Sin puentes
«Denunciar la mentira de los relatos innobles que dividen y enfrentan y recuperar el valor de la realidad me parecen más urgentes que nunca»
La política contemporánea necesita tender puentes pero los partidos, encerrados en sus fronteras ideológicas, se instalan cada vez más en la irrealidad. Las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, que hoy se celebran, han dejado de ser una batalla por el alma de un país –razón de ser de cualquier democracia– y se han convertido en una especie de ring estéril donde se enfrentan dos bandos igualmente desencantados.
La paradoja reside en que tanto los republicanos como los demócratas cuentan con una noble tradición que les permitiría reconstruir una mayoría electoral sólida y, sin embargo, carecen de la visión y del coraje necesarios para trascender el radicalismo de sus bases más activas. Esta polarización no es un accidente involuntario, sino el resultado de décadas de fragmentación identitaria. Cada partido se ha refugiado en su propio relato, olvidando que la virtud de la escucha es una exigencia de la democracia. Gobernar implica representar a toda la sociedad, no sólo al tribalismo fanático de las bases.
Josep Pla insistía en que la fuerza de la realidad es inconmensurable, si bien este mismo principio admite una lectura opuesta; a saber: que la fuerza de la ficción también puede ser avasalladora. Nuestra mirada está coloreada por una cultura, un credo, unas ideas. Por eso mismo, el historiador John Lukacs solía decir que hay que vigilar la sustancia de nuestras creencias, porque nuestra vida terminará pareciéndose mucho a lo que creemos. La corriente de las ideas construye y destruye sociedades, religiones, países e imperios. Alimentar los enfrentamientos identitarios bajo la vieja premisa de la dialéctica amigo-enemigo permite el privilegio de la victoria, pero a costa de perder lo más sagrado de una nación: su cuerpo común, ese reconocimiento primigenio de que al hombre lo define su naturaleza antes que sus ideas. Somos hermanos antes que señores y criados.
Ambos partidos, al menos desde la época de Obama, han quedado atrapados en la retórica enfermiza de los populistas. El partido republicano pudo consolidar una base multiétnica de trabajadores; sin embargo, prefirió dividir a su adversario antes que sumar desde el conservadurismo amable que había caracterizado a los predecesores de Trump. Los demócratas, por su parte, quedaron presos de la cultura woke, una ideología elitista y agresiva, que no sólo niega la tradición en su sentido más positivo, sino también los afectos propios de la libertad.
«Cuando ya nada de lo conocido es lo que es sino lo que te dicen que ha de ser, entonces tenemos un problema»
Cuando ya nada de lo conocido es lo que es sino lo que te dicen que ha de ser, entonces tenemos un problema. La colonización de la realidad desde sus fronteras conlleva un componente revolucionario que no podemos desdeñar. Que el trumpismo sea un fenómeno ante todo cultural nos indica hasta qué punto, en los Estados Unidos, no asistimos estrictamente a una consecuencia de la lucha de clases –por decirlo en términos marxistas–, sino a algo muy distinto y quizás más inquietante.
En una entrevista concedida poco antes de su muerte, la novelista italiana Fabrizia Ramondino recordaba una célebre frase de Brecht: «La guerra es como el trabajo de parto de la historia, pero la madre de la guerra siempre está encinta», para concluir que «el mayor mal reside en la estupidez humana». Creo que es así. Todos conocemos la tentación del poder y la embriaguez característica de la verdad. Ambas suelen ir de la mano, por lo que debemos sospechar de cualquier verdad que desconozca el sentido de la palabra hospitalidad, que no acoja sino que divida. Aunque no lo parezca, las elecciones americanas van también de esto. Como las nuestras -y pienso en el momento crítico que vive la democracia española- en un futuro más o menos cercano. Denunciar la mentira de los relatos innobles que dividen y enfrentan y recuperar el valor de la realidad me parecen más urgentes que nunca.