Otro relato
«Los Reyes sufrieron dosis de ira y desesperación que no les correspondía padecer a ellos y aun así hicieron lo que debían hacer: aguantar estoicamente»
A reescribir la Historia, lo llaman ahora «ganar el relato» y el Gobierno, junto a sus escribanos afines, ya son candidatos no sé si al Nobel rama ciencia-ficción, o al Princesa de Asturias, modalidad Ciencias Sociales. El pionero fue Zapatero que había leído a Gamoneda y algún genoma misterioso debió insuflarle el poeta de León porque llenó sus entrevistas con el término «relato» y sus discursos con la voluntad de «ganar el relato». Como si la vida pública fuese un cuento de Poe.
La cosa estaba tan cantada que tiempo después de dejar la Presidencia de Gobierno se atrevió con Borges –Gran Maestre del Relato– y escribió un breve ensayo que no aporta ninguna luz borgiana y su relato ni fu, ni fa. Pero, en fin, mejor eso que ponerse el chaleco de tahúr para jugar a los relatos históricos y darles la vuelta con intención de ganar la partida perdida. Que cuando juegas solo, siempre ganas, con trampas o sin ellas. Si Cercas aportó en España el término «relatos reales», a la voluntad de Zapatero y herederos podemos bautizarla como «relatos gananciales».
Vamos, pues, a inventar un relato que es lo que siempre han hecho los literatos: inventarlos. Imaginemos que uno o dos días después de la catástrofe valenciana, el rey Felipe VI se desplaza hasta la zona cero del desastre, como hizo el domingo pasado. Pero lo hace solo y con la Guardia Real. ¿De verdad creen que le habría salpicado una sola gota de barro? ¿De verdad creen que alguien lo hubiera insultado? El Rey consuela: recuerden las imágenes del rey Jorge de Inglaterra y la reina Isabel visitando los lugares destruidos por la Luftwaffe dando ánimos y fuerzas a los londinenses, entonces solos ante el mundo. En aquella ocasión, Churchill se mantuvo al margen: ni se escudó en los Reyes –no tenía por qué– ni quiso representar un papel que en ese momento no le correspondía. Era Churchill, claro, quien tampoco habría impedido o retrasado la visita real; al revés: todo sumaba frente al desastre y todo aportaba para mantener la fortaleza de espíritu de la nación.
Ahora la realidad. Los Reyes visitaron la zona catastrófica cuando les dejó el Gobierno y se les sumaron dos políticos cuya presencia provocó una secuela del motín de Aranjuez. Porque si uno viene de Godoy, el otro asumió un reto para el que ha demostrado no estar preparado. No, los Reyes no sufrieron los insultos, ni los gritos, ni las bolas de barro de los justamente indignados.
Los Reyes sufrieron dosis de ira y desesperación que no les correspondía padecer a ellos y aun así hicieron lo que debían hacer: aguantar estoicamente –incluso la emoción de la Reina, que también estuvo magnífica, fue una emoción estoica– y no dar la espalda a quien necesitaba ayuda y sentirse abrazado después de tantos días de abandono en el dolor y la ruina. Lo dicho: los Reyes consuelan y en una nación en estado de shock, aún más. Su poder taumatúrgico viene de muy antiguo, algo que muchos políticos no entienden.
«El airado coro de la tragedia iba hacia los dos gobernantes: el de la nación y el de su autonomía, no hacia los Reyes»
Aquella mañana, mando a distancia en la mano, vi la crónica de los hechos en directo a través de distintas cadenas televisivas y creo que los que no estamos cegados por prejuicios partidistas pudimos hacernos una idea bastante aproximada de lo que estaba pasando en la visita a Valencia. Y lo que pasaba no era lo que se leía minutos después en los titulares de algunos periódicos, donde el relato consistía en que el pueblo había asaltado y se había enfrentado a la comitiva real. En aquel momento lo de los Reyes –el barro en la cara, los gritos, las explicaciones desencajadas de algunos jóvenes…– eran daños colaterales porque lo que se veía bien a las claras es que el airado coro de la tragedia iba hacia los dos gobernantes: el de la nación y el de su autonomía, no hacia los Reyes que sufrieron las consecuencias de su compañía.
Y cuando las cámaras enfocaban las calles de Chiva –siguiente capítulo de la visita– sus habitantes decían que ellos estaban esperando a los Reyes, que no querían ver a nadie más que a los Reyes. Más claro… Pues bien, alguna preclara inteligencia impidió esa visita al Rey y la Reina porque implicaba, dijeron, grave peligro: el peligro del que otros ya habían huido hacía una hora y el peligro que no dejaron afrontar al Rey, cuando ambos peligros eran muy diferentes.
¿Ganar el relato? Eso vino en el telediario de las tres de la tarde. Durante la crónica de los hechos de Valencia, pareció en el informativo que Valencia ardía contra la comitiva de los Reyes, impresión que parte de la prensa extranjera –como había hecho la nacional y provincial horas antes– recogió enseguida. En las imágenes no se veía por ningún lado al presidente de Gobierno: nunca estuvo allí (ganar el relato), esa era la impresión que transmitía el telediario; al apurado Mazón casi tampoco se le veía por razones obvias y sólo la figura y las palabras serenas del Rey y el rostro emocionado de la Reina dignificaron la situación creada (no por ellos) sobre la gran desgracia de la riada natural y la incompetencia artificial. Sin olvidar la irresponsabilidad, cáncer de las sociedades posmodernas y puntilla de las democracias postreras.