Se acabó
«La semana pasada el votante norteamericano parece haber gritado mayoritariamente ‘se acabó’, como hizo el votante argentino hace un año»
«Se acabó», vociferaba en uno de sus acalorados mítines el presidente argentino Javier Milei, «se acabó la joda. El pueblo está despertando y grita libertad. Y se van a comer crudos a los políticos chorros. Se van a comer crudos a los empresarios prebendarios. Se van a comer crudos a los sindicalistas que entregan a la gente. Se van a comer crudos a los medios de comunicación que fueron funcionales a todos estos chorros para mantener este curro. Y se van llevar puestos a los econochantas, a los impuestólogos y a toda esa basura que abogan por la religión del Estado». Es un lenguaje al que no estamos acostumbrados en España. Que la política cambia es ya una evidencia sin discusión. Que el hartazgo hacia el sistema se acumula en distintos puntos del planeta, también.
La victoria de Trump frente a la elite demócrata se puede interpretar como el fin de la democracia liberal o como un grito de repulsa. La solidez de aquel mundo que había surgido de la caída del comunismo se volatiliza ante nuestros ojos. Por otro lado, la melancolía tal vez consuele pero no explica nada. La semana pasada el votante norteamericano parece haber gritado mayoritariamente «se acabó», como hizo el votante argentino hace un año. ¿Qué sucede o qué ha sucedido para que los discursos oficialistas hayan entrado en una crisis sistémica? Se diría que la explicación pasa por la economía y la cultura. También por la verdad. Me explico: la verdad se ha vuelto sospechosa cuando ya los hechos no pueden distinguirse del relato. Es el triunfo último de la ideología de la sospecha.
Hablo a su vez de la economía y de la cultura, porque ninguna estadística ha sabido captar por completo la fragilidad de una clase media sometida a los embates de la globalización. Los descartados salen precisamente de aquel núcleo sociológico que sostenía con su existencia el mito central de la segunda mitad del siglo XX: el bienestar común. Christopher Lasch, durante los años del reaganismo, diagnosticó una revuelta de las élites, sin caer en la cuenta de que no la capitaneaban los neocones, sino que su fundamento último miraba hacia la tecnología.
Desnortada por la caída del Muro, la izquierda adaptó su discurso a una dialéctica identitaria que tomaría el control de la enseñanza y de las elites burocráticas. En apenas unos años, una nueva inquisición ideológica empezó a reducir el espacio natural de la libertad de expresión. Donde antes había un pueblo o una ciudadanía, empezaron a surgir grupos enfrentados entre sí. Volvieron los nacionalismos furibundos y los extremismos de izquierdas y de derechas. Si la economía nos empobreció a todos, la cultura nos convirtió en prisioneros de ficciones identitarias.
«El supremacismo es un signo de todo lo que va mal en nuestro mundo»
El prestigio de las grandes instituciones mediadoras estalló por los aires. La respuesta de las élites al mando fue moralizante, o sea, trasladó la culpa a las víctimas. Todavía esta semana oía yo en la radio cómo se acusaba a los votantes republicanos de ser los exponentes de una América «sin pasaporte», es decir, de ser gente ruda, analfabeta, desinformada. El supremacismo es un signo de todo lo que va mal en nuestro mundo.
Porque, no nos equivoquemos, el primer deber de un político es escuchar y el segundo respetar a la persona en su dignidad. No debemos olvidarlo. Como tampoco debemos olvidar aquella advertencia de Hannah Arendt, que cito de memoria: elegir un mal menor no significa que hayamos elegido el bien. También el realismo tiene sus limitaciones. Algo que muy pronto descubrirá de nuevo Donald Trump.