El regreso de Notre Dame
«La luminosidad casi clínica que poseen las imágenes que he podido ver ahora me impide reconocer la iglesia que conocía, la misma de la bendición de las Cruzadas»
Me contó Daniel Capó que durante el incendio de Notre Dame, un sacerdote católico, sector tridentino, entró en la catedral en llamas para salvar las Sagradas Formas y la corona de espinas, cuyo relicario hoy luce incrustado en un diseño circular de ciencia ficción. Lo logró, al revés que un bibliófilo andaluz que hace años murió en el incendio de su casa, donde entraba y salía –la casa también en llamas– para salvar aquellos libros que amaba, hasta que ya no salió más. Mientras miro unas fotografías de la restauración del templo –tan blanco ahora como La Sagrada Familia gaudiniana– me pregunto por el espíritu de aquel sacerdote y de aquel librero también. No sé imaginarlo en la catedral flamantemente renovada.
Como la mayoría de nosotros he estado dos o tres veces en Notre Dame y la he contemplado desde fuera –amados puentes del Sena, ribera de los buquinistas, de camino hacia el Louvre, o más abajo, hacia la Place Louis Aragon, una de mis preferidas…– en multitud de ocasiones y ojalá pueda seguir haciéndolo aún más. Siempre la encontré una iglesia oscura, de las más oscuras que he visitado. Hablo de su interior. La luminosidad casi clínica que poseen las imágenes que he podido ver ahora tanto en televisión como en el National Geographic, o en Le Figaro por citar sólo a tres– me impide reconocer la iglesia que conocía, la misma de la bendición de las Cruzadas. Pero un templo no es hasta que no estás dentro de él, o sea que no diré más.
Contemplé aquel incendio en directo desde mi habitación del madrileño Hotel de Las Letras. Los que creímos que el atentado contra las Torres Gemelas había agotado nuestra capacidad de asombro estábamos equivocados. El incendio de la catedral de París nos hipnotizó fatalmente a todos. Conviene recordarlo porque las cosas se olvidan –y no digamos después de la clausura pandémica– a velocidad de vértigo.
Sobre todas las sensaciones que me pasaron por la cabeza aquella tarde –y fueron muchas y algunas apocalípticas– recuerdo que destacó la perfección del simbolismo de aquel incendio en Semana Santa y su comprensión general, dado el conocimiento universal que se tiene del templo, se haya estado o no en él. Un incendio en cualquier otra catedral no habría tenido el mismo impacto. Notre Dame, dado ese extendido conocimiento, quizá sea la mejor imagen de la universalidad del catolicismo, después del Vaticano. Por tanto, aquel incendio era un incendio en el corazón de la arquitectura católica y utilizo la palabra arquitectura no sólo en su sentido estricto, sino en su sentido, digamos, teológico. El incendio reflejaba de forma trágica el lamentable estado actual de esa misma arquitectura.
«Cualquier pesimismo metafórico alrededor de la visión de aquel incendio tenía una lógica especular en la radiografía de Occidente»
Empezamos a cruzar mensajes entre algunos amigos. En uno se leía: «el vacío de Dios». En otro: «el fin de Europa». Cualquier pesimismo metafórico alrededor de la visión de aquel incendio no era sólo una obviedad, sino que tenía una lógica especular en la radiografía de Occidente. Y vuelvo a decirlo: eran metáforas, una sucesión de ellas, pero indicativas de que a la tristeza del hecho se sumaba la preocupación ante algo no por sabido, menos doloroso: como si se hubiera corrido el último velo. Que ahora puedan resultarnos afirmaciones exageradas u opiniones distorsionadas –cosa de la que tampoco estoy muy convencido– es porque el tiempo ha tamizado el impacto de aquella tarde y sus imágenes.
Entonces, en pleno incendio, intervino nuestra época, entre el descreimiento y la comercialización de la vida entera (sigo con la retransmisión televisiva). Los periodistas hablaban de «patrimonio cultural de la humanidad», «riqueza artística», «símbolo del París turístico», «emblema parisino»… Y los tuits de los políticos repitieron, más o menos, las mismas expresiones con la vacuidad habitual. Ni una sola vez se leyó u oyó la palabra templo, la expresión casa de Dios, o referencia católica alguna… Ni una sola hasta que el presidente Macron –bastante más tarde– habló del pesar de los católicos y del resto de franceses, pero nadie más lo hizo. Ningún político, quiero decir. Mientras, caía la aguja de Notre Dame y se abrían sus cubiertas de plomo como un cetáceo al que destriparan los arponeros del Pequod. Pero todo lo que se habló y dijo fue como si se estuviera quemando un ala del Louvre. Tal cual.
Veremos lo que ocurre en estos días, los del regreso de Notre Dame.