nadie puede oponerse.
Sería deseable que las democracias pudieran crear las condiciones bajo las cuales se desarrolla su debate público, a fin de prevenir el ascenso de demagogos, extremistas y populistas. Pero no pueden hacerlo; la discusión habrá de desarrollarse bajo las terrenales condiciones creadas por los interlocutores realmente existentes en cada sociedad. Y a ellos, cuando nos parezca que se equivocan, habrá que oponerse. Visto lo que ha sucedido en España en la última década, sin embargo, conviene abandonar la esperanza de que las mejores ideas serán las que terminen por abrirse paso.