Todo era mentira
«El ‘caso Errejón’ es la punta del iceberg de una monumental farsa. Las ‘izquierdas’ se han visto desnudadas en sus hipocresías, vicios y promiscuidades»
Fue el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel quien dijo que los grandes hechos y personajes históricos se repiten y que por lo tanto la historia tiende a replicarse. Luego Karl Marx afinaría el tiro en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, con el célebre aserto de que la historia sucede dos veces: la primera vez como una tragedia y la segunda como una farsa.
Que la historia parece repetirse, aunque con resultados dramáticamente distintos, tiene hasta cierto punto su lógica, puesto que las conductas que dominan la política, el medro, la ambición, la grandilocuencia o el deseo de trascender, de alcanzar la inmortalidad en los libros de historia han permanecido constantes de una generación a otra.
En cuanto a que la repetición acabe deteriorando el original y dando lugar a una farsa, también puede parecer lógico. Si las personas, y especialmente los políticos, tienden a dejarse llevar por el egoísmo y la ambición desmesurados, lo normal es que repetición tras repetición la historia acabe derivando no ya en una farsa sino en un espectáculo lamentable, una comedia… pero sin descartar nunca el final trágico.
Sin embargo, la idea de que la historia se repite es un espejismo. Lo que se repiten son determinadas conductas. Además, si la historia de verdad tendiera a replicarse, ¿por qué habría de hacerlo sólo dos veces y no muchas más, tal vez infinitas?
La historia no es una repetición interminable, aunque pueda parecerlo; mucho menos tal repetición se limitaría a dos partes claramente definidas. La historia es un continuo demasiado largo y complejo como para reducirlo a la idea de la repetición acotada en dos mitades, dos películas: la original y la pésima secuela.
«La necesidad de los líderes izquierdistas de mantener la lucha contra el capitalismo los ha llevado a abanderar hipótesis delirantes»
Lo que sí es cierto es que la historia puede tender a degradarse a lo largo de sus numerosos ciclos, sobre todo cuando las personas y los líderes políticos se resisten a aceptar que el momento histórico está cambiando o que ya ha cambiado, y se empeñan en prorrogarlo estableciendo nuevos mitos que prolonguen los ya amortizados. Es ahí, si acaso, donde los nuevos aspirantes a protagonistas de la historia y sus respectivas recreaciones degeneran en pantomimas.
Esto es muy probablemente lo que está sucediendo con la izquierda o, según la traslación a la política del marketing de nichos, con las izquierdas, porque ahora hay una izquierda a la medida de cada consumidor progresista. La necesidad, por la propia supervivencia y el medro de los líderes izquierdistas, de mantener la lucha contra el capitalismo, el mitológico neoliberalismo y sus infernales mercados, los ha llevado a abanderar teorías —más bien hipótesis delirantes— que modernizaran su lucha conservando el hálito de la vieja. Así se explica que, de la lucha por la igualdad de clases, la izquierda pasara a la lucha de la igualdad de géneros; y más recientemente, de la lucha por la dignidad del ser humano a la salvación del planeta; esto es, la lucha por la dignidad de la madre Naturaleza, en perjuicio de la dignidad humana y sus necesidades.
Se podrá disentir de las ideas o maneras, pero la izquierda antaño tuvo su sentido, su razón de ser. Y lo tuvo precisamente porque el mundo estaba cambiando de manera acelerada. Se trataba entonces de un gran cambio que no tenía precedentes: la Revolución Industrial. Esta revolución que no surgió de ideólogo alguno, sino que fue espontánea y cooperativa, provocó transformaciones profundas en la vida de millones de personas. Y como los grandes saltos del progreso nunca están exentos de peligros, alguien debía vigilar y pelear para que la Revolución Industrial no degenerara en atentados contra la dignidad humana. Fue necesario contraponer principios de justicia y derechos para que el auge de la industrialización, con sus factorías y trabajos masificados, no acabara alienando a las personas. Y las mujeres no podían quedar al margen del establecimiento de esos nuevos derechos ni de su lucha.
Personajes como Emmeline Pankhurst, Susan B. Anthony, Clara Campoamor, Millicent Fawcett o Alice Paul fueron verdaderas heroínas de su tiempo. Se enfrentaron a desafíos verdaderos y pelearon por causas justas, necesarias, apremiantes. Su beligerancia fue auténtica. Sin embargo, sus sucesoras y aliades, gracias a estas viejas feministas, han podido vivir en un mundo mucho más justo, con derechos asentados y leyes que ponen gran empeño en que toda persona, independientemente de su sexo, creencias religiosas, color de piel u origen, esté salvaguardada y pueda ejercer esos derechos en pie de igualdad con el resto.
«Afirmar que lo conseguido palidece frente a lo que aún queda por lograr, implica negar los méritos del viejo feminismo»
Negar estos logros, afirmando que lo conseguido palidece frente a lo que aún queda por lograr, implica negar los méritos del viejo feminismo, pero sobre todo supone despreciar el esfuerzo y los riesgos asumidos por las mujeres del pasado.
Afirmar, por ejemplo, que Irene Montero será recordada como la Campoamor de nuestro tiempo es la demostración de la banalización que denuncio. Pues Montero no sólo no ha tenido que sobreponerse a una sociedad machista, sino que su inmerecido protagonismo político y sus más que generosos ingresos se deben en buena medida, no a sus méritos, sino al patrocinio de un hombre: su pareja, Pablo Iglesias.
Es en este contexto de banalización del feminismo que el caso Errejón se convierte en la punta del iceberg de una monumental farsa. Las izquierdas, que ante los graves problemas de la sociedad actual demuestran ser bastante peor que inoperantes, agravadoras y falsarias, se han visto desnudadas en sus hipocresías, vicios y promiscuidades ante la mirada divertida de unos y estupefacta de otros, los más ingenuos.
La incapacidad de las izquierdas de aceptar, más que por ideología, por los intereses particulares de sus líderes y bases, que nuestros desafíos no son los mismos que los de las Pankhurst y Campoamor, puede llevar a dar por cierto que la historia tiende a repetirse como farsa. Pero sigue siendo un espejismo. Tal vez se estén parodiando luchas del pasado. Pero estas parodias se circunscriben a la impostura de los errejones, iglesias y monteros, y a todos los que han hecho de la farsa su medio de vida. La historia, la auténtica, hace tiempo que discurre por otros derroteros más veraces y severos.
«Los desafíos de hoy no son el machismo ni el capitalismo. Son el invierno demográfico, el decrecimiento económico y el envejecimiento»
Los desafíos de hoy no son el machismo ni el capitalismo. Son, en orden de importancia, el invierno demográfico, el decrecimiento económico y el envejecimiento acelerado. Estos asuntos resultan extremadamente complejos como para resolverse mediante «justicias sociales» o planteamientos ideológicos bipolares. Además, parece que la historia se ha conjurado para ser imparodiable, porque dos de estos desafíos no tienen precedentes.
Justo cuando el Gobierno, acorralado por la corrupción galopante, más empeño ponía en prevenirnos sobre los bulos, desinformaciones y mentiras que, según dicen sus ministros, tratan desestabilizarlo, descubrimos que quienes lo arman y sostienen llevan décadas viviendo del cuento, acostándose unos con otros, promoviendo el concubinato y la ley del silencio.
Sólo faltaba para certificar que todo en las izquierdas es mentira que Otegi, a propósito de la defenestración de este falso feminismo, «afectado y tocado» por las acusaciones de abusos contra Errejón, declarara haciendo gala de un cinismo mastodóntico que «tenemos monstruos a nuestro lado». Ahí tenemos hablando de monstruos precisamente a quien ha sido parte de la organización que asesinó a 58 mujeres, incluidas tres que estaban embarazadas. ¿Hacen falta más evidencias para asumir que en las izquierdas todo era mentira?