La Venus del Informe
«Quizá a corto plazo esto sirva para despertar una gran catarsis en un asunto muy doloroso para víctimas de abusos, pero también corremos el peligro de que el problema se banalice»
Nuestro tiempo se recordará algún día como la época en que la intimidad se volvió definitivamente pública y el cuerpo se convirtió en el principal sujeto político. Ya en 1958, Hannah Arendt advirtió en La condición humana que el ágora se estaba llenando de utilidad y de biología, desplazando a la palabra como forma de intervención e intercambio ciudadanos. Poco antes, en 1950, Lionel Trilling, en La imaginación liberal, había comentado el polémico Informe Kinsey sobre los hábitos sexuales de los varones, denunciando que la concepción del sexo como un fenómeno puramente físico degradaba al individuo y limitaba su emancipación. «La Venus del Informe, a diferencia de la Venus de De Rerum Natura de Lucrecio, ya no brilla en el firmamento ni la tierra le ofrece flores». En su lugar, según Trilling, había aparecido un nuevo héroe, consagrado por Kinsey en el imaginario común norteamericano, el brillante abogado que durante treinta años había mantenido una constante de treinta orgasmos por semana.
Medio siglo más tarde, Philip Roth publicó una profética novela, La mancha humana (2000), que entre otras muchas cosas constituía un retrato moral de Estados Unidos en 1998, cuando estalló el escándalo Lewinsky, la primera vez que la intimidad de un presidente se convertía en asunto de interés público. Nathan Zuckermann, el narrador de la novela, se hace una reflexión al respecto que leída hoy adquiere una especial vibración. En el verano del 98, dice Zuckermann, se produjo una repentina transformación en el imaginario político de su país. Al terrorismo, que había sustituido al comunismo como principal amenaza a la seguridad nacional, le sucedió «la mamada» (cocksucking), cuando «un presidente de edad mediana, viril y de aspecto juvenil, y una empleada de veintiún años, temeraria y prendada de él, se comportaron en el Despacho Oval como dos adolescentes en un aparcamiento e hicieron que reviviera la pasión general más antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería (sanctimony)».
El clima de puritanismo y persecución que Roth describe y dramatiza luego podría verse como uno de los antecedentes de nuestra actualidad mediática. La sociedad ha desplazado por completo a la política, relegando a una insignificancia cada vez más peligrosa a los distintos poderes democráticos, desde la Justicia al Parlamento y el Gobierno. Rita Maestre, celebrando la caída de su antigua pareja, proclamó triunfante que «un maltratador ha podido caer sin que se hable de la presunción de inocencia», a su juicio un logro incontestable del feminismo. Es decir, la palabra de cualquier mujer, por una excepción puramente biológica, sustituye y anula los mecanismos de protección del acusado que el derecho contempla y crea nuevas formas de coerción como la presunción de culpabilidad.
«La palabra de cualquier mujer, por una excepción puramente biológica, sustituye y anula los mecanismos de protección del acusado que el derecho contempla y crea nuevas formas de coerción como la presunción de culpabilidad»
No es difícil aventurar que una sociedad que desvirtúa con tanta virulencia los dictados de la razón por las urgencias de la emoción descontrolada está condenada a destruirse. Si el derecho se demuestra insuficiente o incluso inoperante en algunos extremos, la solución no puede pasar por su abolición, sino por una revisión de sus presupuestos y una legislación acorde con los más estrictos principios de falsación. Pero al mismo tiempo, la ley es un instrumento que difícilmente puede controlar y regular la intimidad. En muchas declaraciones y querellas, a menudo la víctima admite que «luego me di cuenta de que eso estaba mal». E inmediatamente se suele recurrir a la opinión autorizada de los psicólogos especializados para certificar que esa es la actitud habitual de muchas mujeres acosadas.
Fue el caso de una de las denunciantes del director de cine Carlos Vermut. La mujer declaró a un periódico que estuvo viendo a su agresor y acostándose con él durante más de un año: «Nos acostamos otras veces, de forma esporádica, a lo largo de un año y medio. Nunca fue como la primera vez, aunque siempre hubo forcejeos y violencia en el sexo. Él solo se excitaba así. Y yo, estúpidamente, llegué a creer que eso era salvaje, que estaba bien. Ahora no me reconozco en esa persona». La mujer concluyó que no sabía qué le pasaba y que solo más tarde se dio cuenta de que eso era punible. ¿Y qué ocurre, en esas relaciones primero consentidas y luego aborrecidas, con todos los demás sentimientos, incluido el placer, que se han quedado en el camino? Las tres denunciantes, por supuesto anónimas, admitieron haberse dejado seducir por la influencia y el talento del director. ¿Pero es eso solo abuso de poder por parte de él? ¿No hay en toda atracción sexual componentes impuros? ¿Cómo se puede luego tratar de desbrozar a posteriori lo puro de lo impuro? ¿No hay ahí tantas veces una responsabilidad compartida entre adultos?
En el reportaje que denunció a Vermut –menudo pseudónimo idiota–, se citaba a dos penalistas expertas en violencia de género que justificaban las dudas de las víctimas como algo habitual en su comportamiento. «El hecho violento es independiente de lo que ella o ellas decidan hacer después», aseguraba la abogada María Acale. Pero, si el «hecho violento» es independiente de lo que ellas decidan hacer «después», también cabría la posibilidad de que ese mismo hecho dejara de ser violento y pasara a ser simplemente erótico. La independencia es algo que decreta la experta en beneficio de su causa, pero en ningún caso podría ofrecerse como prueba empírica, puesto que depende de una evaluación psicológica del sujeto posterior al hecho y que también podría resolverse con una acusación a sí misma por haber sentido entonces algo que hoy desaprueba. Pero en ese juicio deberían comparecer los dos, no solo él. Si ella no sabía entonces que era víctima, él también podría alegar que entonces no sabía que era agresor.
La impotencia de la ley frente a estos casos obliga a los propios juristas a hacer suyos los dictados de la sociedad digital, que en España está a punto de dar por buenos cientos de testimonios anónimos que ya ni siquiera tendrán que pasar por comisaría. Quizá a corto plazo la práctica sirva para despertar una gran catarsis colectiva en un asunto que ha sido muy doloroso y difícil para muchas víctimas de agresiones y abusos, pero a la larga también corremos el peligro de que el problema se banalice hasta hacerlo de nuevo invisible y más poderoso aún. La esquizofrenia moral que ha esgrimido Errejón, idéntica a la de tantos fanáticos religiosos que de día se vestían de inquisidores para travestirse de noche, es una prueba más de los estragos que está generando la somatización de la política. El «neoliberalismo» que el diputado citó como origen de su deshonra es el último y más ridículo intangible que le quedaba en su vocabulario.
La brutalidad en la que nos estamos acostumbrando a vivir le da la razón a Trilling cuando advertía de la deshumanización que el informe Kinsey prometía con respecto a la consideración del sexo y su relación con la persona. La mecanización que evidenciaba la estadística, con su fría reducción del individuo a sus aspectos zoológicos, sin una adecuada valoración cultural, delataba una disminución imaginativa entre cuyas consecuencias se cuenta ahora un nihilismo cada vez más depredador tanto en el ámbito de la intimidad como del espacio público. La creciente dificultad a la hora de hacer distinciones jurídicas surge en parte de la incapacidad para discriminar moral e intelectualmente y del imperativo de someter la palabra a los absolutos emocionales y fisiológicos. Nathan Zuckermann recordaba que aquel verano de 1998, el periodista conservador William F. Buckley, ebrio de puritanismo mediático, no se conformaba con el posible impeachment de Clinton, sino que exigía para su «carnalidad incontinente» un viejo castigo ejemplarizante: la castración.