México y el laberinto de la institucionalidad
«Si la Corte Suprema decide el martes anular la reforma parcialmente, convivirán en México dos constituciones contradictorias, esto es, una legalidad imposible»
En El Federalista (número 78) Alexander Hamilton afirmó que, de los tres poderes del Estado, el Judicial era el menos peligroso. A diferencia del Ejecutivo, que monopoliza la coacción (la espada) y del Legislativo, que regula los derechos y deberes del ciudadano (la voluntad), el judicial solo cuenta con la capacidad de enjuiciar, «… y al fin y al cabo depende del auxilio del Ejecutivo para que sus decisiones sean eficaces».
Entre estas decisiones está, obviamente para Hamilton, la anulación de una ley por ser contraria a la Constitución: «… nada depende de principios más claros – afirma- que todo acto de una autoridad delegada, contraria al tenor de la comisión bajo la que se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ninguna ley contraria a la Constitución puede ser válida. Negar esta conclusión sería como afirmar que el mandatario es más que el mandante; que los representantes del pueblo prevalecen sobre el pueblo mismo; que los hombres que actúan en virtud de poderes pueden hacer, no solo lo que los poderes no les permiten, sino también lo que les prohíben». Sobre esta lógica, la misma que aplicó el juez Marshall en la pionera sentencia Marbury v. Madison (1803), la misma que trasladó a Europa el gran jurista austríaco Hans Kelsen, se asienta la institución del control judicial de la constitucionalidad de la ley, y del órgano – Tribunal Constitucional o Corte Suprema- encargado de la vigilancia de la Constitución.
La institución, empero, siempre fue sospechosa. La razón es, también, simple: cualquier Constitución contiene reglas claras – «queda abolida la pena de muerte» (artículo 15)- pero otras muchas de contenido controvertible. Por ejemplo, ese mismo artículo 15 de la Constitución Española, afirma: «Todos tienen derecho a la vida». ¿Cuán universal es ese cuantificador? ¿Incluye a los seres humanos concebidos, pero no nacidos? ¿A los animales no humanos? Y el derecho a la vida ¿comprende también el derecho a disponer de ella?
El legislador, al regular el aborto o la eutanasia, decide por mayoría, a veces por mayoría cualificada (en aplicación de los procedimientos legislativos que la Constitución misma establece), pero queda expuesto a que otra mayoría decida con carácter final: la del Tribunal Constitucional o Corte Suprema. ¿No es contrario al principio democrático si, a diferencia de los representantes, los jueces carecen de la legitimidad y accountability que sí tienen los representantes de la soberanía popular?
El próximo martes los estadounidenses están convocados a las urnas en una decisión trascendental para su República. Ese mismo día, los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el órgano que en México se ocupa de controlar con carácter final la constitucionalidad de la ley, tienen entre sus manos una decisión igualmente crucial para su vida institucional, un fallo que puede desatar una crisis de legitimidad y legalidad con escasos precedentes en su historia: declarar si la reciente reforma constitucional mediante la que el partido Morena, actualmente gobernante, ha procedido a una mutación radical del poder judicial para instaurar la elección popular de los jueces – entre otras medidas- es inconstitucional.
«La reforma es la última vuelta de tuerca del giro populista que el anterior presidente y su partido vienen imprimiendo a México»
Esta última disputa arranca a mediados de septiembre cuando el partido de la presidenta, Claudia Sheinbaum, que domina también las cámaras legislativas, logra, tras negociaciones y maniobras sombrías, conformar in extremis la mayoría requerida para reformar la Constitución y con ello cambiar por completo el sistema de elección de jueces, una modificación que incluye la remoción progresiva de los que actualmente ocupan sus cargos, una medida que formó parte de la campaña electoral que condujo a Sheinbaum a la presidencia. Ciertamente: la reforma es la última vuelta de tuerca del giro populista que el anterior presidente y el partido Morena vienen imprimiendo a México y al que la presidenta Sheinbaum se suma con más brío si cabe, pero: ¿es inconstitucional?
Si lo piensan bien la pregunta resulta desconcertante: ¿cómo podría resultar contraria a la Constitución una reforma de esta misma? ¿Cuál sería el parámetro de enjuiciamiento de tal modificación? En realidad, podría haber ocurrido que el procedimiento de reforma seguido no haya respetado las reglas constitucionales. Pensemos en el caso español. Durante los años álgidos del procés, desde instancias diversas, no se ha cesado de insistir en que un referéndum de independencia que conllevara la secesión de Cataluña exige la previa reforma de la Constitución mediante el procedimiento agravado establecido en el artículo 168. Pues bien, si se usara en cambio el más liviano del artículo 167 estaríamos ante una reforma procedimentalmente inconstitucional que bien podría ser así declarada por el Tribunal Constitucional. Pero ¿y materialmente?
Ni la Constitución española ni la mexicana establecen de manera expresa cláusulas irreformables, como sí hacen algunas Constituciones europeas. En ese sentido, la observancia de las reglas de reforma permiten cambiarlo todo. Ya saben: «España, mañana, será republicana» siempre que se cumplan con las prescripciones del mencionado artículo 168.
La Constitución mexicana que data de 1917 ha sido reformada en numerosas ocasiones y la Suprema Corte nunca ha declarado inconstitucional ninguna de esas reformas, y solo algunos de sus ministros y en contadísimas ocasiones han apuntado la posibilidad de la declaración de inconstitucionalidad por razones de procedimiento. Así y todo, desde que se empezó a dar cumplimiento a la reforma del poder judicial procediendo a un primer sorteo de las plazas que serán ocupadas tras la elección popular a partir de 2025, varios jueces y algunos partidos políticos han planteado controversias y acciones de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte buscando la declaración de inconstitucionalidad de la misma, recursos estos que, para empezar, tienen dudosísimo encaje en la propia legislación mexicana y que, no sin atendibles razones jurídicas, han sido así denunciados por la presidenta de México.
«Morena ha introducido la prohibición expresa en la Constitución de la revisión constitucional de sus reformas»
De hecho, en una maniobra que da cuenta del nivel de enfrentamiento entre poderes, Morena, mediante un procedimiento expeditivo, ha introducido, una llamada «enmienda de supremacía constitucional», una nueva reforma en la Constitución que atora cualquier resquicio interpretativo sobre la cuestión: la prohibición expresa en la Constitución (artículos 105 y 107) de la revisión constitucional de sus reformas. La propia enmienda establece el carácter retroactivo de la misma con lo que habrían de decaer los recursos planteados contra la reforma constitucional mediante la que se reforma el Poder Judicial.
Si han podido seguirme hasta aquí en este galimatías concluirán cabalmente que el intento es vano: si resulta genéricamente posible enjuiciar constitucionalmente la reforma constitucional también lo será la reforma que consiste precisamente en prohibir dicha revisión. La reacción consistente en introducir una enmienda de, quizá, supra-supremacía constitucional, que establezca la prohibición de revisar la constitucionalidad de la reforma que prohíbe la revisión constitucional de la reforma, solo aboca a una regresión al infinito.
Volvamos al origen, a la que es, a mi juicio, la pregunta fundamental: ¿qué permite a un órgano encargado de controlar la constitucionalidad de la ley declarar la inconstitucionalidad material de una reforma constitucional cuando su Constitución no lo prevé expresamente?
Hay quienes sostienen que determinadas modificaciones del texto constitucional son de tal calado que solo el «poder constituyente», no así el poder constituido, aunque sea el de reforma, puede acometerlas; en el documento que, como amici curiae, han firmado un conjunto de académicos mexicanos y de otros países en apoyo de las acciones de inconstitucionalidad y controversia constitucional emprendidas, se ha dicho que la elección popular de jueces, o la posibilidad, también introducida en la reforma, de que en México existan «jueces sin rostro» (una manera de perseguir mejor el azote del narcotráfico) altera los «elementos básicos de la arquitectura constitucional existente»; quienes promueven las acciones y controversias sostienen que la reforma vulnera el artículo 40 de la Constitución en el que se establecen los principios básicos que guían la voluntad del constituyente mexicano: constituirse como pueblo en una República representativa, democrática, laica y federal; hay quien, por último, ha sostenido que no permitir el enjuiciamiento constitucional de la reforma constitucional por la Suprema Corte vulneraría una suerte de «principio de control constitucional», como si blandiendo tal principio cupiera dejar de lado cualquier regla que expresamente se hubiera establecido sobre los límites, alcance y requisitos de ese control.
«Con la reforma constitucional aprobada la independencia del poder judicial en México está seriamente comprometida»
Yo no albergo dudas de que con la reforma constitucional aprobada la independencia del poder judicial en México está seriamente comprometida, pero se necesita mucha imaginación jurídica para sostener que ese procedimiento popular o democrático de elección vulnera unos evanescentes elementos de una inespecífica arquitectura constitucional, que, en manos del intérprete o aplicador, puede servir para el roto o para el descosido; que con ellos México vaya a dejar de ser una República representativa y democrática (supongo que la laicidad y el carácter federal sí quedan lógicamente incólumes).
¿Por qué hoy en México no se podría introducir en su constitución mediante reforma lo que, en todo caso pudo haberse introducido por el constituyente originario? ¿Acaso no sería «constitucional» un artículo de la Constitución originaria que permita la tortura o la pena de muerte? Será, seguramente, contrario a los compromisos internacionales de México, injustificable moralmente, pero ¿inconstitucional? Solo entendiendo que las Constituciones son y deben ser tenidas como el depósito inagotable de la justicia. Mal negocio si ese depósito queda en manos de un poder contramayoritario.
Pero más imaginación se precisa, si cabe, para sostener que el sistema jurídico-constitucional mexicano confía esa tarea de adecuación a los ministros de la Suprema Corte. Y aún más si, como se desprende del proyecto de sentencia conocido del ministro González Alcantara Carrancá y que será discutido y votado el martes, la Suprema Corte se arroga la potestad de declarar una inconstitucionalidad parcial, una suerte de ten con ten que, lejos de contentar a nadie, hará difícil resistir la conclusión de que, contrariamente al espíritu hamiltoniano, la Suprema Corte ha tornado en órgano político, quizá incluso en «el más peligroso de todos».
¿Exagero? Atiendan a lo que ha atisbado un antiguo ministro de esa misma corte y reputado constitucionalista mexicano, José Ramón Cossío: con la decisión de la Suprema Corte del próximo martes consistente en anular la reforma parcialmente, convivirán en México dos constituciones contradictorias, esto es, una legalidad imposible. Quienes, a juicio de la Suprema Corte, no acaten la que ésta considere valida como producto de su sentencia, estarán cometiendo un delito de desacato que podría conducir a su destitución, entre ellos el de la propia presidenta de México. De otra parte, los diputados y senadores que entendieran que la decisión de la Suprema Corte es ilegal por carecer de competencia para ese enjuiciamiento de la reforma, podrían promover un juicio político contra los ministros de la Corte.
Da miedo.