Coja ahí su sida
«Asocio aquella imagen glacial de la atracción y la muerte acechante de la enfermedad con las pequeñas muertes cotidianas que son las pérdidas de tiempo»
Esta mañana he vuelto a oír por primera vez en muchos años una canción de Brel, una canción triste que comienza con estos versos: «Il pleut. Ce n’est pas ma faute à moi. Les carreaux de l’usine sont toujuors mal lavés…» (Llueve. No es culpa mía. Los cristales de la fábrica siempre están sucios.)
Me he dicho: Mira que llevo años escribiendo y versos tan estupendos nunca se me han ocurrido a mí. ¿Por qué? ¿Por qué se le tuvieron que ocurrir a Brel, y no a mí?
Y me he respondido: «Seguramente porque estabas distraído. Seguramente la musa andaba revoloteando buscando a quién soplárselos, y como vio que estabas consultando el teléfono móvil, hundido voluntariamente en el prosaísmo, se fue y se los dijo a Brel. Si no perdieses tanto el tiempo en tonterías, quizá esos no, pero otros versos buenos hubieras escrito también tú».
De vez en cuando recuerdo una foto que vi en Interviú cuando empezaba a difundirse la enfermedad del sida, que al no saberse nada de ella, salvo su crueldad y su naturaleza letal, era especialmente terrorífica (véase el libro de Hervé Guibert Al amigo que no me salvó la vida). En la foto, en blanco y negro, tomada en algún rincón arrabalero de Río de Janeiro, se veía entre ruinas a una prostituta muy atractiva, sonriendo, en pose provocadora, y detrás un muro de ladrillos con una pintada que decía «Pegue aquí o seu Sida».
La muchacha sonreía, estúpida, por completo ajena o indiferente al Mane Tecel Fares escrito en la pared. Imagen que no olvido como síntesis terrorífica de la realidad y el deseo.
Asocio el recuerdo de aquella foto, de aquella chica despreocupada y peligrosa, aquella imagen glacial de la atracción y la muerte acechante, con las pequeñas muertes cotidianas a las que nos sometemos voluntariamente cada vez, y son muchas al día, a atracciones que son pérdidas de tiempo. ¿Cuántas veces, leyendo en el ordenador, no te has preguntado, a medio artículo: «¿Y yo por qué estoy leyendo esta tontería? Este tío es tóxico y tonto». Sí, pero cuando te das cuenta ya has perdido cuatro preciosos minutos, y no volverán.
Para peor, muchas veces lo estabas leyendo precisamente porque el tipo, el desconocido al otro lado de la pantalla, es tonto y tóxico, y te relamías con su suculenta estupidez. Podías despreciar, y así sentirte superior, más refinado e inteligente, pero, mientras, el otro, el tonto, te estaba robando lo más precioso que tienes. Te has comportado como esos niños que contemplan salivando de curiosidad, sadismo y sensación de superioridad la agonía de un bicho. Lees, por ejemplo, a Idafe Martín Pérez, o a cualquier otro Idafe, y escuchas sus chillidos de histérica como un niño mira a un ratoncito atrapado en la trampa de su propia insignificancia.
Cuidado, porque también Lord Chandos llevado por la curiosidad bajó al sótano de su palacio donde había mandado a sus criados que esparcieran veneno, quiso ver la agonía de las ratas, y el espectáculo le quitó para siempre las ganas de escribir.
Tenía yo en una ciudad extranjera un círculo de amigos, estudiantes de ingeniería, que se reunían cada noche en una taberna a beber y conversar, a veces hasta el amanecer, hasta que trinaban los pájaros. Ahora bien, tenían una regla: se tenían rigurosamente prohibido hablar de tres temas: de fútbol, de política y de amoríos.
A veces cuando cuento esta historia, me preguntan: «Pero si no podíais hablar de esas tres cosas, ¿de qué demonios hablabais?» ¡Pues de todo lo demás! ¡Todo lo demás!
Una noche, uno de aquellos amigos parecía un poco depre. Yo sabía que tenía problemas en casa. De repente, entre trago y trago de cerveza me dijo:
–Me siento como una nave espacial con toda la tripulación muerta.
¡Caramba! ¡No es lo de «Llueve, no es culpa mía, los cristales de la fábrica están sucios», pero no está nada mal! ¿Cómo le había venido aquella frase? Le vino precisamente porque no escuchaba los chillidos de ningún Idafe desagradable y chillón, ni hablaba de fútbol ni de política, ni cedía al tonto placer con que uno se deja robar su tiempo, yendo voluntariamente a por la propia enfermedad.