Humildad climática
«Fenómenos como la DANA asolan esa zona desde hace siglos, por lo que no parecen deberse al efecto provocado por el uso masivo de combustibles fósiles»
A las 8:46:40 del 11 de septiembre de 2001 el avión de American Airlines 11 que se dirigía desde Boston a Los Angeles impactó entre las plantas 93 y 99 de la Torre Norte en el World Trade Center de Nueva York. Murieron al instante cientos de personas y quienes sobrevivieron por encima de la planta 92 quedaron atrapadas en una ratonera mortal. La confusión reinó durante minutos y el sistema telefónico de emergencias – el célebre 911, equivalente a nuestro 112- quedó inutilizado, incapaz de absorber el colosal número de llamadas que se produjeron.
Los operadores tampoco eran conscientes de la magnitud de lo sucedido: que nadie de quienes estuvieran por encima de la planta 92 morirían irremisiblemente y que los demás sobrevivirían con gran esfuerzo si lograban escapar del edificio y de sus inmediaciones en menos de los 102 minutos en los que el edificio pudo mantenerse en pie. Hubo quienes fueron instados a romper las ventanas; otros a esperar en el lugar donde estuvieran a que llegaran los servicios de emergencia (no tardaron en hacerlo a la zona y por cientos); otros a escapar como pudieran; hubo quienes no pudieron soportar más tiempo el humo y la temperatura alcanzada y decidieron arrojarse al vacío; hubo quienes siguieron trabajando.
Muy poco tiempo después del primer impacto en la Torre Norte, los responsables de seguridad de la Torre Sur anunciaron por los canales internos de comunicación a quienes se hallaban en ese edificio que permanecieran en sus lugares de trabajo, o que regresaran si se habían ido, pues se daban las condiciones de seguridad. Así lo hicieron muchos, pero no todos. «Sin duda –se afirma en el informe de la Comisión Nacional sobre los ataques terroristas en Estados Unidos el 11 de septiembre- la perspectiva de que otro avión impactara en la torre estaba más allá de lo que pudiera contemplar cualquiera de quienes daban consejo» (p. 288).
Ocurrió 17 minutos después: a las 9:03:11 el vuelo de United Airlines 175 que se dirigía desde Boston a Los Angeles impactó entre las plantas 77 y 85 de la Torre Sur. Lo que tras escasos minutos de las 8:46 de ese 11 de septiembre se configuraba como una complejísima emergencia, apenas 20 minutos después se atisbaba como una de las operaciones de rescate civil de mayor magnitud en la historia de los Estados Unidos.
Y es que los bomberos desplazados al World Trade Center percibieron enseguida que la extinción del incendio no era la misión prioritaria, sino intentar evacuar al mayor número de personas posible. Yo, como tantos otros cientos de millones de espectadores, pude asistir en directo a la catástrofe a través de la televisión. ¿Hubo alguien, algún experto, que, en los 73 minutos transcurridos desde el primer impacto hasta el derrumbe de la Torre Sur, advirtiera de que ese hecho se iba a producir? Nadie. No lo digo yo, lo dice el informe que ya he citado, 585 páginas donde se recogen cientos de testimonios ante la comisión bipartidista que investigó todo lo ocurrido. Así, en la página 291 se lee: «No one anticipated the possibility of total collapse». Lo repito en español: «Nadie anticipó la posibilidad del colapso total». Nadie; en el país más poderoso de la Tierra. Hace 23 años. Una nimiedad en términos históricos.
«¿Debíamos a partir de entonces diseñar los edificios para que resistan ataques como el del 11-S? ¿A partir de qué altura?»
Hoy sabemos que no solo por el impacto inicial sobre la estructura – que se llevó por delante el aislamiento contraincendios- sino fundamentalmente debido a la quema de casi 40.000 litros de combustible de los aviones, que provocó que se alcanzaran temperaturas de 1.000 grados, las vigas y columnas de acero y hormigón se combaron y no pudieron resistir el peso. La fachada se fue progresivamente abriendo como la piel de un plátano, ha descrito gráficamente un ingeniero. Se había previsto una estructura que resistiera el choque de un avión, pero no estar sometida a ese estrés térmico durante tanto tiempo.
¿Debíamos a partir de entonces diseñar los edificios para que resistan ataques como el del 11-S? ¿A partir de qué altura? ¿Para resistir el impacto de un avión con qué carga de combustible? ¿O quizá de varios aviones? Pensemos ahora en lo que no podemos diseñar o programar, sino, quizá prever, controlar, o mejor dicho en este contexto, «canalizar».
En uno más de sus documentados e ilustrativos análisis, el ingeniero industrial y divulgador Kiko Llaneras señala, a propósito de la reciente riada provocada por la DANA en Valencia y apoyándose en otros juicios expertos, que es un evento el del 29 de octubre que debe ocurrir cada 1.000 años. Y es que la lluvia caída por hora ese día en Turís alcanzó los 185 litros por metro cuadrado. El récord de España. Esa acumulación provocó escorrentías diversas por toda la huerta sur, pero fue en el ya célebre barranco del Poyo donde el caudal alcanzó niveles inauditos, hasta el punto de que el medidor dejó de funcionar a las 18:55 cuando llegó a registrar 2.282 metros cúbicos por segundo: se estima que pudo superar los 2.800 metros cúbicos, cinco veces el caudal del Ebro en su desembocadura en Tortosa discurriendo a una velocidad endiablada.
Horas antes, pasadas las 12 del mediodía, la Confederación Hidrográfica del Júcar alertaba de que se habían superado los 150 metros cúbicos por segundo, el tercero de los umbrales significativos, y que, de acuerdo con los protocolos, obligan a la Confederación a comunicar esa circunstancia a las autoridades de la Comunidad Autónoma, emergencias y Protección Civil. Lo hizo por correo electrónico, «para su conocimiento» y advirtiendo de que la tendencia era ascendente. El momento en el que los municipios recomiendan a la población no acercarse a las riberas de los ríos y barrancos, el caudal ya disminuía, y así siguió haciéndolo hasta las 17 horas aproximadamente. La «tendencia era descendente», decía el segundo de los correos electrónicos de la Confederación a las 13.42. Así fue: a las 14.10 el caudal de la rambla del Poyo bajó del primero de los umbrales de alarma (70 metros cúbicos por segundo), hasta los 68,1 metros cúbicos.
«Fue a las 18.30 cuando la Confederación Hidrográfica del Júcar aconsejó por primera vez que se alertara por móvil a la población»
El nivel del caudal siguió bajando hasta aproximadamente las 16.10, alcanzando un «nivel sin riesgo» (28,7 metros cúbicos por segundo) de acuerdo con los protocolos que lo fijan en 30 metros cúbicos por segundo; y «… con tendencia descendente» añadía el mensaje de correo electrónico de las 16.13. Dos minutos después, repito, dos minutos después, volvió a subir a los 33,4 metros cúbicos. A las 17.00 superaba de nuevo el segundo umbral con 71,7 metros cúbicos, y a las 17.25 se volvía a superar el tercero de los umbrales: 151,6 metros cúbicos. A las 18 horas superaba los 800 metros cúbicos y en Riba-roja se comenzaban a inundar las calles; diez minutos después se alcanzaban los 1.200 metros cúbicos. La inundación no tardaría en llegar a Picanya. A las 18.43 la Confederación remite un nuevo correo electrónico advirtiendo de que se alcanzaban los 1.685 metros cúbicos «con tendencia ascendente». A las 18.55, como sabemos, la riada se ha llevado el medidor y Paiporta, el lugar que más fallecidos ha concentrado, se inunda irremisiblemente. Si ven la gráfica de Llaneras, esa dinámica tiene la forma de un rascacielos.
En escasas dos horas, de acuerdo con su análisis, se había alcanzado el peor escenario previsto: un caudal que debe darse cada 500 años. Pero es que en menos de tres horas estábamos ante eventos que, de acuerdo con esas mismas estimaciones, deben ocurrir cada milenio. De acuerdo con la información conocida, fue a las 18.30 cuando la Confederación Hidrográfica del Júcar aconsejó por primera vez que se alertara por móvil a la población.
Las riadas por fenómenos como la reciente DANA asolan esa zona desde hace siglos, con lo que no parece que se deban al efecto antropogénico provocado por el uso masivo de combustibles fósiles desde la Revolución Industrial. Señalarlo no es expresión de negacionismo climático anticientífico, sino que es más bien afirmar con brocha retórica muy gorda «el cambio climático cuesta vidas» lo que aproxima al proferente a la actitud fanatizada de quienes repiten suras en una madraza.
Quizá, ahora, ese efecto antropogénico está provocando, y provocará aún más, que las lluvias sean más torrenciales y las riadas más frecuentes y devastadoras. Siempre que, claro, no hagamos más y mejor por morigerar las causas del efecto invernadero que provoca la subida de las temperaturas o que combatamos mejor sus consecuencias, con mejor y más previsora ingeniería hidrológico-forestal que opere sobre las cuencas inundadoras mitigando los peores efectos de la acumulación de agua en esos territorios o con más presas o desvíos si ello no resultase contraproducente. Pero, a la vista de lo acontecido y de su imprevisibilidad, ¿cómo podemos seguir animándonos a aventurar tanto sobre cómo serán los efectos climáticos en el futuro y cuáles serán nuestras capacidades para afrontarlos y las concretas políticas públicas y medidas de todo tipo que ya hoy resultarían imperativas so pena de apocalipsis?
«¿A qué autoridad había que dirigirse y para que ordenara a la población hacer qué para así prevenir lo peor de la catástrofe?»
Por lo que hoy sabemos sobre lo que ocurrió durante pocas horas hace escasos días, no había autoridad epistémica alguna que pudiera señalar que nadie debía confiarse en la evolución de los caudales, que había alguna probabilidad de que cambiara el curso de las cosas, incluso de manera muy infrecuente y de modo tan colosal. Y si la hubo, ¿a qué autoridad, no ya epistémica sino normativa, estaba previsto que había que dirigirse y para que ordenara a la población hacer exactamente qué para así prevenir lo peor de la catástrofe?
Uno no se hace esas preguntas resignado a nuestro fatal destino, sea porque lo decrete el decrecentismo o una providencia divina mediada por quién sabe Dios, sino que lo hace con una mezcla de sano escepticismo sobre nuestras posibilidades tecnológicas, y al tiempo con el depósito de la creencia en que no tenemos otro asidero que el de la mejor y más contrastada ciencia disponible, lleno. Y también se anima a inquirir y a criticar la respuesta que ya sí cabía exigir ex post, harto de los mantras de ocasión que jalean acríticamente la respuesta de la autoridad, antes, durante o después, sea competente, no competente o incluso palmariamente incompetente, siempre que sea «la que a mí me representa, los míos».
Y es que antes y después de esta tragedia tan imprevista e imprevisible no nos faltan las voces alzadas, los ojos blanqueando y mirando al cielo, las manos elevadas sutilmente mientras un coro sintonizado y sincronizado repica: «El Estado es mi señor… nada me pasa, solo lo público nos salva». O algo así. No es más que el gospel civil de nuestro tiempo confuso.
De poco sirve.