Maestros de vida
«Nada es lo que parece ni nada sucede como creíamos que iba a suceder. La literatura nos ofrece muchas y muy buenas lecciones. Como la Historia»
A veces la Historia ofrece lecturas muy sencillas, quizá por evidentes. Es la ventaja de poder mirar el paso del tiempo con los ojos puestos en el pasado. Lo que permanecía borroso adquiere nuevos perfiles; en cambio, lo que creíamos firme se desmorona bajo el peso del presente. No recuerdo ahora quién dijo que sólo existe el pasado y el futuro, y que el presente es tan fugaz que apenas tiene entidad. Pienso que se equivocaba, pero poco importa. Lo que me interesa subrayar es que conocemos en realidad lo que hemos vivido en primera persona, aunque sea indirectamente; y por eso mismo las narraciones, los relatos, se explican mejor que cualquier documental. La Historia son palabras, tanto o más que hechos. También por ello podemos atrevernos a creer que es maestra de la vida.
Así es, la Historia a menudo nos ofrece lecciones muy simples y marca caminos trufados de peligros. 1989 fue para Occidente el año de la victoria de la libertad sobre el totalitarismo soviético. Recuerdo bien las imágenes icónicas que se sucedían en los noticiarios de aquellos años: la caída del Muro, el juicio sumarísimo contra los Ceaușescu, la apertura de fronteras, Gorbachov convertido en representante de un «socialismo con rostro humano»… Recuerdo la interpretación que dieron las élites de entonces y que todos, de un modo u otro, aceptamos. El gran relato de la Historia había terminado y nos adentrábamos en otra historia en minúscula que se desplegaría hacia el futuro impulsada por la democracia y el progreso.
«1989 no fue el relato de la victoria de Occidente, sino la puesta en marcha de una globalización con nuevos actores»
No había vuelta atrás. Las tentaciones totalitarias del siglo XX habían fracasado y el capitalismo, el bienestar y las libertades iban de la mano sin oposición alguna. Como consecuencia, se ensalzaba el valor de las clases medias, convertidas en garantes de la democracia. Eso era entonces. Luego supimos que estábamos equivocados, como sucede casi siempre que sólo escuchamos la voz dominante y nos olvidamos de lo que no se percibe a primera vista, pero que está ahí: a veces en el exilio, otras en el silencio, ignorado o despreciado, al parecer ausente. 1989 no fue el relato de la victoria de Occidente, sino la puesta en marcha de una globalización que vería surgir a nuevos actores sobre el tablero. Actores de gran relevancia. El principal de todos, China.
China se ha convertido en imperio y, de este modo, ha chocado con las fronteras de Estados Unidos. Supongo que era inevitable desde el momento en que Pekín decidió participar en el mercado. Sin embargo, lo importante no es tanto esto como el modelo de crecimiento que propone, que no es ni liberal ni democrático. Una autocracia con un fuerte componente tecnológico, convertida en alternativa de progreso y de bienestar: este es el auténtico reto que nació sigilosamente en 1989 y al que hasta ahora no hemos sabido dar respuesta. Crecer, en efecto, pero ¿cómo hacerlo? O, dicho de otro modo, ¿hay alternativas a la necesidad imperiosa del crecimiento?
Creo que no. Hay por supuesto distintas formas de crecer, aunque no de decrecer. Con la demografía a la baja; con la productividad estancada; con la economía atenazada por la burocracia, la deuda y la fiscalidad, la tentación autócrata reaparece en un siglo que no es el de Occidente, como pensaba Fukuyama; ni el del misticismo, como se atrevió a profetizar Malraux y quizás aún soñó el papa Wojtyla. Nada es lo que parece ni nada sucede como creíamos que iba a suceder. Es hermoso e inquietante a la vez, no sé si me explico. En esto, como en casi todo, la literatura nos ofrece muchas y muy buenas lecciones. Ella sí que es maestra de vida. Como la Historia. Como los viejos mitos.