THE OBJECTIVE
Antonio Caño

El fracaso absoluto del Estado español

«Las espaldas del Rey no son lo suficientemente anchas para soportar el daño causado a las instituciones y a la convivencia»

Opinión
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El fracaso absoluto del Estado español

Labores de limpieza en una calle de la localidad de Alfafar, en Valencia, este sábado, una de las zonas más afectadas por la dana . | EFE

Como otras imágenes capaces de recoger un momento histórico, las de ayer en la localidad valenciana de Paiporta representan el colapso del Estado español, apenas sostenido por la dignidad de una pareja real que supo cargar sobre sus hombros con toda la responsabilidad de la clase dirigente -incluso la que no les corresponde- y proteger con su presencia a los líderes políticos que le han fallado a los ciudadanos, uno de ellos, Pedro Sánchez, de forma consciente, reiterada y premeditada.

No es casual lo ocurrido en Valencia. No lo es, desde luego, la indignación popular, perfectamente justificada tras un largo abandono por parte de quien tenía la obligación de acudir en su socorro, y mucho menos lo es el fracaso del Estado, consecuencia lógica de años de degeneración institucional, de polarización política y de división entre los españoles.

Llevábamos años hablando en abstracto de los efectos perniciosos que tendría la ocupación de las instituciones con fines políticos. Llevábamos años hablando en abstracto del peligro de situar al frente de los órganos del Estado, no a los más capacitados, sino a los más fieles al Gobierno. Ahora vemos las consecuencias en vivo. Llevábamos años hablando de los riesgos del enfrentamiento político llevado al extremo, que este Gobierno ha practicado hasta límites inimaginables, convirtiendo a su rival, el Partido Popular, en un nido de fascistas que sólo merecía el exterminio. Ahora vemos lo que eso supone cuando la realidad exige sincera colaboración. Llevábamos años hablando de la irresponsabilidad de dividir a los españoles, de levantar muros que mantuvieran lejos del Gobierno, marginados y vejados, a todos aquellos que no comulgaran con la doctrina oficial. La mayor parte de España se encuentra ahora al otro lado del muro y dispuesta a saltarlo para echar al Gobierno por las buenas o por las malas.

No es esa la situación deseada por los demócratas, por quienes creen en la ley y en el Estado de derecho, pero es la situación a la que nos ha abocado el Gobierno con su insistente retorcimiento de la legislación en beneficio propio, con sus reiteradas mentiras, con su insistencia en utilizar en beneficio particular un sistema político diseñado para facilitar el beneficio colectivo y el bien común. ¡Quién podía pensar que las falsedades constantes vertidas en las ruedas de prensa del Consejo de Ministros, que las realidades alternativas que trata de colarnos el presidente del Gobierno, que la priorización reiterada de sus intereses personales sobre el interés nacional no les pasarían factura en algún momento! ¡Quién podía pensar que entregar la gobernabilidad del país a los partidos y políticos que más odian España no encontraría algún día la sanción de los españoles!

«Si no somos capaces de extraer las lecciones adecuadas de esta tragedia, no será sólo el Gobierno el que se hunda en el barro de Valencia»

Algunos pueden preguntarse qué tiene que ver todo eso con la tragedia ocurrida en Valencia y Castilla-La Mancha. Es fácil entender la relación. Cualquier dirigente político que hubiera conducido una política más coincidente con el interés general hubiera encontrado un recibimiento mucho más amistoso en Paiporta. La gente no es idiota. La gente sabe que nadie es responsable de la voluntad de la naturaleza, que ha decidido castigar a esas regiones de forma tan cruel. Pero la gente también ha visto todo lo ocurrido después: el cruce de acusaciones entre administraciones, la siniestramente estudiada lentitud de la reacción del Gobierno por razones políticas, la falta de conocimiento y de eficacia de quienes tenían que tomar las decisiones.

Ciertamente, parte de esa responsabilidad le corresponde al presidente de la Comunidad Valenciana y a su equipo, igualmente elegido entre los más fieles y no los más idóneos. Tiempo habrá de preguntarse sobre los méritos del Partido Popular para asumir el Gobierno del país, y habrá que preguntarse incluso si nuestro actual modelo autonómico responde a las necesidades de un Estado moderno y eficaz. Pero es imprescindible primero señalar las culpas del poder Ejecutivo, el máximo responsable de lo que ocurre en nuestro suelo, especialmente en circunstancias tan dramáticas como las que estamos viviendo.

Si no somos capaces de extraer las lecciones adecuadas de esta tragedia, no será sólo el Gobierno el que se hunda en el barro de Valencia. Toda la clase política se hundirá con él. Las espaldas del Rey no son lo suficientemente anchas como para soportar por mucho tiempo tanta incompetencia y vileza. El Estado español se nos viene abajo si no reaccionamos a tiempo. Se entiende que, en tiempos de normalidad, los ciudadanos, que bastante tienen con sus angustias cercanas, se mantengan indiferentes al quehacer de los políticos, aunque los desprecien. Pero Valencia ha demostrado que esa normalidad no está garantizada para siempre, que un país serio dispone de un Estado serio capaz de hacer frente a los infortunios y de unir a la nación en su reconstrucción. Ese Estado no existe hoy en España porque lleva años siendo socavado desde sus cimientos.

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