El principio de responsabilidad
«Reconocer la importancia de las instituciones supone afianzar los mecanismos que impiden a políticos con tentaciones totalitarias llevar a cabo sus propósitos»
El profesor estadounidense Allan Lichtman desarrolló en 1981 un sistema de predicción electoral, conocido como ‘las 13 llaves para la Casa Blanca’, que a su juicio define las fuerzas motrices que determinan la elección presidencial en su país. No se trata de un método demoscópico, sino de una prospección de las causas socioeconómicas y políticas que mueven al electorado. Desde su creación, hace ya más de cuarenta años, el sistema de las llaves solo había fallado una vez, cuando el vicepresidente Al Gore se enfrentó a G. W. Bush en unas elecciones que resultaron muy reñidas y controvertidas. En aquella ocasión, Gore ganó en voto popular, pero Bush terminó imponiéndose en el colegio electoral, tras un recuento muy polémico en el estado de Florida.
El único fallo de Litchman hasta la fecha tenía, por tanto, una explicación fácilmente asumible. Pero el pasado 5 de noviembre, el sistema de las trece llaves evidenció por primera vez su falibilidad. Lichtman había predicho, con rotundidad, que la ganadora sería Kamala Harris, pues así lo anunciaban sus indicadores. Tras la contundente victoria de Trump, el profesor está estos días intentando explicarse su primer y sonado fracaso diciendo que en estas elecciones ha ganado la desinformación, lo mismo que en España, sostiene la directora de El País. Según Litchman, los billonarios de los grandes imperios tecnológicos como Elon Musk han tomado el poder y han comprado la voluntad de los ciudadanos.
Si bien se mira, el argumento, aunque más sofisticado, se parece mucho al que el propio Trump manejó hace cuatro años cuando perdió frente a Joe Biden. Las elecciones habían sido «un robo» y «un fraude» organizados por una conjura de extrema izquierda. Pero a pesar de todas las jugarretas del equipo del presidente –con un beodo y patético Rudy Giuliani al frente–, las bravatas e incluso el asalto al Capitolio, la democracia estadounidense, diseñada durante la Ilustración con especial cuidado contra las tentaciones autoritarias y absolutistas, terminó por vencer a la extorsión y a la mentira. Joe Biden recibió el otro día al presidente electo en la Casa Blanca, dando con ello una lección de normalidad y de dignidad que por desgracia no va a hacer mella en el gran hortera, pero que constituye una decisión inteligente y saludable para el bien común.
Puesto que, al fin y al cabo, de eso se trata. Las conclusiones precipitadas de Litchman, aunque estén envueltas con el celofán de la academia, adolecen de la misma flaqueza que las del despechado Trump hace cuatro años. Ninguno de los dos tiene en cuenta la libertad de decisión y de criterio del electorado. Sí, es verdad, las democracias se han convertido en pasto de una nueva doxa digital controlada por unos cuantos ricos muy ricos y sin escrúpulos. La basura informativa campa a sus anchas en todo el espectro ideológico y el telar de Pepa Bueno desinforma de noche lo que informa de día. ¿Pero no ha habido siempre en las democracias grandes emporios mediáticos capaces de influir en unas elecciones? ¿No tenían que hacerle la pelota tanto Margaret Thatcher como Tony Blair a Rupert Murdoch para conseguir su favor?
Como comentaba hace poco en esta misma sección Pablo de Lora en un estupendo artículo, algunos de los estados que han votado claramente a favor de Trump, como Missouri, Nebraska o Arizona, están al mismo tiempo aprobando una enmienda que permitirá el aborto en su jurisdicción. Hay ahí una capacidad de discernimiento que no puede desdeñarse ni explicarse tan fácilmente. ¿Son solo autónomos y libres los ciudadanos que votan como a uno le gusta, según sugiere el profesor Litchman para tratar de explicarse su fracaso? Es imposible reducir lo que ocurre en una democracia a una sola causa partidaria y simplista. La polis, para bien y para mal, ya es indisociable de la revolución tecnológica.
La degradación que están sufriendo las democracias liberales es culpa de todos los actores políticos, incluyendo a los propios ciudadanos. En Estados Unidos, el Partido Demócrata se ha rendido al culto a la diferencia que ha adoptado la izquierda occidental como nuevo sujeto revolucionario. Desarmados por el Estado del Bienestar, los movimientos redentores se han olvidado del principio de ciudadanía y se han dedicado a señalar nuevas víctimas raciales y sexuales. Nadie duda de las injusticias y las desigualdades que en ese sentido sigue habiendo en nuestras sociedades, pero los demócratas han olvidado que el objetivo, en una democracia representativa, estriba siempre en la superación de la diferencia, que debería aspirar a ser absorbida por el vacío común.
Si, por el contrario, se insiste tan solo en la perpetuación de esa diferencia, con su horizonte en la venganza, el concepto de ciudadanía pasa a ser defendido solo por la derecha, que a su vez aprovecha la circunstancia para llenarla con su particular contenido natural y empezar a afilar el cuchillo de su propia revancha. Y así, como quien no quiere la cosa, termina por destruirse la idea del bien común asociada a una comunidad política de ciudadanos unidos en el desacuerdo, que entre tanto está degenerando en un conjunto de fratrías tribales dedicadas a defender a sus dioses domésticos y separadas por la irremediable discordia. A House divided against itself, again.
«El Partido Demócrata se ha rendido al culto a la diferencia que ha adoptado la izquierda occidental como nuevo sujeto revolucionario»
En 1979, cuando algunos llegábamos a este mundo, Hans Jonas, uno de los brillantes discípulos –todos judíos– de Heidegger, publicó un ensayo que debería ser lectura obligatoria. El principio de responsabilidad trataba de formular una ética para la civilización tecnológica. Todas las advertencias que entonces hacía el filósofo se han ido demostrando certeras y urgentes, desde los nuevos imperativos que la extensión de la técnica requiere, hasta el peligro de la catástrofe por exceso de éxito, la superpoblación y la escasez de recursos y la conciencia del mundo, sobre todo, como un lugar que debía ser habitable también para todos los que vinieran después. La idea heideggeriana de cuidado (Sorge, «preocupación» en Ortega) se convertía en la manera de paliar el vacío que había dejado la trascendencia tras la imposición de la inmanencia total. Al convertirnos en seres efímeros y mortales, ya sin el auxilio de la eternidad, debíamos aprender a ver más allá de los límites de una actualidad que a cambio se había consensuado como el único espacio de nuestra atención.
Jonas concluía diciendo que «una herencia degradada degradará también a los herederos» y que la custodia de la herencia es «asunto de cada instante», abierta a una exigencia siempre grandiosa y que incita a la humildad a su deficiente portador. Tal sería la esencia de una nueva ética de la responsabilidad que nos vincula a los demás –muertos, vivos y aún por nacer– y al mundo común y cuya negligencia está creando todos los estragos que vemos cada día a velocidad de vértigo en las noticias, como si no fuera con nosotros.
Cuando Litchman, al que se supone custodio de la razón y del sentido común, frente a la agresiva mendacidad de Trump, empieza a utilizar argumentos populistas para disimular su vanidad herida, está cometiendo una irresponsabilidad muy parecida a la de sus oponentes. Ninguna de las profecías definitivas que se han hecho sobre la democracia estadounidense en lo que llevamos de siglo se ha cumplido. Obama no inauguró ninguna era redentora y, en lugar de ser sucedido por una mujer, como todo el mundo esperaba, apareció su némesis, que a su vez fue derrotado al cabo de cuatro años por un político que parecía ya saldado y que se reveló más persuasivo y eficaz que todos los jóvenes de su partido.
Dentro de tan solo dos años, en 2026, se celebrarán las midterm elections para renovar el Congreso y un tercio del Senado. Hasta la fecha, tan solo dos presidentes en la historia de la república, Roosevelt y Bush Jr., han conseguido mejorar la representación de su partido durante su incumbencia, así que es posible que Trump vea limitado su poder en poco tiempo y por ello tenga que pactar y en definitiva a hacer política. Reconocer la importancia de las instituciones, así como la necesidad y la calidad de la representación, supone afianzar los mecanismos que, hoy como ayer, impiden a políticos con tentaciones totalitarias llevar a cabo sus propósitos. Negarles, en cambio, la legitimidad solo contribuye al deterioro que ellos tanto ansían y que les daría plenos poderes. Como decía Hans Jonas, «solo sabemos qué está en juego cuando sabemos que está en juego».