Una fiscalidad Frankenstein
«El Gobierno lo llama reforma fiscal, pero es un pastiche de medidas sin orden ni concierto y sin ninguna coherencia, y así y todo ha quedado a medio aprobar»
«Somos más». Esas fueron las primeras palabras que en tono triunfal pronunció Sánchez la noche del 23 de julio de 2023, ante un auditorio que le creía, y que manifestaba, a su vez, una gran alegría pues se les abría la posibilidad de seguir gobernando. ¿Quiénes eran más? He ahí la pregunta que nos hacíamos todos un poco sorprendidos. Solo había una respuesta: todos los que estaban en contra del Estado y todos aquellos que estaban dispuestos a conceder a los primeros cualquier cosa que les exigiesen.
Desde luego, no era un bloque progresista, tal como pretendía Sánchez. Pocas fuerzas tan reaccionarias como Junts y PNV. Por otra parte, en el resto era difícil encontrar algo de progreso, incluso podían descubrirse ramalazos de involución política y mucho de populismo. De hecho, conforman una alianza de intereses que difícilmente pueden ponerse de acuerdo y menos cuando se trata de asuntos fiscales, materia sensible desde el punto de vista electoral.
No es extraño por tanto que el vodevil se haya intensificado a la hora de aprobar un paquete de impuestos. Es en esta materia donde aparentemente se encuentra la mayor diferencia entre izquierdas y derechas. Bien es verdad que, dentro de la Unión Europea y más concretamente en la Unión Monetaria, las discrepancias se van diluyendo. La libre circulación de capitales, el libre mercado y una moneda común, sin unidad fiscal, hacen casi imposible implementar una política progresista en esta materia.
Así y todo, hay un margen y un abanico -tal vez pequeño, eso sí- para mantener la disparidad. Sin embargo, muchas veces los actores, presos del populismo y la demagogia, se olvidan de las limitaciones y creen que las posibilidades de divergencia son mayores. En cualquier caso, es en esta materia donde aparecen de forma más clara las contradicciones del conglomerado Frankenstein. Los planteamientos de unos y de otros son erráticos. El Gobierno lo llama reforma fiscal, pero lo que ha presentado es un pastiche de medidas sin orden ni concierto y sin ninguna coherencia, y así y todo ha quedado a medio aprobar, ofreciendo un espectáculo bochornoso.
La reforma fiscal se encontraba ya en el acuerdo que Podemos y el PSOE firmaron para formar el primer gobierno Frankenstein. Es más, este objetivo se incorporó, a petición del Gobierno, entre las condiciones que el Reino de España debía cumplir para recibir los fondos europeos de recuperación. La ministra de Hacienda, a su vez, constituyó una comisión de expertos para elaborar la reforma. Es sabido que habitualmente la mejor manera de dejar un asunto en vía muerta es crear una comisión para que se debata. En esta ocasión no se ha roto la norma. El papel elaborado por los técnicos duerme el sueño de los justos en un cajón. Es cierto que no era ni demasiado brillante ni demasiado acertado, lleno de tópicos como el de la fiscalidad verde.
«En materia fiscal se han utilizado las ocurrencias, se han ido tomando medidas de forma caótica, sin ningún orden»
En realidad, ni Podemos ni el PSOE estaban demasiado interesados en afrontar la reforma. Los impuestos, la mayoría de las veces restan votos, mientras es mucho más agradecido prometer subvenciones, dádivas y cualquier otro tipo de gasto, aunque después no se cumplan, y a eso se dedicó el Gobierno en la pasada legislatura. En materia fiscal se han utilizado las ocurrencias, se han ido tomando medidas de forma caótica, sin ningún orden y sin establecer prioridades.
Se ha acudido a la creación de nuevos impuestos indirectos o a incrementar los existentes, ya que pasan mucho más desapercibidos, aunque también son mucho más injustos y regresivos. La referencia al medio ambiente pretende justificar su aplicación en la mayoría de los casos. Junto a ellos, alguna que otra figura tributaria muy llamativa, pero solo eso, llamativa, y con la apariencia de revolucionaria, tal como el impuesto a la banca, a las eléctricas, y el mal llamado impuesto a las grandes fortunas, que en realidad no era tal y que pretendía tan solo contentar a los catalanes castigando a las autonomías que en aras de su capacidad normativa habían reducido el impuesto de patrimonio. Capacidad normativa que al mismo tiempo se quiere incrementar para la Generalitat y el País Vasco.
Con el argumento de mantener el sistema público de pensiones, se ha recurrido también a elevar las cotizaciones sociales. Sin duda esta finalidad requiere la subida de presión fiscal, pero ¿es este gravamen el más idóneo? Se quiera o no, es un tributo sobre el trabajo. Prescindiendo del mito del Pacto de Toledo y de la separación de fuentes, hay otras figuras tributarias mucho más adecuadas.
A pesar de ese discurso que se lanza desde la otra orilla, acerca de los 80 o no sé cuántos impuestos que se han creado nuevos, y de la presión fiscal insoportable, lo cierto es que gran parte del aumento de la recaudación tributaria se ha debido a la inflación, ya que el Gobierno ha sido muy remiso a tomar medidas compensatorias, ignorando las graves consecuencias que este fenómeno estaba produciendo en los ciudadanos. La pérdida del poder adquisitivo para muchos de ellos, especialmente en las clases bajas, ha sido igual o mayor que la sufrida por la devaluación interna del año 2011.
«Cunde la sensación entre sus socios de que el Gobierno está más acosado que nunca y por tanto más proclive a hacer concesiones»
Difícilmente podía esperarse que lo que no se había hecho hasta ahora se pudiera realizar en esta legislatura, en la que el Frankenstein ha devenido mucho más complejo con la incorporación de Junts, y en la que cunde la sensación por parte de los socios de que el Gobierno está más acosado que nunca y por lo tanto más proclive a hacer concesiones. No es de extrañar en consecuencia que el caos, el desconcierto y los tiras y aflojas hayan llegado hasta el extremo a la hora de intentar aprobar un paquete fiscal.
El Gobierno -ampulosamente, como nos tiene acostumbrados- lo denominó de entrada reforma fiscal, cuando lo que pretendía era algo mucho más humilde pero también más chapucero e injusto. Incrementar la recaudación para cuadrar las cuentas de cara a Europa que se ha puesto un pelín, tan solo un pelín, más exigente respecto a la estabilidad presupuestaria, y cumplir la condición que el mismo Gobierno se había dado para recibir la parte que falta restante de los fondos de recuperación. Todo ello se instrumentaba como un totum revolutum bajo el paraguas de la transposición de una directiva comunitaria.
El paquete no pudo salir en su totalidad. Los enfrentamientos entre los socios lo impidieron. El problema mayor, aunque no el único, se ha producido en lo referente a prorrogar el impuesto especial sobre eléctricas y sobre la banca. Unos pretendían presentar con ello, quizás equivocadamente, un ápice de progresismo para venderlo a su clientela. Los otros, mirando exclusivamente a su territorio, intentaban defender los intereses de las grandes empresas domiciliadas en su comunidad. Y el Gobierno en medio prometiendo a cada uno lo contrario de lo que prometía a los otros.
En esa dinámica el que menos problemas ha planteado ha sido el PNV. Solo ha demandado (y sin dudarlo el Gobierno ha estado presto a concedérselo) que ambos impuestos, de implantarse, en Euskadi se incorporen con capacidad normativa al cupo.
«El PNV y Bildu van a decidir lo que se hace en el resto de España, sin que lo que se apruebe afecte al País Vasco»
Es decir, que con independencia de lo que se aprobase en el Parlamento español, el Gobierno vasco pudiera hacer con estos tributos lo que le parezca, incluso, si le conviene, dumping fiscal aplicando a sus empresas condiciones más ventajosas que al resto. Es curioso que después todos los dardos se dirijan a la Comunidad de Madrid, acusándola de que hace en materia fiscal una competencia desleal. Se da una vez más una situación paradójica. El PNV y Bildu van a decidir lo que se hace en el resto de España, sin que lo que se apruebe afecte al País Vasco.
A su vez, Junts se ha preocupado especialmente del impuesto a las eléctricas para salvar los intereses de las compañías instaladas en Cataluña. En cuanto el impuesto a la banca, ha permitido que se aprobase, tal vez pensando que tanto La Caixa como el Sabadell son entidades traidoras que se marcharon de Cataluña al iniciarse el procés. Eso sí, ha exigido que la recaudación del impuesto sea para las comunidades autónomas, pero aplicando el mismo criterio que se quiere aplicar con el concierto catalán y que el País Vasco ya posee hace mucho tiempo: el que más tiene más recibe. Es un aspecto que ha pasado inadvertido hasta ahora, el reparto se hará en función del PIB de cada comunidad. Aquellas con mayor renta per cápita -Madrid, País Vasco, Navarra, Cataluña y Baleares- saldrán más favorecidas. Todo muy progresista.
La defensa a ultranza de estos dos tributos la han realizado aquellas formaciones que hacen gala de progresismo. Atacar a las grandes compañías es popular, y hay pocos que se puedan dar por afectados, al menos aparentemente. Pero lo mejor que se puede decir de ello es que obran por ignorancia. Parecen olvidar entre otras cosas que existe la libre circulación de capitales, y que a menudo, como en el caso de la banca, resulta fácil repercutir el impuesto a los clientes.
Casi podríamos afirmar que las sociedades en sí mismas no son nada, se reducen a gestores y accionistas y por lo tanto será sobre estos sobre los que habrá que incidir si se quiere realizar una política fiscal progresista, modificando principalmente el IRPF. La medida más importante a tomar en el impuesto de sociedades es forzar a que las rentas no queden acumuladas indefinidamente en las entidades sin imputarse a los socios y por ello sin tributar en el IRPF.
«Cualquier reforma fiscal que pretenda ser tal, tiene que comenzar por el IRPF, con una sola base imponible y una sola tarifa»
Cualquier reforma fiscal que pretenda ser tal, tiene que comenzar por el IRPF y más concretamente por devolverle su carácter global, con una sola base imponible y una sola tarifa. Sin duda, el ataque mayor que se infligió a la progresividad del gravamen y del sistema fue en el 2006 al separar las rentas de capital de la tarifa general y someterlas a una tarifa más reducida.
Es verdad que ya antes poco a poco se había venido otorgando un trato de favor a los dividendos, pero fue la reforma del 2006 la que dio la puntilla al sistema, al escindir en dos la base imponible, la primera constituida fundamentalmente por las rentas de trabajo (y en menor medida por las rentas de la propiedad inmobiliaria y las de los autónomos) y a la que se le aplica la llamada tarifa general, y otra base imponible en la que se engloban los ingresos financieros, sometida a una tarifa que eufemísticamente se llama «del ahorro», para ocultar su verdadero significado de rentas de capital.
El primer efecto de esta escisión lo constituye la radical injusticia de hacer tributar a las rentas del trabajo a un tipo muy superior al que se aplica a las rentas de capital. Pero hay un segundo efecto tan pernicioso como el primero y es que los ingresos no se acumulan en una única base imponible, con lo que la progresividad del impuesto se ve reducida, fenómeno que afecta lógicamente a los que tienen rentas de ambas fuentes.
Es irónico que fuese el muy «progresista» Gobierno de Zapatero el que introdujese una medida tan reaccionaria. Al igual que es curioso que nadie en este Gobierno tan «progresista» haya exigido esta modificación, sin la cual los otros posibles cambios pierden gran parte de su razón de ser. Como mucho, se propone elevar el tipo marginal a la tarifa general o el de las de rentas de capital, propuesta que no deja de ser un parche mientras no se unifiquen ambas bases.
Como conclusión, el paquete de medidas que ha elaborado el Gobierno, completo o cercenado, no deja de ser algo deforme, sin coherencia y sin razón de ser, sin fundamento, hecho a retazos. En fin, operari sequitur esse, el obrar sigue al ser. De una alianza Frankenstein solo puede salir una fiscalidad Frankenstein.