Europa por fin sola, frente a sus propios demonios
«Si la victoria de Donald Trump debe inquietarnos es porque nos coloca a los europeos frente al espejo de nuestras propias elecciones»
Es lógico que la elección del presidente de Estados Unidos nos preocupe a los europeos. El mundo, guste o no, está interconectado. Y lo que suceda en el país que, a día de hoy, sigue siendo la primera superpotencia mundial, tendrá consecuencias en nuestras vidas. Pero esto que es muy lógico lo es sólo hasta cierto punto, porque, aunque las decisiones del nuevo presidente estadounidense vayan a afectarnos, son nuestras políticas locales las que deberían preocuparnos.
Estados Unidos, por ejemplo, nada tiene que ver con la imprevisión y la desastrosa gestión de la catástrofe de Valencia, que ha dejado en evidencia la postración de nuestro Estado; tampoco con el suicidio programado de la industria alemana ni, en general, con las políticas de una Unión Europea que, por sí misma, parece empeñada en llevar el ya secular estancamiento del viejo continente al siguiente estadio: el decrecimiento. Si la victoria de Donald Trump debe inquietarnos es porque nos coloca a los europeos frente al espejo de nuestras propias elecciones.
Más allá de las razones retóricas están las razones de fondo. Así, por poco aseado que resulte Donald Trump en sus formas y maneras, su elección, que ha sido indiscutiblemente democrática, ha trascendido las formas. Los estadounidenses no han escogido entre las maneras de Trump o las de Harris, sino entre dos ideas de progreso muy distintas, diría que antagónicas.
La idea de progreso representada por Donald Trump mejor o peor, eso ahora es lo de menos, ha resultado ser más acorde con la excepcionalidad americana, esa idea de que los Estados Unidos es una tierra de promisión libre de rancios abolengos donde el emprendimiento y el éxito particular no se castigan, sino que se celebran. Mientras que Kamala Harris significaba la continuidad en el poder de un partido que desde hace tiempo parece haber renunciado a esa excepcionalidad y, en consecuencia, a su propia identidad como partido estadounidense, en favor de la promoción de una suerte de sociedad estamental basada en el identitarismo, donde cada uno vuelve a ser tratado según su nacimiento, raza, sexo o grupo social; no por sus méritos. A cambio, en el colmo del esperpento, Harris se comprometía a proporcionar a los estadounidenses autobuses eléctricos con conexiones USB en los que poder recargar sus smartphones.
Esto ya lo vivimos en 2016, pero entonces el público todavía no estaba los suficientemente maduro como para asumir que la victoria de Trump en las presidenciales de ese año, que también entonces se calificó de anomalía democrática, terminaría por constituirse en una corriente consistente y duradera que pugnaría contra las verdaderas anomalías que las élites estadounidenses y buena parte de la sociedad norteamericana estaban institucionalizando para disgusto de la mayoría.
«Los electores han votado a favor de la excepcionalidad americana y en contra del socialismo identitario demócrata»
En estos ocho años el Partido Republicano debería haber sido capaz de promover a algún político de puño de hierro en guante de seda, un candidato con mejores formas y maneras que representara de forma creíble la excepcionalidad americana que Trump ha acabado representando en exclusiva. Pero no ha sido capaz de parir desde sus entrañas ese candidato porque el envilecimiento del bipartidismo de izquierda y derecha no es una dolencia exclusivamente española o europea, sino una constante presente en mayor o menor medida en todas las democracias, también en la estadounidense.
Del mismo modo, el Partido Demócrata debería haberse librado de su elitismo y de la envolvente del socialismo identitario (eufemísticamente llamado socialismo democrático), de su wokismo y su asfixiante corrección política, para así poder presentar un candidato que atendiera las verdaderas inquietudes de una mayoría de estadounidenses. Pero tampoco el Partido Demócrata ha sido capaz de lograr semejante proeza. Así que los electores no han tenido más remedio que elegir entre Trump y Harris priorizando el fondo sobre las formas. Y esto es exactamente lo que han hecho: han votado a favor de la excepcionalidad americana y en contra de su remoción por el socialismo identitario del Partido Demócrata y su New Green Deal.
Desde el primer aldabonazo de Trump 2016 han transcurrido ocho años en los que, precisamente, la institucionalización de las anomalías políticas ha tenido consecuencias muy negativas que la mayoría de estadounidenses han acabado percibiendo nítidamente. Esta constatación, que en 2016 todavía podía ocultarse detrás de la mera retórica, es decir reducirse a una reacción populista frente a peligros imaginarios, ha permitido a los electores estadounidenses avanzar en el tiempo y decidir de nuevo de acuerdo con la realidad del presente. Para ellos los últimos ocho años no han transcurrido en balde, al contrario, las políticas que el Partido Demócrata ha llevado a cabo durante este periodo y sus resultados les han abierto los ojos.
Por el contrario, las élites europeas apoyadas por una mayoría de electores no sólo han seguido abrazadas a sus propias anomalías durante estos años, sino que han profundizado en ellas para establecer un control sobre el consumidor casi total, de tal suerte que los europeos ya no puedan mantener viva la tensión entre ser y tener que todavía conservan los estadounidenses. Dicho de otra forma, Europa no sólo sigue dominada por un progresismo antagónico a la tradicional idea de progreso occidental y, por descontado, a la excepcionalidad americana, es que sus promotores la están llevando hasta sus últimas consecuencias, con resultados que empiezan a demostrarse catastróficos.
«El ministro de Finanzas ha planteado una disyuntiva: salvar Alemania o abundar en las políticas progresistas y ecologistas»
Esto no es una opinión que pueda ser contrarrestada con la opinión contraria. Se da la casualidad que el mismo día en que se certificaba oficialmente la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, en Alemania se abría una crisis de gobierno que probablemente obligue al canciller Olaf Scholz a convocar elecciones anticipadas en marzo de 2025. Según Scholz el motivo habría sido las «acciones egoístas e irresponsables» del ministro de Finanzas y presidente del Partido Liberal (FDP), Christian Lindner.
Sin embargo, el asunto tiene mucho más calado. Lo que ha sucedido en Alemania es que el ministro de Finanzas ha colocado a la coalición de Gobierno ante una disyuntiva inescapable: escoger entre salvar Alemania o abundar en las políticas progresistas y ecologistas que la están desmantelando. Y lo ha hecho de tal forma que sus socios de Gobierno, socialdemócratas y verdes, tuvieran que retratarse públicamente, sin darles opción a esconderse detrás de un engañoso consenso alcanzado a puerta cerrada.
Para ello, el ministro de Finanzas simplemente ha filtrado a la prensa el documento de 18 páginas titulado Concepto para el crecimiento y la justicia generacional, donde propone eliminar regulaciones para la protección del cambio climático, recortar subvenciones y subsidios sociales y eliminar barreras regulatorias, con el fin de relanzar la desgastada economía alemana. Una astuta maniobra que ha provocado las iras de Scholz porque el canciller alemán ha quedado a la intemperie, sin opción a taparse con el filibusterismo político que desde hace demasiado impera en Alemania.
Linden ha puesto así voz a las preocupaciones económicas de un número creciente de alemanes que durante años han sido ignoradas y suplantadas por propuestas que no sólo no han contribuido a superar la debilidad fundamental del crecimiento de Alemania, sino que la han agravado. Y todo ello en un contexto en el que aún resuena como un cañonazo el anuncio del Grupo Volkswagen de que, finalmente, cerrará varias fábricas en Alemania y eliminará decenas de miles de empleos porque, como el propio CEO de Volkswagen ha reconocido, «fabricar en Alemania se ha vuelto demasiado caro». Una crisis, la del principal fabricante de automóviles europeo, que no es más que la punta del iceberg de la debacle que se avecina en Alemania y Europa.
«El ministro de Finanzas ha impedido que Scholz, los socialdemócratas y los verdes siguieran ocultando la cruda realidad»
El ministro de Finanzas Linden no ha traicionado la confianza del canciller alemán, es al revés, ha impedido que Scholz, los socialdemócratas y los verdes siguieran ocultando la cruda realidad detrás del trampantojo de los consensos, las políticas sociales, las luchas contra el cambio climático, las subvenciones, los subsidios y los gastos extraordinarios que, lejos de salvar a Alemania, acabarán colapsándola por completo.
Resulta desolador que, después de todo lo vivido desde 2016 hasta el presente, voces presuntamente solventes como, por ejemplo, la del periodista Carlos Alsina, que todas las mañanas emite su homilía radiofónica a millones de fieles oyentes moderadamente progresistas, sólo alcance a concluir que el triunfo de Donald Trump «lo estará celebrando Javier Milei en Argentina, o la señora Meloni en Italia. Lo estará celebrando Vladimir Putin o incluso el norcoreano. En general, todos los líderes autoritarios».
Olvida Alsina, seguramente cegado por el mismo virus progresista que, aunque le pese, ha llevado a su aborrecido Pedro Sánchez a La Moncloa, que los mejores y más fieles aliados, los que más han estimulado las ambiciones de Putin, Xi Jinping y las de cualquier otro autoritario, incluso las de la teocracia iraní que ha forzado a Israel a emprender una guerra, han sido los sucesivos gobiernos socialdemócratas y democristianos europeos y sus, más o menos, equivalentes estadounidenses.
Y que, en general, es esa idea de progreso llamada progresismo que también venera Alsina la que ha dejado a Europa a los pies de los caballos, no las elecciones presidenciales del 5 de noviembre en Estados Unidos. Incluso la prevención en la que podría estar de acuerdo con Alsina, la postura de Donald Trump respecto de la guerra de Ucrania, debería conducirnos a una profunda reflexión sobre que está pasando con esta Europa tan estupendamente ecologista, progresista, igualitaria, estatista e intervencionista que, sin embargo, es incapaz de protegerse y salvarse por sus propios medios.
«La elección como presidente de Trump no es el resultado de una sociedad que ha perdido el oremus democrático»
Puede que, en nuestro país y en buena parte del viejo continente, la política se reduzca a la pantomima de una confrontación entre un progresismo tan irracional como peligroso y una serie de contrapartes inanes o populistas que a ratos pueden parecer tanto o más absurdas y temerarias, pero en Estados Unidos la elección como presidente de Donald Trump no es ninguna elección mezquina; tampoco el resultado de una sociedad que ha perdido el oremus democrático.
Estados Unidos surge del libre debate de ideas, de la discusión de argumentos entre grandes intelectuales como Jefferson, Madison, Hamilton o Jay. En La democracia en América, Alexis de Tocqueville señaló: «Un americano no conversa, más bien debate, y su discurso se convierte en una disertación». Es seguro que el estadounidense medio actual no lo expresaría de esta forma y que, muy probablemente, no sepa siquiera quién fue Tocqueville, pero esta filosofía está en su impronta, en una forma de ser y hacer que pese a todo prevalece.
Si no fuera porque el futuro de Europa es negro como la boca de un lobo, resultaría divertido y hasta enternecedor escuchar los lamentos de nuestros progresistas sobre lo que mal que votan los estadounidenses. Sus pronósticos apocalípticos, sin embargo, no tienen ninguna gracia, porque, aunque ahora partan de la falacia de atribuir todos los males venideros a la elección de un presidente, llevan tiempo haciéndose realidad… pero por nuestras propias elecciones.