La DANA, obra cumbre del taifismo
«A nadie, ni al más federalista del mundo, se le escapa que con una España unida se habrían minimizado las terribles consecuencias del temporal»
Lo bueno de tener la historia a mano es que uno puede intuir con claridad lo que está por venir. No hace falta revisarla a fondo para comprobar cómo la descomposición de las grandes culturas viene normalmente precedida de una falta de cohesión evidente entre los distintos pueblos que las forman. Aquí, en esta península e islas que en 2024 todavía constituyen eso que llamamos España, tenemos varias pruebas de ello. La descomposición del Imperio Romano no hubiera sido posible sin que Hispania, entre otras provincias latinas, hubiera constituido desde mucho tiempo antes un ente alejado de Roma en costumbres, lengua y derecho.
Si avanzamos un poco más en la línea cronológica, vemos cómo el Califato de Córdoba, otrora garante del esplendor mediterráneo en la península, se fue al garete a medida que los distintos reinos de taifa fueron ganando autonomía y, por ende, separándose más de la autoridad que llegaba de Oriente. Dos culturas que fueron exterminadas desde las tripas, desde la misma columna vertebral que un día las hizo grandes.
«La triste realidad es un Estado de las Autonomías convertido en una partitocracia atroz que fagocita el interés general»
Decir que en España este proceso viene germinándose decenios atrás no es precisamente una afirmación novedosa. Ya precisamente Ortega en su España Invertebrada avisaba del peligroso cauce que se había empeñado en surcar la historia de nuestro país en dirección a su total descomposición. Y lo peor es que el caminante de El Escorial no había presenciado la que habría de ser base de todo el taifismo que contemplamos hoy ya no como augurio, sino como triste realidad: un Estado de las Autonomías que necesita de pequeños gobiernos regionales para subsistir, una partitocracia atroz que fagocita el interés general. Es sólo cuestión de tiempo que estos regionalismos tengan ya la suficiente independencia, sin alharacas ni jolgorios, sin referéndums ni alpargatazos, para convertir la cultura hispánica en una nueva Roma o en una nueva Córdoba.
El terrible desastre de Valencia ha sacado a la luz, en un mismo lugar y en un momento concreto, con toda su crueldad pestilente, la verdad de estas modernísimas taifas. Bomberos que no pueden cruzar una frontera dentro de su país, ejércitos que no pueden operar, sanitarios que no pueden salir de su terruño, cuerpos del Estado que tienen que esperar, como tristes perros a la voz de su amo, la llamada de un ente superior en claro proceso de desarme. A nadie, ni al más federalista del mundo, se le escapa que con una España unida se habrían minimizado las terribles consecuencias del temporal.
De hecho, si algo caracteriza a este pueblo español es que, ante los grandes desastres, deja atrás ideologías y prejuicios para arrimar el hombro con toda la solidaridad y el sacrificio del mundo. Pero este país lleva décadas desoyendo lo que Ortega previó hace más de un siglo, y mucho me temo que, o algo mucho más profundo que una simple votación cada cuatro años cambia, o esta cultura se irá por el sumidero de la historia de manera ordenadamente fragmentada, para gusto de, entre otros, muchos españoles.