Con Sánchez o sin él
«La clave de nuestra alarmante situación no está en la mente de un sociópata. Está en quienes con su pasividad y su silencio contribuyen a la banalización del mal»
No sé a usted, querido lector, pero a mí me resulta muy irritante que la prensa califique como empresarios a personajes que no crean riqueza ni empleo, sino que, mediante la corrupción, se enriquecen. No es empresario quien, lejos de competir en un mercado abierto en igualdad de condiciones con el resto, se arrima al poder para obtener ventajas competitivas y hacer negocios sin más sacrificio que consentir las mordidas de los políticos.
Cada vez que leo el término empresario en referencia a este o aquel señor, pongamos un Aldama o un Rivas, que, según parece, se lo llevaron crudo en connivencia con el Gobierno socialista, me descompongo. Estos personajes no son empresarios. Son otra cosa muy distinta infinitamente peor.
Me disgusta especialmente porque la repetición de este error genera una confusión muy corrosiva. Se hace creer al público que ser empresario consiste en hacer negocios, de cualquier manera y a cualquier precio, que emprender no es más que una competición sin reglas reservada a ventajistas que a lo único que aspiran es a enriquecerse. Lo que significa que las cualidades necesarias para ser empresario ya no son una baja aversión al riesgo, capacidad de trabajo, liderazgo y creatividad, sino simplemente la falta de escrúpulos.
Tradicionalmente, la izquierda anticapitalista ha tratado al empresario como el enemigo. El empresario es un explotador, el hombre convertido en lobo para el hombre y, sobre todo, un emblema del odiado capitalismo. Pero más allá de esta izquierda, el empresario era reconocido como benefactor, un ciudadano cuya visión y asunción del riesgo generaba beneficios para la sociedad, lo que legitimaba su ambición y enriquecimiento. Tú ganas y está bien porque también ganamos los demás, esta era la lógica de la relación empresario- sociedad.
Al calificar de empresarios a vulgares ventajistas, esta lógica se pervierte o, mejor dicho, se invierte. Y aunque esta inversión, donde el supuesto empresario se llena los bolsillos perjudicando a la sociedad, provoque rechazo, la asociación con el término empresario y su repetición y normalización degenera en ejemplo. Se asume así tácitamente que, en la práctica, si quieres tener éxito, los escrúpulos son un estorbo. Y, aunque nos escandalicemos ante determinadas conductas, en nuestro fuero interno acabamos asumiendo las nuevas reglas y trasladándolas en mayor o menor medida a nuestro propio juicio, sin necesidad de ser unos corruptos.
«Descontamos que para ser político lo fundamental no es la vocación de servicio, la visión o las ideas, sino tener pocos escrúpulos»
En una sociedad donde los buenos ejemplos escasean o, cuando menos, apenas se difunden, la perversión del término empresario se reproduce en todo lo demás. Asociamos el término político a los sinvergüenzas porque, desgraciadamente, la tendencia es que los sinvergüenzas desembarquen en la política, a través de unos partidos que son el epítome de la selección adversa. También el éxito del político acabamos supeditándolo a las dotes ventajistas y la falta de remilgos. Sus fechorías pueden enervarnos, pero la repetición las normaliza. Descontamos así que para ser político lo fundamental no es la vocación de servicio, la visión o las ideas, sino tener pocos escrúpulos.
Lo mismo cabe decir de la universidad. Hemos normalizado su endogamia por la fuerza de la costumbre y la repetición de los casos de relaciones de parentesco, el enchufismo y la selección ad hoc. Sin embargo, las universidades públicas redactan solemnes comunicados para quejarse de la infradotación presupuestaria, mientras mantienen un estruendoso silencio sobre todo lo anterior, que es lo que las desacredita, desprestigia y devalúa sus títulos en perjuicio de los estudiantes. Para sus rectores, el escándalo de otorgar una cátedra por mero parentesco y sumisión al poder a la mujer del presidente del Gobierno no merece ningún solemne comunicado de denuncia porque, a lo que parece, este tipo de trato de favor se incardina en la costumbre. No hay nada, pues, que denunciar.
Explicaba en un artículo anterior que España no es un país mayoritariamente socialista. Nuestra dolencia es sutilmente distinta. Somos un país educado con perseverancia en la dependencia del poder y, en consecuencia, conservador no en el sentido clásico del término, sino en el peor imaginable: el de negarse a remover anomalías que la repetición ha convertido en pésimas costumbres.
En este clima de extrema dependencia y de normalización de lo anormal, ha emergido una figura especialmente destructiva, Pedro Sánchez. El campeón de campeones en las prácticas y costumbres más dañinas. Un sociópata cuyas extraordinarias dotes para la mentira y el engaño resultan fascinantes, lo que nos induce a psicoanalizar al personaje para desentrañar la plástica de su patológico cerebro y, quizá, así desactivarlo.
«La conversión del mal en mera rutina es algo a lo que la gente ha acabado acostumbrándose y viendo como normal»
Error. La clave de nuestra alarmante situación no está en la mente de un sociópata. Está en la sociedad que lo tolera, en las prácticas y costumbres de las instituciones formales e informales, en quienes las ocupan y en todos aquellos que, con su pasividad, su silencio, su nulo pensamiento crítico han contribuido a la banalización del mal; es decir, a la conversión del mal en mera rutina, algo a lo que la gente ha acabado acostumbrándose y viendo como normal. Un proceso que no es nada nuevo ni exclusivo de nuestro país. La historia está llena de ejemplos de sociedades que consistieron en deslizarse por la resbaladiza pendiente de la banalidad del mal, a mayor gloria de sociópatas, incluso psicópatas que alcanzaron el poder.
Recientemente, el líder del partido mayoritario en la oposición declaraba que llamarán a Sánchez al Senado cuando sepan cuál es el «mapa que afecta a la corrupción». Y añadía: «Le vamos a llamar cuando nos interese […] Estamos al principio de los sumarios. No está en su fase final, está en su fase inicial». Esto supedita los tiempos políticos, mucho más apremiantes, a los plazos judiciales, que por su carácter garantista y las deficiencias seculares de nuestro sistema de justicia son demasiado dilatados.
Así, aunque al final se haga justicia, la política queda atrapada en los hechos consumados; es decir, que entretanto los jueces, con sus sumarios, le facilitan al líder de la oposición el mapa de la corrupción —más bien se me antoja un mapamundi—, el sociópata Sánchez podrá seguir haciendo su santa voluntad.
El buen sentido y la decencia no necesitan mapas de la corrupción, tan sólo coordenadas morales para distinguir lo que está bien de lo que no. En consecuencia, el político y también la sociedad deben reaccionar con diligencia atendiendo a los principios, porque para las sentencias judiciales ya están los tribunales. Y estos, desgraciadamente, no restañarán el daño que la mala práctica política ocasiona a la sociedad. Si acaso juzgarán y castigarán a los culpables.
Sólo una sociedad beligerante con la corrupción de cualquier signo, que llame a las cosas por su nombre, encauzada por un liderazgo político armado de ideas y principios podrá no ya desalojar a Pedro Sánchez del poder, sino frenar el desmoronamiento de un país que sus pésimas costumbres vaticinan… con Sánchez o sin él.