El gobierno de los peores
«Lo trágico de nuestro momento presente es que las democracias no sólo no eligen a los mejores, sino que parecen estar eligiendo a los peores, a los más ineptos y bárbaros»
Hubo una época en América Latina en la que se defendió la idea de que los gobiernos debían estar presididos por una aristocracia del espíritu. Eran los tiempos, por allá a comienzos del siglo XX, en los que se pensaba que el futuro de las naciones brotaba de las bibliotecas, y que a los puestos de mando debían ir los mejores, entendiendo por mejores a los más idealistas, a los más versados en disciplinas humanísticas y a los dueños de mentes labradas en contacto con las cimas del genio de la creatividad humana.
Aquello, a pesar de lo bienintencionado, no salió nada bien. La aristocracia del espíritu no podía elegirse por un método tan mundano y mediocre como la democracia. La masa sudorosa sólo podía inclinarse por la medianía. Para que las jerarquías intelectuales llegaran al poder se requería de un prohombre de la patria, con suerte un déspota ilustrado, que tomara las riendas del poder y se hiciera acompañar por una camarilla selecta, encargada de darle rumbo y norma a la nación.
Este gobierno de humanistas y poetas fue una quimera que nunca dio los frutos prometidos. Los hombres de poder dieron golpes de Estado con el apoyo de los intelectuales, para luego deshacerse de ellos y gobernar con mucha más pólvora testicular que refinamiento moral. Ni humanismo ni democracia, militarismo. Ese fue el resultado de aquel experimento. El gobierno de los mejores no pasó de ser una fantasía más en el largo compendio de delirios que conforman la historia de la política latinoamericana. No hubo más remedio que conformarse con los políticos.
El resultado no fue tan negativo como imaginaron las minorías de notables. Los políticos resultaron ser mucho más pragmáticos y hábiles y eficaces que los intelectuales, y la democracia acabó ganándole en todo Occidente la partida a cualquier otra forma de gobierno. Ese fue el paradigma político occidental, la democracia, el denostado sistema que no elegía a los mejores, pero que al menos satisfacía la necesidad de representación y conseguía, poco a poco, mediante ensayo y error, mejorar las condiciones de vida de las mayorías.
Lo trágico de nuestro momento presente es que las democracias no sólo no eligen a los mejores, sino que parecen estar eligiendo a los peores, a los más ineptos y bárbaros, casi como si quisieran darles la razón a los latinoamericanos del 1900 que denostaban la democracia por condenar inevitablemente al mando de los palurdos e ignorantes. Acaba de aludir a ello The Economist, eligiendo como palabra del año una que precisamente significa eso, el gobierno de los cínicos y los menos competentes: kakistocracia.
La urgencia de la palabra responde a los nombres que ha barajado Donald Trump para liderar las instituciones más importantes de su gobierno. Sin falta, como si preparara una comedia de enredos y no un gobierno, para cada cargo ha pensado en su peor gestor potencial. Un antivacunas como secretario de salud, una empresaria de la lucha libre como secretaria de educación, un sospechoso de tráfico sexual como fiscal general… Sin olvidar, por supuesto, que la persona que los estadounidenses escogieron como presidente fue encontrado culpable de más de treinta delitos, entre ellos uno de abuso sexual.
«Aun eligiendo a los peores, la democracia sigue siendo preferible. Pero afirmarlo sirve de poco cuando las encuestas revelan que la convicción democrática desciende en Occidente»
Pero este fenómeno no se circunscribe a los Estados Unidos. Perú se hunde en la más deprimente mediocridad, gobernado por una presidenta y un Congreso que se han dedicado a mancillar la legalidad y a corromper las instituciones. Chile eligió dos convenciones incapaces de redactar una Constitución aceptable para la mayoría de la población. México se prepara para elegir miles de jueces, un experimento con un pronóstico a la altura de la kakistocracia de nuestro tiempo. España se consume en la rutina de la mediocridad, con políticos cuyo cinismo ya no inspira más que fastidio y grima…
No es un panorama alentador porque la kakistocracia puede animar a muchos a fantasear con nuevas aristocracias del espíritu, con CEOs que reemplacen a los presidentes, caudillos carismáticos que gobiernan sólo para los suyos o con cualquier otro delirio autoritario. Aun eligiendo a los peores, la democracia sigue siendo preferible. Pero afirmarlo sirve de poco cuando las encuestas revelan que la convicción democrática desciende en Occidente. Sólo la autocrítica, un riguroso examen al interior de las fuerzas políticas, nos salvará de la kakistocracia. Pero mientras los partidos y los medios sigan absortos y felices, cachiporra en mano, alimentando las guerras culturales, los peores seguirán impunes y con el bastón de mando.