Ribera y la Casta
«Lo de Valencia no es el capítulo final de una larga serie de desdichas sino un primer aviso serio de lo que está por venir. Pero no sólo en España, sino en la UE»
En 2007, los periodistas italianos Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella, popularizaron el término «casta», en referencia a los privilegios y la corrupción en la clase política italiana, con el libro titulado La Casta: Así trabajan los políticos italianos para arruinar el país. Sin embargo, la tesis de La Casta se popularizó en Europa porque, impulsada por las consecuencias de la Gran recesión, planteó (y plantea) una crítica general al alejamiento de las élites políticas de las necesidades reales de los ciudadanos, a través de un sistema que fomenta el privilegio, el abuso de poder y la ineficiencia. Tres factores que encajan perfectamente con la realidad de la política en España desde hace demasiado tiempo y que han cristalizado de forma apoteósica en el desastre de Valencia.
Rizzo y Stella retrataron a la casta política con precisión estableciendo una serie de actitudes y de características fácilmente comprobables. Señalaron la acumulación de privilegios económicos y sociales, sueldos elevados, pensiones exorbitantes tras periodos cortos de actividad política, uso personal de recursos públicos, como aviones, coches oficiales, viajes de lujo y personal asignado. Y denunciaron la tendencia de la clase política a gestionar el poder como un sistema cerrado y opaco, sin rendición de cuentas, donde se promueven las redes clientelares y el nepotismo, y se otorgan cargos y beneficios a familiares, amigos y aliados.
También pusieron énfasis en que, por fuerza, un sistema cerrado, infestado por las redes clientelares y el nepotismo, deviene en la ineficiencia y el despilfarro, lo que se traduce en más impuestos y abusos de poder. Un círculo vicioso infernal. Pero, sobre todo, Rizzo y Stella advirtieron de una peligrosa desconexión entre la clase política y la ciudadanía que parte a la sociedad en dos, colocando a un lado a los ciudadanos comunes, sometidos al estrés de crisis crónicas, y al otro a una élite política que tiene una vida muelle y es percibida como intocable y completamente ajena a ese estrés.
Lamentablemente, el concepto «casta», aunque desgastado por el mal uso (recordemos que, en España, el partido Podemos se lo apropió para acabar siendo casta), está más vigente que nunca. Y lo está no porque el populismo, arropado por las redes sociales, manipule a las personas, como gritan algunos —que más que la opinión, practican la doxa—, sino porque en España y también en Europa la clase política cumple cabalmente todos sus requisitos.
El ejemplo más reciente y descarnado lo tenemos en el nombramiento de Teresa Ribera como vicepresidenta de la Comisión Europea. La hasta ahora ministra responsable primero de la imprevisión, después de la inadvertencia y finalmente del mayor desastre de las últimas décadas en España, va a ser premiada en la Unión Europea con un salario mensual base de aproximadamente 29.700 euros, lo que suma un total de 356.400 euros anuales, además de beneficios adicionales, como aportaciones a planes de pensiones, seguros médicos, indemnizaciones por traslado o mudanza relacionadas con el ejercicio del cargo, etc.
«Los partidos europeos han pasado por encima de más de 200 muertos y 300.000 damnificados para repartirse cargos»
No ignoro que la política tiene sus servidumbres y que alcanzar acuerdos, guste o no, requiere de la transacción. Y en una Unión Europea fragmentada por la irrupción de una tercera agrupación conservadora que desafía a las tradicionales fuerzas hegemónicas de socialdemócratas y democristianos, los acuerdos se han vuelto si cabe todavía más difíciles. En este contexto, dinamitar el pacto previamente alcanzado entre populares, socialdemócratas y liberales para desbloquear la Comisión Europea y constituir el nuevo gobierno de la UE, excluyendo a última hora a la candidata acordada con el Partido Socialista español, era demasiado pedir.
Sin embargo, por más que se apele al pragmatismo y a la supuesta racionalidad política, lo que trasciende a la opinión pública es que los partidos europeos han pasado por encima de más de 200 muertos y 300.000 ciudadanos damnificados para repartirse cargos e influencias. Cabe preguntarse, además, si la supuesta racionalidad política es incompatible, también en Europa, con el criterio de selección más elemental. Porque no es sólo que Teresa Ribera haya demostrado una dejadez e incompetencia inauditos, probablemente hasta criminales; también ha evidenciado ante el Parlamento Europeo, con su comparecencia, una inmoralidad estomagante al responsabilizar a las víctimas de sus desgracias por ser poco diligentes a la hora de ponerse a salvo. Sólo le faltó acusar a los pobres valencianos, ante sus colegas europeos, de descuidar su forma física y no poder correr como gacelas.
En España son ya mayoría los ciudadanos para los que el concepto de «casta» está renaciendo de sus cenizas. Ni siquiera Podemos, con su mostrenca hipocresía, ha logrado echarlo a perder. Quedaba en algunos, si acaso, la esperanza del amparo de Europa frente a la indecente ralea de políticos autóctonos. Pero esa última esperanza ha acabado sucumbiendo ante el abyecto pasteleo de Ursula von der Leyen et al.
Denunciaba el líder del Partido Popular español, Alberto Núñez Feijóo, que Von der Leyen les había traicionado. Pero se equivoca. Los populares europeos, con su lideresa alemana al frente, no han traicionado a sus homólogos del PP, sino a todos los españoles, también a los que votan socialista o defienden a Ribera por puro y simple sectarismo. Circunscribir la traición al estrecho ámbito del partido pone de relieve la dolencia principal, la que hace que el concepto de «casta» esté más vivo que nunca: la incapacidad de ver más allá de los intereses de grupo y los propios. Algo que en su despedida Mariano Rajoy expresó de maravilla cuando dijo que se iba porque, primero, era lo mejor para él, después, para su partido y, ya si acaso, para España.
«La casta no se reduce a la clase política. Precisa, por ejemplo, de un conglomerado de medios y periodistas»
La casta, sin embargo, no se reduce a la clase política. Ahí discrepo de Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella. Es una gran industria mucho peor que improductiva, pero industria, al fin y al cabo. Y como toda gran industria, necesita industrias auxiliares. Precisa, por ejemplo, de un conglomerado de medios, comunicadores y periodistas que la sostengan distrayendo la atención del público con la impostada confrontación partidista y su más eficaz subproducto, la polarización. También necesita de una industria auxiliar de académicos, pseudo intelectuales, expertos y analistas que, con sus ocurrencias, diatribas, zascas e histrionismo nutran de forma artificial e interesada el tradicional antagonismo izquierda-derecha, para que los ciudadanos caigan en la trampa del voto cautivo una y otra vez. Y, por supuesto, necesita de un cartel de empresas y altos ejecutivos que, de forma pasiva o activa, y por su propio interés, la respalde.
Cuando descubrimos alarmados el nivel de incompetencia alcanzado en el desastre de Valencia, llegamos a la conclusión apresurada de que asistíamos al epítome, el aldabonazo final del desbarajuste político y administrativo que los estrechos intereses partidistas han incentivado durante décadas. La conclusión de que somos un Estado fallido se generalizó, aunque algunos realizaron piruetas legendarias para circunscribir la incompetencia a la clase política y mantener viva la ficción de que, pese a todo, la Administración es eficaz y que sólo necesita que la dejen trabajar. Como si el Estado pudiera ser inmune a lustros y lustros de injerencias políticas.
Sin embargo, visto con más calma, sospecho que lo de Valencia no es el capítulo final de una larga serie de desdichas. Al contrario, es un primer aviso serio de lo que puede estar por venir. Pero no sólo en España, sino en la UE. Entretanto se confirma o no mi sospecha, lo que es seguro es que Teresa Ribera vivirá a todo tren y que la casta seguirá cuidando de los suyos hasta que el cielo se desplome sobre Europa, porque, como en la metáfora del escorpión y la rana, es su naturaleza.