Lo que nos espera con la ley de restauración de la naturaleza
«Debemos aspirar a las mejores infraestructuras para que, llegado un fenómeno como la DANA, podamos minimizar los daños. Nada de todo esto ha ocurrido en Valencia»
Las riadas que están asolando la costa mediterránea son un hecho de una enorme tristeza y frustración. Igual que cuando hay incendios, los lamentos y las polémicas se concentran en la reacción o actuación posterior para minimizar los daños. Nadie o casi nadie repara en que lo más importante es si estaba hecho todo lo que debería estar para atajar las consecuencias desde el minuto uno.
Por ejemplo, una de las críticas más importantes es sobre la previsión meteorológica. Nos empeñamos en querer predecir todo, cuando la probabilidad de equivocarnos (sujeta a la información disponible) es muy elevada. Tener un sistema de alertas más eficaz no significa que seamos capaces de gestionar mejor. De hecho, este tipo de mecanismos tienden a generar sobre confianza e incluso falta de credibilidad si continuamente se están lanzando alertas.
A lo que debemos aspirar es a contar con las mejores infraestructuras y protocolos para que, llegado un fenómeno climatológico como la DANA, podamos minimizar los daños y aprovechemos la lluvia torrencial para recargar acuíferos, rellenar embalses y renovar aguas estancadas. Nada de todo esto ha ocurrido en Valencia, ni tampoco en el Baix Llobregat. No existían las infraestructuras hídricas necesarias para contener el agua salvaje. Los cauces, las rieras, los montes, los caminos y los barrancos estaban plagados de suciedad (lo que algunos «ecologistas» llaman biodiversidad, por ejemplo, a especies invasoras como las cañas Arundo donax) que se ha convertido en un lodo insoportable en los pueblos inundados corriendo con el riesgo de propagación de enfermedades infecciosas.
Nada de lo necesario estaba hecho. Tanto en la comarca de la Horta Sud como en el Baix Llobregat se vive de las rentas de unas infraestructuras hechas hace decenas de años (los desvíos tanto del Turia como del Llobregat) que ahora han servido para que las consecuencias no sean aún peores en lo que a vidas humanas se refiere. Sin embargo, el futuro más inmediato puede encumbrar un riesgo aún mayor en función de cómo se aplique la polémica Ley europea (Reglamento) de Restauración de la Naturaleza. Polémica desde el principio, en los trílogos se consiguieron algunos pequeños cambios, pero ha entrado en vigor en agosto y los países tienen hasta 2030 para «restaurar» hasta un 20% de los ecosistemas terrestres y otro tanto de los marítimos.
La interpretación del término «restauración» es crítica, ya que la propia Comisión Europea entiende que para cumplir este objetivo sirve, por ejemplo, «[…]alcanzar, de aquí a 2030, el objetivo de restaurar al menos 25.000 km de ríos para que fluyan libremente» (nota de la Comisión Europea del 15 de agosto de 2024). De una forma muy similar lo interpreta el Ministerio de Transición Ecológica en España, tal como puede verse en la Estrategia Nacional de Restauración de Ríos 2022-2030. Por ejemplo, algunos datos concretos son: «Se ha logrado mejorar la continuidad fluvial de los ríos españoles demoliendo 621 azudes y presas obsoletas y construyendo 574 pasos para peces en barreras existentes. En tramos que forman parte de Reservas Naturales Fluviales se ha recuperado la conectividad longitudinal de más de 250 km mediante la eliminación de 40 barreras transversales y la permeabilización de 9 para el paso de la fauna piscícola, se ha implantado una red de seguimiento de cambio climático y se han realizado actividades de sensibilización y divulgación con la participación de más de 1.900 personas«.
¿Quién, cómo y de qué forma se determina que un territorio está «restaurado»? Hacer una búsqueda desesperada por el pasado (que, obviamente, se ha modificado constantemente a lo largo de los siglos) y no entender cómo un paisaje puede cambiar a lo largo del tiempo sin que esto sea un problema, es uno de los dogmas más complejos de remover en la política actual. El marco regulatorio que consagra la Ley de Restauración de la Naturaleza se basa en la creencia de que, a mayor cantidad de bosque, mayor sumidero de carbono, sin considerar siquiera si eso es apropiado para la biodiversidad y el medio natural.
Lo mismo sucede con el libre circular de las corrientes de agua. La imposición de controles administrativos en manos de grupos de presión (como es el caso de las Declaraciones de Impacto Ambiental) que no permiten gestionar sin que se dé un permiso por alguien que no conoce lo más mínimo la realidad de ese ecosistema concreto, lleva al abandono, la falta de limpieza y, con ello, la probabilidad de que ante una lluvia torrencial se produzca un desastre aumenta de forma exponencial.
Este hecho es el que frena, desincentiva y ralentiza hacer infraestructuras críticas como la limpieza de cauces (incluso bajo la inaceptable ampliación y expropiación encubierta que se ha hecho en los últimos años con el dominio público hidráulico), bosques, humedales o presas, entre otros. Termina generando una presión insoportable para los presupuestos públicos, que en última instancia deben atender con unos recursos muy limitados, humanos y materiales, lo que pueden para evitar nuevos desastres naturales.