Un régimen de corrupción
«Es una corrupción de Estado, cuyo efecto contaminante irradia toda la acción del Gobierno: las decisiones económicas, sanitarias y de política exterior»
Fue un refrán utilizado para resaltar la asociación entre los dos sectores del nacionalismo vasco radical, el terrorista y el político, y ahora vuelve a ser de actualidad para calificar nuestro estilo de gobierno. En efecto, si un animal camina como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, lo más probable es que sea un pato. Por la misma regla de tres, si un gobierno tiene en su entorno inmediato a quienes practican la corrupción, no hace nada para acabar con ella y descalifica a quienes la ponen de manifiesto, existen severas razones para sospechar que por activa o por pasiva, ese gobierno es la corrupción. Lo subrayé hace ocho años al criticar con máxima dureza la gestión de Mariano Rajoy, quien a mi juicio se había comportado como «un protector de la corrupción y no merecía gobernar». La sentencia sobre el caso Gürtel aun no había sido pronunciada, pero datos e indicios eran más que suficientes.
Nada hay en la situación actual que haga merecedor a Pedro Sánchez de una estimación más favorable, porque ateniéndose a sus propias palabras, repetidas una y mil veces, es altamente censurable quien con los hechos invalida las promesas de desarraigar la corrupción, e incluso hace todo lo posible por desautorizar a los jueces y a los medios que la denuncian.
Con la circunstancia agravante de que obliga a todo su Gobierno, a su partido y a sus medios, a actuar en bloque secundando ese rechazo. Nunca conoció ni habló con Aldama, nunca conoció ni habló con Aldama. Uno tras otro, cada miembro del coro de papagayos repite ese desmentido sin variación alguna, hasta el infinito. Menos mal que entró en juego su subconsciente, al recurrir Sánchez como siempre al método Ollendorf, de modo que cuando en Portugal le preguntaron por Aldama, se fue por la tangente hablando… del necesario rescate de Air Europa. Sin comentarios.
En las circunstancias actuales, el deber de Pedro Sánchez como jefe de gobierno democrático es bien sencillo: no esperar a la actuación judicial y poner los recursos del Estado para averiguar a fondo qué es lo que ha sucedido a lo largo de la cuerda negra que une el criminal enriquecimiento con las mascarillas, al parecer punto de partida, con el laberinto de Venezuela, pasando por una cascada de influencias, presiones y favores ilícitos, todo generosamente pagado a costa de los ciudadanos. No solo de cara al conjunto de los españoles, sino a la imagen de España, cada vez más deteriorada.
No existe la menor posibilidad de que cumpla con esa exigencia, pero los indicios están ahí y llevan a formular preguntas cuyo alcance va mucho más allá de las fronteras del caso Koldo/Ábalos, tanto en el orden económico-delictivo como en el político. Vemos cómo el interés del Gobierno consiste en mantener la fragmentación de las piezas aisladas, y la solución pactada del monumental fraude que protagonizó la embajada de Raúl Morodo en Caracas ha sido la primera muestra. Tenemos solo eslabones de una cadena en que es preciso reconstruir los enlaces entre sus piezas: Morodo, el ministro Moratinos, el entonces presidente y luego militante Zapatero, hasta llegar a las actuaciones de Pedro Sánchez y de ZP después del fraude electoral y de la represión capitaneados por Maduro. Sin olvidar el episodio Delcy, que tirando del hilo del caso Ábalos/Koldo puede permitir un avance en el conocimiento de esta siniestra trama de fraude económico y verosímil complicidad política con una dictadura.
«Sánchez no iba a esperar como Rajoy a que cayera sobre su cabeza el castigo de una grave irregularidad»
Mirando hacia atrás sin ira, el mismo caso Ábalos/Koldo apunta la necesidad de ir en busca de los orígenes, hacia esa olvidada crisis de la covid donde todo indica, vía mascarillas, que la cortina de las muertes masivas tapó los delitos. Y ahí muy pronto se sitúa el punto de partida de la estrategia de Pedro Sánchez, verosímilmente propiciada por su vicepresidente Iglesias, consistente en bloquear cualquier actuación judicial que ponga en peligro su política. La ocasión surgió pronto, al emprender la jueza López-Medel una investigación sobre la posible responsabilidad del Gobierno (vía su delegado en Madrid) en la expansión de la pandemia, al autorizar la manifestación feminista del 8-M, cuando está generalizándose la difusión del virus que los voceros del gobierno y afines -Fernando Simón, Gabilondo- han intentado minimizar.
La presión sobre ella se volcó por todos los medios, con el ministro Marlaska y El País al frente. La jueza acabó cediendo, mientras la persecución contra el coronel Pérez de los Cobos por Marlaska, por haber cumplido la obligación de reserva de sus indagaciones frente a la exigencia del Gobierno, se ha mantenido hasta hoy. Sánchez no iba a esperar como Rajoy a que cayera sobre su cabeza el castigo de una grave irregularidad. El Estado debía ser militante, y no precisamente para que una eventual corrupción fuese descubierta y sancionada.
Como consecuencia, el panorama actual supone notables cambios en relación, no solo a su antecedente inmediato, sino atendiendo a la práctica de ese vicio secular en España. Algo que conviene subrayar. Estamos cerca y lejos al mismo tiempo de los años dorados que siguieron a la Transición, cuando cobró forma un sistema de corrupción perfectamente rodado al calor del crecimiento económico y la descentralización política: los cargos electivos aceptan los sobornos y recompensan a los depredadores económicos que los contratan. En un nivel muy superior, los de Koldo siguen funcionando así, mientras hemos pasado del pocero a Aldama. En el plano intelectual, de las tesis más o menos copiadas de los aspirantes a políticos, a los encargos académicos de lujo sin titulación (más la correlativa humillación de los capacitados).
Era en aquel tiempo Españistán, el paraíso del ladrillo. La reserva de caza y especulación dominada simbólicamente por Jesús Gil. Todo demasiado tosco y primario. Había que depurar las técnicas, a favor de la revolución tecnológica, pasar de la escala local a la estatal, y de este modo será posible ampliar sin límites el negocio. Hasta el presente.
«En este proceso de enriquecimiento y envilecimiento, los partidos acabaron pasando de testigos mudos a protagonistas»
En este proceso de enriquecimiento y envilecimiento, los partidos acabaron pasando de testigos mudos a protagonistas (Gürtel), si no habían sido antes adelantados como el PSOE andaluz con su montaje de los ERE. El avance de ese descenso al infierno fue detectado por la socialista Cristina Narbona, quien en 2012 hizo un llamamiento a los suyos, del que me hice eco en El País, al proponer una limpieza general de los establos de Augías en los grandes partidos y que fuera elaborado un Libro Blanco de la corrupción.
La iniciativa fue solo recogida por el diputado Joan Coscubiela, pero dio lugar a un significativo intercambio de mensajes de e-mail, que conservo, en el curso del cual Alfredo Pérez Rubalcaba me informó de «las broncas que se había ganado por luchar contra la corrupción». ¿Quién podía echarte broncas siendo el número dos de su partido?, le repliqué. No hubo ya respuesta, pero quedó claro que entonces un dirigente del PSOE aceptaba discutir francamente sobre el tema, a diferencia de hoy.
También existe una clara diferencia respecto de la era Rajoy, donde la mancha de corrupción afectaba al aparato del partido, mientras en la actualidad se sitúa junto a su vértice, apuntando al entorno familiar del presidente, pero sobre todo en forma piramidal con su número dos, Ábalos, como epicentro. No es solo una corrupción en el Estado, sino una corrupción de Estado, cuyo efecto contaminante irradia sobre todos los aspectos de la acción del Gobierno: las decisiones económicas (tipo Air Europa), las sanitarias (mascarillas), la política exterior en cuestiones de extrema sensibilidad (Venezuela, tal vez Marruecos, y ahora China: pensemos en el viraje de Sánchez en Pekín sobre los coches eléctricos, en el activo lobby del socio ZP).
De confirmarse la hipótesis, reforzada por la declaración del «nexo corruptor» -UCO dixit- nos encontraríamos en un régimen de corrupción, con el agravante de que en todos los planos su gestor actúa de manera implacable frente a cualquier oponente y sin atender al espíritu y la letra de la ley, siguiendo una lógica de la acción más propia de una organización gansteril que de un sistema político. En cualquier caso, según explica Anne Applebaum en Autocracia S.A., y nos acaba de recordar Félix de Azúa, el poder dictatorial genera cleptocracia.
«Ribera despachó su inacción preventiva aludiendo a límites presupuestarios y ‘problemas ambientales’»
Sería ingenuo pensar que tal degeneración no afecta al conjunto de la acción del Gobierno, dada la centralidad asumida en todos los órdenes por Pedro Sánchez (y sus intereses, claro). Acabamos de verlo en sus reacciones ante la catástrofe de Valencia, primero huyendo de unas responsabilidades gravosas («si quieren ayuda, que la pidan») y luego marcando una distancia sideral respecto de sus gobernados. Sin la molesta iniciativa del Rey, hubiera seguido el ejemplo de Franco en 1957, acudiendo a la zona siniestrada solo cuando no existiera riesgo de alguno de disconformidad abierta. Y cuando la protesta popular llegó de modo inevitable en Paiporta, agresiva contra él por parte de algunos, reaccionó acusándoles de conjurados ultras. Fue un exabrupto ridículo de odio, pero ante todo una muestra de incomprensión deliberada de la angustia del pueblo.
En buena discípula, la vicepresidenta Teresa Ribera repitió puntualmente el núcleo de la lección en su interminable exposición tecnocrática leída en el Congreso para mostrar lo que sabe, lo bien que informaron las instituciones de ella dependientes, las culpas de los otros. Ausente siempre de Valencia a título personal, en la catástrofe, después de ella y de cara al futuro. En dos palabras, despachó su inacción preventiva siendo ministra sobre el barranco del Poyo, aludiendo a límites presupuestarios y «problemas ambientales». Daba así la razón a Vox: la ecología habría sido la culpable del crimen.
Lo más triste de este episodio es que tal demostración de cinismo y prepotencia de nada ha servido en Bruselas. Teresa Ribera ha sido nombrada, no para bien de la ecología, sino como peón de Sánchez, que ve premiada una vez más su habilidad para la maniobra por encima de cualquier principio. Acaba de probar que su Muro no es fruto de una reflexión en defensa de la democracia, sino un simple banderín de enganche de la polarización en España, para sostener una crispación incivil de uso doméstico, pilar de su Gobierno. Al modo de Groucho Marx, tiene sus sagrados principios «progresistas», irrenunciables, solo que si no le vienen bien como en esta ocasión, los ignora y a otra cosa. Así es nuestro hombre.
Por fin, en contra de algunas críticas, el PP ha hecho lo justo manteniendo hasta el fin su oposición a Ribera. Los muertos de Valencia exigen lealtad, aunque solo sea testimonial, en tanto que la UE ha probado una vez más la fragilidad de sus criterios, aun encontrándose en un tiempo tan difícil, al asumir las malformaciones propias de nuestro régimen de corrupción.