¿Se rompió la democracia de tanto usarla?
«Frente al populismo, la desidia y la frustración debemos recuperar la ética. La democracia no se rompe por desgaste, sino cuando dejamos de creer en ella»
¿Qué significa vivir en una democracia que parece tambalearse constantemente? Tengo la suerte de trabajar cada día con personas de la llamada generación Z, una generación de cultura en constante hibridación, nativa digital y expuesta desde la más tierna infancia a las redes sociales. Sin embargo, estas personas tienen una visión de la vida y una cultura política que envidiaría cualquiera nacido, como yo, en los años 70. Esto me llevó a preguntarme: ¿es justo culpar a las redes sociales de la crisis que atraviesa nuestra democracia, o el problema es mucho más profundo?
La narrativa predominante sobre la crisis democrática tiende a culpar a las redes sociales por su fragmentación y polarización. Sin embargo, esta visión, a mi parecer simplista, elude problemas más profundos. La democracia no enfrenta su actual crisis únicamente por cambios tecnológicos, sino porque ha sufrido una profunda degradación cultural. En lugar de ser un sistema basado en principios, se ha reducido a un juego de poder sin horizontes éticos. Este vacío narrativo se enmarca en un contexto de globalización mal entendida, que ha amplificado la competencia geopolítica mientras desnudaba las falacias que sostenían su legitimidad cultural y política.
¿La culpa es de la tecnología?
Afirmar que las redes sociales han fragmentado el debate público, polarizado la política y debilitado nuestras instituciones democráticas es olvidar nuestra historia reciente. Porque, si echamos la vista atrás, ¿acaso no hemos vivido ya auténticas polarizaciones sociales, económicas y políticas? Parece que la revolución tecnológica de principios de los 2000 haya creado una especie de cultura adanista, como si todo comenzara en ese momento.
Entre esos olvidos en nuestros análisis, parece haberse borrado la llamada Guerra Fría. En aquel entonces, el mundo estaba efectivamente dividido en dos bloques ideológicos opuestos, con conflictos abiertos en casi todos los continentes, una amenaza nuclear constante y profundas fracturas internas en las sociedades. Estas fracturas, que permeaban tanto la política como nuestra cosmovisión, eran mucho más significativas que las actuales. Y, aun así, las democracias sobrevivieron y, en muchos casos, se fortalecieron.
Por ello, la crisis actual no puede explicarse únicamente por las redes sociales, su uso o su manipulación. La manipulación social y política por parte de autocracias ha sido una constante desde el llamado Comintern. La creación, utilización o manipulación de movimientos sociales, periodistas o medios de comunicación era habitual en aquel enfrentamiento bipolar. Su capacidad de impacto, debido al reducido número de instrumentos de comunicación, era, paradójicamente, mucho más elevada y eficaz que hoy.
«Hoy, imponer una ideología es como querer atrapar agua del mar con las manos»
En esta reordenación social, las generaciones predigitales, las posdigitales y las que serán posIA tienen muchas más ventanas al mundo para compartir y comparar relatos. Por eso, la imposición de una narrativa única o ideología es prácticamente imposible. De ahí surge la hiperventilación de la política y de los medios de comunicación orgánicos, que huyen de lo que fue Twitter, porque el relato se les escapa entre los dedos.
Hoy, imponer una ideología es como querer atrapar agua del mar con las manos. Por eso, el populismo -que es poco más que los desechos ideológicos del comunismo- se conforma con el «cincuenta por ciento más uno», por eso se siente cómodo y busca la polarización, porque hoy día no es realista conseguir grandes movilizaciones, grandes mayorías, los relatos fragmentarios e inconexos de la izquierda es lo que tienen: no puedes aspirar a grandes mayorías con una división previa.
El desgaste de la democracia: una ausencia de relato
La democracia moderna no es solo un sistema político; es una cultura en sí misma, un «sistema de significados compartidos», como diría Clifford Geertz. Nació como un pacto ético y narrativo que unía a los ciudadanos en torno a valores fundamentales: libertad, igualdad y justicia. Estos valores no eran abstractos; se encarnaban en relatos éticos que conectaban las aspiraciones individuales con un proyecto colectivo.
Sin embargo, esa cultura democrática parece haberse desgastado. Las elecciones se han convertido en rituales despojados de épica, de ética, de horizonte. Las instituciones son ahora espacios de gestión pragmática más que de deliberación sobre el bien común. Los partidos, vaciados de significado, son maquinarias de exclusión del talento, centradas en su autosostenimiento y supervivencia.
«Las personas participan en el sistema democrático, pero lo hacen sin ilusión, sin expectativas, sin metas»
Este vaciamiento ha generado un cinismo generalizado: las personas participan en el sistema democrático, pero lo hacen sin ilusión, sin expectativas, sin metas. Durante décadas, hemos priorizado soluciones tecnocráticas que resuelven problemas inmediatos, pero no abordan las cuestiones fundamentales de la democracia.
Las redes sociales, en todo caso, han amplificado estas tensiones, pero no son su origen. Paradójicamente, también han servido para huir de la imposición de discursos únicos y han servido para contrastar lo que dice el poder con lo que ocurre realmente.
Izquierda, derecha y el relato perdido
La izquierda, tras la caída del comunismo, se enfrentó a la cruda realidad de la inoperancia y maldad de sus grandes relatos universales, optando por un enfoque identitario fragmentado, centrado en causas parciales sin una visión integradora. Arrogándose una pátina de moralidad heredada de los metarrelatos originales de la lucha de clases, pero sin el sustento ideológico que los hacía coherentes. Una moralidad nunca o poco cuestionada por los movimientos de derechas o liberales, siempre acomplejados y abrumados frente a esa visión teleológica de la izquierda.
Esta moralidad, asumida socialmente por inercia más que por convicción, ha permitido a la izquierda ocupar un lugar de «vanguardia» que, en ocasiones, actúa más como pastor que como interlocutor de los ciudadanos. Este enfoque, lejos de fortalecer la cultura democrática, ha contribuido a fragmentarla, promoviendo identidades parciales que son incapaces de articular un proyecto común y degradando la cultura democrática porque desplaza al individuo a la periferia de la política frente a tendencias colectivizadoras y uniformizadoras.
«Sin relatos que inspiren y movilicen, la democracia se percibe como un sistema técnico y desalmado»
Por su parte, la derecha ha demostrado una incapacidad crónica para construir un relato propio. Durante décadas, cedió el terreno cultural y narrativo, limitándose a reaccionar a las propuestas de la izquierda. Cayendo en las trampas del comunismo cultural con Gramsci a la cabeza. Ha renunciado a la épica, a la ética y a la utopía, centrándose únicamente en una gestión eficaz y desprovista de visión a largo plazo. Sin un relato movilizador, su política cae en el cinismo y la resignación.
El resultado es una democracia que carece de narrativas capaces de conectar con las aspiraciones colectivas, los derechos individuales, los horizontes éticos y teleológicos. Sin relatos que inspiren y movilicen, la democracia se percibe como un sistema técnico y desalmado, incapaz de ofrecer un horizonte común. La democracia no puede ser una transacción de bienestar económico y política, porque eso ya lo ejercen tiranías como la china.
¿Qué hacer?
Si la democracia está en crisis, no es porque sus principios hayan dejado de ser válidos, sino porque hemos dejado de imaginar lo que puede ser, lo que podemos ser.
Para sobrevivir, las democracias en lo general necesitan:
- Recuperar sus bases culturales: volver a ser sistemas de significados compartidos, centrados en libertad, dignidad, ética y deliberación pública.
- Adaptarse a la realidad global: actuar en un contexto de competencia geopolítica para defender sus principios, recomendación especialmente importante para la Unión Europea.
- Reescribir sus narrativas: construir relatos capaces de movilizar emocional e intelectualmente a las sociedades.
- Aprovechar el caudal comunicativo que ofrecen las redes sociales para conectar con las nuevas generaciones desde la igualdad y no desde la suficiencia.
Y en lo particular, en lo concreto, algunas ideas:
- Crear espacios de deliberación pública reales: Impulsar foros presenciales y digitales donde ciudadanos de distintas generaciones puedan debatir sobre los retos éticos y políticos que enfrentamos. Estos espacios deben estar diseñados para fomentar el diálogo y el consenso, no la polarización.
- Apostar por la educación democrática: Reimaginar la educación cívica desde edades tempranas, incorporando herramientas críticas para analizar las narrativas políticas, la desinformación y los discursos emocionales que nos rodean.
- Apoyar iniciativas locales con impacto global: Las democracias se revitalizan desde lo cercano. Promover proyectos comunitarios que refuercen la participación ciudadana y conecten las necesidades locales con un horizonte ético más amplio.
- Innovar en el uso de redes sociales: Aprovechar estar plataformas para convertirlas en espacios para construir comunidad y no solo para fragmentarla. Esto implica fomentar contenidos que promuevan la deliberación constructiva y no solo el espectáculo.
¿Se rompió la democracia de tanto usarla? No. La democracia no está rota por el uso, sino por el desgaste de sus significados.
La pregunta no es si podemos salvar la democracia, sino si queremos reinventarla juntos. Las generaciones más jóvenes ya están liderando con una cosmovisión abierta, comprometida y conectada con los valores fundamentales. Ahora depende de nosotros aprender, colaborar y actuar.
Frente al populismo y las trampas ideológicas, la desidia y la frustración debemos recuperar la narrativa, el relato, la ética y la emocionalidad. Porque, al final, la democracia no se rompe por desgaste; se rompe cuando dejamos de creer en ella.