Trump, Alemania y la fantasía decrecentista
«Va quedando claro que los votantes de los países ricos no están dispuestos a renunciar al crecimiento en nombre de la política climática»
Si bien los analistas no se ponen de acuerdo sobre las razones que explican la clara victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses, sobresalen dos hipótesis: el rechazo de la denominada «ideología woke» y el impacto de la inflación sobre el nivel de vida. Si nos centramos en la segunda, parece que los votantes norteamericanos quieren que su país siga creciendo y que lo haga sin merma de su poder adquisitivo; una mayoría venía considerando que Trump merece más confianza que Harris como gestor de la economía nacional.
Es imposible saber qué papel jugó en la formación de ese juicio que Harris anunciase el veto federal del fracking en caso de victoria, una promesa de la que luego ella misma se desdijo. Su mero anuncio, sin embargo, podría haber causado una impresión negativa entre quienes celebran que su país haya alcanzado en los últimos años plena autonomía energética. Dado que la crisis del petróleo de 1973 todavía resuena en la conciencia del país, tal como nos recordó Paul Thomas Anderson en su magistral Licorice Pizza, hablamos de un estado de cosas cuyo valor para el votante medio no ha de minusvalorarse.
Mientras tanto, al otro lado del océano ha sonado la hora del adiós para la coalición que gobierna Alemania. Eran ya de tal envergadura los desacuerdos entre los miembros del tripartito —formado por el SPD de Olaf Scholz, los Verdes de Annalena Baerbock y Robert Habeck, y los liberales de Christian Lindner— que el canciller ha preferido llevar al país a unas elecciones que su partido no está en condiciones de ganar. Y me interesa subrayar que la coalición tenía entre sus principales objetivos impulsar la transición energética de la sociedad alemana.
Bien puede alegarse que los contratiempos presupuestarios de distinta índole —la sentencia del Tribunal Constitucional que prohibía al gobierno usar los fondos COVID y el celo con que los liberales mantenían a raya el déficit— han dificultado la realización de tal fin. Pero el caso es que el Gobierno ha fracasado en ese frente y, para colmo, la economía sufre un inquietante estancamiento; su símbolo más llamativo es la crisis de la industria automovilística, que tiene crecientes dificultades para hacer lo que la UE le ha dicho que haga —sustituir el vehículo de combustión por el eléctrico— en el plazo que se le ha fijado para hacerlo.
De ahí que los votantes parezcan poco dispuestos a renovar su confianza en los partidos que aún gobiernan: las encuestas dan un 15% al SPD, un 14% a los Verdes y menos del 5% necesario para entrar en el Bundestag a los liberales. La caída es especialmente llamativa en el caso de los Verdes, que estaban llamados a convertirse —según no pocos comentaristas— en el partido dominante del centroizquierda bajo las nuevas condiciones creadas por el cambio climático. En el tribunal de la opinión pública, los Verdes han sido víctimas de errores propios: su intención de forzar la sustitución de las calderas viejas de las viviendas alemanas topó con la incomprensión de unos ciudadanos poco dispuestos a afrontar semejante desembolso. Que los conservadores de la CDU/CSU estén al frente de los sondeos con una intención de voto que ronda el 32% tiene mucho que ver, por lo tanto, con la sensación de que el país pierde competitividad y riqueza a pasos agigantados.
«Ni los estadounidenses van a abandonar sus coches, ni los alemanes dejan de reaccionar en las urnas a la amenaza de recesión»
Va quedando así claro que los votantes de los países ricos no están dispuestos a renunciar al crecimiento en nombre de la política climática; ni siquiera en esa España donde la pérdida de renta per cápita —paulatino declive— convive con la idea de que la economía va «como un cohete». Sería conveniente tomar nota: ni los estadounidenses van a abandonar sus coches, ni los alemanes dejan de reaccionar en las urnas a la amenaza de recesión.
Resulta así sorprendente que tantos intelectuales y académicos insistan en presentar el decrecimiento como la única respuesta posible al cambio climático; no solo se equivocan, minusvalorando de paso las consecuencias negativas que acarrearía la renuncia al crecimiento, sino que va llegando el momento de admitir que ningún país va a tomar ese camino; hablar del decrecimiento, soñando con el fin del dinero o de los vuelos transoceánicos, es hacer literatura. No digamos ya si cunde el ejemplo de los demócratas norteamericanos y los partidos de centroizquierda redescubren los intereses materiales de los votantes.
¿No sería entonces preferible que dedicásemos nuestros esfuerzos a reformar ecológicamente las economías capitalistas, combinando una política realista de mitigación del calentamiento global con el despliegue de una política de adaptación inteligente que nos permita manejar socialmente sus efectos negativos? Vivir de espaldas a la realidad suele ser una mala idea. Y parece que incluso los votantes se han propuesto recordárnoslo.