THE OBJECTIVE
Juan Francisco Martín Seco

La IGAE, 150 años de existencia

«Se dedica mucha atención a la corrupción, pero no a potenciar órganos de control como la Intervención General del Estado que impidan la malversación y el fraude»

Opinión
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La IGAE, 150 años de existencia

Fachada de la Intervención General del Estado (IGAE) en Madrid (España). | Eduardo Parra (Europa Press)

En este año de 2024 la Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) viene celebrando con múltiples actos su 150 aniversario. Pocas instituciones pueden vanagloriarse de que sus orígenes se remonten tan atrás en el tiempo. Creo sinceramente que en buena medida una democracia vale lo que valen sus instituciones. Desde luego, esto es aplicable a la IGAE, dada la importancia de la función que se le ha encomendado, el control del gasto público y garantizar la transparencia en las cuentas públicas. No obstante, su actuación a menudo pasa desapercibida y no siempre se le da la relevancia política que tiene.

Quizás este sea un buen momento de darle visibilidad, aprovechando que cumple siglo y medio de existencia, para decir algo sobre ella y sobre todo acerca de las funciones que debe realizar. Lo primero es que su nacimiento no fue aleatorio o gratuito, hubo que esperar a que las libertades estuviesen medianamente asentadas en el Estado y el Patrimonio Nacional separado del de la Corona para que se crease un organismo orientado a controlar el gasto público y garantizar la autenticidad de las cuentas públicas. Fueron el Sexenio liberal y la Constitución de 1869 los que pusieron los cimientos para que esto fuese posible.

Echegaray, a los pocos días de ser nombrado ministro de Hacienda, hace aprobar el Decreto de 7 de enero de 1874, por el que se desarrolla la Ley de Administración y Contabilidad de 1870 y se crea una institución a la que se le conceden las funciones fiscalizadoras, interventoras y contables, y a la que se denomina ya de modo definitivo Intervención General de la Administración del Estado. A su titular, el Interventor general, se le atribuye la máxima categoría administrativa. Es posible que detrás de esta decisión del ministro se encontrase su obsesión acerca de los desequilibrios presupuestarios, que le llevó a acuñar ese eslogan, «El santo temor al déficit», y que después se haría tópico entre todos los estudiosos de la Hacienda Pública.

A pesar de ello -y de que la propia IGAE ha usado con frecuencia como emblema un caballo desbocado, símbolo del déficit al que había que domar-, no creo que la función de la IGAE sea determinar si el gasto público debe ser mayor o menor. Ello es competencia del Gobierno y de la Cortes. Su finalidad es que el gasto que se apruebe, sea mucho o poco, se ejecute de forma adecuada, ajustándose a la ley y de acuerdo con las prácticas establecidas.

La norma y los procedimientos constituyen elementos sustanciales del Estado de derecho. Quizás lo que de forma más radical diferencie a este de la autocracia y del despotismo sea que los gobiernos dictan las leyes, pero se encuentran sometidos a ellas al igual que cualquier otro ciudadano. Los políticos pueden cambiar el ordenamiento jurídico, pero no pueden utilizarlo arbitrariamente y, en tanto que subsista, la norma debe aplicarse de forma objetiva e imparcial.

«La ausencia de controles no solo no aumenta la eficacia, sino que puede disminuirla al incrementar los riesgos de corrupción»

Persiste, sin embargo, una tensión no resuelta. Todos los gobiernos, y en general los responsables públicos, pretenden extender lo más posible el ámbito discrecional en la gestión de los fondos públicos. Consideran que el Derecho administrativo y los procedimientos constituyen un corsé rígido que les impide administrar con eficacia, un lastre para su gestión. Se pretende reducir lo más posible la presencia de la IGAE y sus actuaciones. El argumento siempre es el mismo, incrementar la eficacia, pero lo cierto es que la ausencia de controles no solo no aumenta la eficacia, sino que puede disminuirla al incrementar los riesgos de corrupción y despilfarro.

El correcto funcionamiento de la IGAE precisaba también de la creación de un cuerpo profesional de funcionarios que asumiese tales competencias. La cuestión era tanto más imprescindible en cuanto que durante la Restauración existían el turnismo y las cesantías, tal como retrata perfectamente Galdós en su obra Miau, los funcionarios cambiaban según alternaba el gobierno.

El Real Decreto del 28 de marzo de 1893 creó el Cuerpo Pericial de Contabilidad del Estado, antecedente del actual Cuerpo Superior de Interventores y Auditores del Estado. El ingreso se establecía por rigurosa oposición, rompiendo así el sistema perverso de las cesantías, y convirtiéndose en un precursor de lo que se impondría después en toda la Administración pública.

El establecimiento de los cuerpos de funcionarios y las oposiciones fueron configurando una Administración profesional, al margen de los avatares políticos. Incluso durante la dictadura, la función pública fue una de las instituciones que menos se contaminó de los pecados del régimen. No en vano algún administrativista ha sostenido -y creo que con razón- que la institución de las oposiciones fue uno de los pocos elementos democráticos del franquismo.

«Su relevancia estuvo en proporción directa con la calidad del Estado de derecho que mantenía cada régimen o gobierno»

Un ordenamiento jurídico en el ámbito de las finanzas públicas y unos cuerpos especiales de funcionarios, reclutados por oposición y dedicados al control y a la contabilidad pública, permitieron que, con independencia del régimen político, la IGAE haya permanecido realizando sus funciones estos 150 años con el único paréntesis de la dictadura de Primo de Rivera. Ni siquiera hubo interrupción durante la Guerra Civil; en realidad, durante esos tres años de contienda hubo dos intervenciones generales, una en cada bando, al igual que ocurrió con el Banco de España y con la Fábrica de la Moneda.

Esa permanencia no quiere decir que todos los gobiernos diesen a la IGAE y a sus funciones la misma importancia. Como es lógico, su relevancia e influencia estuvieron en proporción directa con la calidad del Estado de derecho que mantenía cada régimen o cada gobierno. En mi opinión, ha habido dos periodos de oro de esta institución. El primero lo constituyó la II República, lo que prueba el discurso de Azaña en las Cortes Constituyentes en enero de 1932, en el que para defender el Proyecto de Consorcio de Industrias Militares afirmó que el interventor general lo había revisado personalmente de manera que encajase dentro de las leyes vigentes.

Pero quizás la etapa más sólida y ambiciosa de la IGAE la constituyen los 20 o 25 años posteriores a la Constitución de 1978. En estos años de democracia, uno de los mayores activos de la institución ha sido haber sabido evolucionar, modificando y perfeccionando sus procedimientos, actuaciones e instrumentos, tanto en materia de control como de contabilidad. Ha sido capaz de apoyarse en cada momento en lo existente para perfeccionarlo y en cierta manera superarlo, adaptándose a una realidad siempre cambiante, sin quedarse aferrada a viejos esquemas.

Es indudable el gran avance producido en los últimos 40 años en la contabilidad pública. Con anterioridad se contaba con un sistema de partida simple, una jerga ininteligible para todo aquel que no fuese interventor o contador. Es más, las primeras auditorías efectuadas al principio de los años ochenta pusieron de manifiesto las deficiencias de información contable existentes en muchas de las entidades, hasta el extremo de que no podía garantizarse la integridad de los recursos públicos y la inexistencia de fraude o corrupción. La situación hoy es radicalmente distinta. Se cuenta con un plan de contabilidad pública que en nada tiene que envidiar al de la contabilidad privada, y los organismos públicos mantienen sistemas contables tan completos y perfectos como puedan ser los de las entidades privadas.

«Especial importancia ha tenido a lo largo de estos años el control y seguimiento de las subvenciones»

En materia de control, la función interventora, que había sido la clásica ejercida desde la creación de la institución, fue completada desde principios de los ochenta por el control financiero permanente y mediante auditorías, superando el control estrictamente de legalidad por la supervisión de la contabilidad de los organismos, entes y empresas públicas y la evaluación de la oportunidad de los distintos gastos. Especial importancia ha tenido a lo largo de estos años el control y seguimiento de las subvenciones.

Nos engañaríamos, sin embargo, si creyésemos que el proceso está definitivamente acabado o que no es susceptible incluso de involución. Hasta el momento, el control financiero permanente no ha sido capaz de despegarse por completo de su origen y aún mantiene una enorme tendencia a definirse y a ejercerse exclusivamente como un control a posteriori.

Por otra parte, la red de intervenciones delegadas en ministerios y organismos ha venido siendo uno de los mayores activos de la IGAE. La proximidad del órgano interventor al origen del gasto, al ser concomitante el control, aumenta su eficacia. Su sustitución por auditorías a posteriori realizadas por los órganos centrales debería ser la excepción.

Del mismo modo, habría qué sortear la tentación siempre existente de eludir, con la excusa de la eficacia, la fiscalización previa o reducirla a su mínima expresión. Lo cierto es que la eficacia no se incrementa, pero lo que sí aumenta exponencialmente son las posibilidades de fraude. La experiencia enseña que la defraudación, el cohecho e incluso la malversación, el despilfarro y la ineficacia suelen anidar con mucha mayor facilidad allí donde no existe la función interventora o esta se ha minimizado. En ese sentido no fue una decisión muy acertada que el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre, convirtiese la fiscalización previa en algo casi inexistente para la ejecución de los fondos europeos de recuperación.

«Con frecuencia la IGAE no ha contado con los medios materiales y humanos necesarios para responsabilizarse de las nuevas tareas»

En el orden orgánico y administrativo se ha producido un proceso inverso al funcional, porque con frecuencia la IGAE no ha contado con los medios materiales y humanos necesarios para responsabilizarse de las nuevas tareas asignadas. De alguna manera sus puestos de trabajo han perdido importancia jerárquica relativa, y sus retribuciones han dejado de ser competitivas, lo que se ha traducido en una sangría de efectivos hacia otros puestos de la Administración mejor remunerados. Es significativo señalar que la IGAE se creó con la máxima categoría administrativa. Dada la transformación que ha sufrido la función pública, su posición ha quedado obsoleta. Parece lógico que el interventor general volviese a depender directamente del ministro de Hacienda con la máxima categoría.

Algo parecido ha ocurrido con los interventores delegados. Sus niveles han quedado desfasados. A principios de los ochenta todos los de los ministerios y bastantes de los de los organismos eran niveles 30, equivalentes a subdirector general. Tras 40 años, la estructura administrativa ha sufrido una enorme transformación. Se han creado secretarías generales y secretarías de Estado; las direcciones generales, y con ellas las subdirecciones generales, se han multiplicado de forma considerable hasta el punto de que abundan enormemente los niveles 30 con lo que han perdido relevancia administrativa.

A la función pública en general y a la Intervención General en particular hace tiempo que les amenaza un peligro que de vez en cuando se hace presente. Periódicamente surgen voces que ponen en duda el valor de las oposiciones. Las consideran un mecanismo obsoleto y antiguo, y dirigen la mirada a aquellos métodos a través de los que el sector privado capta a su personal, que con frecuencia están condicionados por la recomendación y el tráfico de influencias. Ya en el Gobierno de Zapatero, desde el Ministerio de Administraciones Públicas se propuso sustituir el sistema de oposiciones por otros mecanismos, que se creían más modernos, pero sin duda mucho más discrecionales, en los que las garantías de neutralidad y objetividad eran menores. Todo quedó en mero proyecto. Pero la idea ha vuelto a surgir de nuevo recientemente.

Si es importante defender el sistema de oposiciones en el acceso general a la función pública, se hace imprescindible cuando de lo que se trata es de las funciones de control. Garantizar la objetividad y desechar toda posibilidad de discrecionalidad en la incorporación de personal a la IGAE constituye una condición para poder acreditar la correcta gestión de los fondos públicos.

Los políticos, la prensa, la sociedad en su conjunto, suelen dedicar mucha atención a la corrupción cuando surge y se conoce, pero quizás no conceden la misma importancia a evitarla mediante la elaboración de las leyes necesarias, creando los procedimientos adecuados y sobre todo potenciando los órganos de control tales como la IGAE, que hagan imposible, al menos dificulten, la malversación y el fraude.

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