La herida ajena
«Ante la catástrofe nada mejor que el silencio. El resto es hacerse protagonistas del drama de los demás. Convertirla en gasolina para tu guerra»
Quizá, de tanto convivir con el dolor propio, hemos olvidado convivir con el dolor de los demás. En los tiempos del yo -del yo afectado, del yo pachucho, del yo ensimismado, del yo autodiagnosticado, del yo concienciado, del yo en permanente búsqueda de atención, del yo dramáticamente bello-, no cabe la herida ajena. Y cuando sucede, no sabemos cómo reaccionar.
Estaba la opción del silencio. Hace no tanto. Recuerdo, era joven, manifestaciones silenciosas. Sin pancartas. Sin proclamas. Sin banderas. Sólo un montón de gente que compartía su pena caminando unida.
Estaba la opción de la prudencia. Hace no tanto. Recuerdo, era joven, SMS de «¿Cómo estás?», de «¿Te has enterado?». De «¿Tú tenías familia en Madrid? Me suena que sí. Espero que estéis todos bien. Un beso». Mensajes con la ternura del no saber. Y del no querer saber. Mensajes que apelaban, y esto va a sonar antiguo, a la humanidad, en su itinerario más básico. El afecto, en su desbordante sencillez. Sin aplausos. Sin aspiraciones. Algo de piel. Algo de vértigo. Un rumor extraño de costillas hacia dentro.
No sé qué ha cambiado. Tampoco sé si hemos ido a mejor o a peor. Pero observo reacciones a la tragedia de la DANA y algo me cruje por dentro. Con la voracidad de un pez en la marina, nada más cayeron las primeras noticias del drama que se estaba viviendo en Valencia, como trocitos de pan que un niño arranca de su bocadillo para lanzarlos al mar, cientos de perfiles se lanzaron con la boca abierta para llevarse su parte.
«Quizá habitamos en un archipiélago emocional, donde en cada isla sobrevive una tribu que no quiere ser contactada»
Quizá vivimos en una sociedad quebrada. En algo roto para siempre. Donde ni un dolor inmenso puede acercar las piezas. Quizá habitamos en un archipiélago emocional, donde en cada isla sobrevive una tribu que no quiere ser contactada. Sólo guerrear. Recibir con flechas y piedras a quien pretenda acercarse a su trozo de terreno. A su parcela, donde viven otros así. Otros iguales.
Leyendo las redes sociales y, por desgracia, algunos medios de comunicación, sentí que cualquier tema es sólo una excusa para mostrarse verdeazulados como pavos reales. Que, hasta en un episodio tan cruel y doloroso como este, hay espacio para el ruido, para la confusión y para la búsqueda del aplauso.
A lo mejor todo ha cambiado y me han atropellado los días y, con ellos, los años. Ante la herida ajena, nada mejor que el silencio. El suave acompañamiento. El abrazo y el duelo. El resto es un sentir desenfocado. Hacerse protagonista del drama de los demás. Convertir la catástrofe en gasolina para tu guerra. Mercadear, con las uñas sucias, con baratijas y con tristezas.