THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

La cultura de la trampa empieza en el aula

«No hay ejemplo más revelador de la estima en que el Gobierno tiene a la universidad pública que la cátedra de chichinabo de la mujer del presidente»

Opinión
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La cultura de la trampa empieza en el aula

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hay formas de corrupción política que tienen su raíz en la infancia, como pecados veniales que suscitan indulgencia y tolerancia en la edad temprana, pero cuya huella persiste en la sociedad hasta conformar una cultura de la trampa. Una de ellas es la de copiar en clase, una falta que en general no tenía más consecuencias que la de suspender el examen (de modo que copiar jamás suponía un aumento del riesgo de suspender para quien no se sabía la lección), y que se rieran de ti los que sí sabían copiar burlando la vigilancia del profesor.

Recuerdo cómo uno de los choques culturales más asombrosos de mi vida, cuando con 14 años me mandaron mis padres a un internado en Inglaterra, y durante los exámenes de fin de curso, el profesor se fue de la clase a sacar a su perro a pasear. Nos dijo que volvía en una hora. Yo pensé que habría cámaras ocultas o que estaría espiándonos por un agujerito en la pared, pero al rato lo vi por la ventana, lejos ya, adentrándose con su perro en la campiña inglesa. Quedé perplejo, un profesor que se iba en medio de un examen final. Los alumnos teníamos allí todos los apuntes y los libros de texto, que habíamos llevado al aula para repasar hasta el último minuto.

A mí se me ocurrió decir en voz alta: chicos, el profe está muy lejos, podemos mirar los libros. Recibí todo tipo de insultos y amenazas de ser reportado. Aquellos ingleses, muchos de los cuales era unos auténticos zotes que no habían estudiado apenas y que suspendieron aquel examen, preferían el suspenso al deshonor de recibir un mérito inmerecido por medio de un engaño. Yo recuerdo sacar un notable sin haber copiado al final, pero mi reputación en aquel internado quedó manchada por hacer la sugerencia de copiar.

En España la cosa era bien distinta, años después en el colegio donde terminé el bachillerato, había compañeros que se indignaban si no les dejabas copiar y les ponías el examen a la vista, te lo recriminaban como una falta de solidaridad que te podía hacer ciertamente impopular o ganarte el acoso de los matones de clase por empollón. Copiar con astucia, como el que desliza señas en el mus sin ser detectado, entrañaba una forma de prestigio en las aulas españolas. Había tipos realmente taimados, que eran capaces de rastrear las basuras del colegio o de las tiendas de reprografía del barrio, en busca de fotocopias defectuosas de los exámenes que hubieran sido desechadas, para hacerse con las preguntas y solo compartirlas después con aquellos a los que deseaban ganarse, las chicas guapas y los chulitos.

La cultura de la trampa en España, empieza exactamente allí, donde los ingleses tienen una cultura del honor que penaliza al que obtiene fraudulentamente sus credenciales académicas. Estudié la carrera en Estados Unidos y comprobé allí cómo a un compañero español le expulsaron de la universidad por copiar en un examen, de modo que perdió su visado de estudiante, y fue deportado. Así de grave era la falta: deportado por copiar en un examen, algo que para un español parecía un castigo completamente desproporcionado. Con el tiempo uno entiende que no lo era, pues el germen de muchos males de la política se puede localizar en esa cultura de la trampa que mamamos en el aula.

«Padecemos a una serie de políticos que obtuvieron de manera muy dudosa, cuando no fraudulenta, sus credenciales académicas»

Las consecuencias las hemos visto más tarde, cuando padecemos a una serie de políticos que obtuvieron de manera muy dudosa, cuando no manifiestamente fraudulenta, sus credenciales académicas: ahí están la irrisoria tesis doctoral de Pedro Sánchez, o los máster fantasma de Cristina Cifuentes y Pablo Casado… Hay políticos que no habiendo hecho nada en su vida fuera del partido, no tienen otra manera de arrogarse un cierto prestigio profesional o intelectual que añadiendo titulaciones en su currículo, y preparando así su desembarco en la universidad como sinecura que les refugie cuando vengan mal dadas por un cambio de ciclo.

No hay ejemplo más revelador de la estima en que nuestro Gobierno tiene a la universidad pública que el espectáculo que estamos viendo con la investigación de la cátedra de chichinabo que le montaron en Moncloa a la mujer del presidente, una persona que no ha acreditado que tenga siquiera una licenciatura. Todo indica a que fue una operación para tenerla entretenida con un quehacer revestido de la respetabilidad que otorga lo universitario, posiblemente para evitar a esta señora un papel de florero como el de Melania Trump.

El caso es realmente raquítico y no da para mucho, es muy posible que se quede en nada, pero lo que sí que revela es ese desprecio absoluto de una buena parte de la clase política hacia la enseñanza, algo que degrada profundamente la credibilidad de las instituciones a las que confiamos la formación de nuestros jóvenes y que debiera suscitar la preocupación de cualquier persona, sea cual fuere su adhesión política.

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