Si gobernasen los jóvenes en España
«Solo habrá una franja social que, a falta de costumbre y repleta de imaginación y energía, se atreverá a abandonar los dioses ya derribados del centroderecha»
A nadie que suela relacionarse con gente joven le sorprenderá lo que voy a decir. Tampoco a quien ande al tanto de cómo marchan las tendencias en todo Occidente. He aquí el dato: según la demoscopia más reciente, si en España votaran solo los ciudadanos entre 18 y 24 años, el partido con más sufragios (25 %) sería Vox. Le seguiría el PSOE (20 %) y, ya a cierta distancia, PP (11 %).
Para entender del todo la cosa, traduzcamos esos porcentajes a escaños. Ha tenido la gentileza de hacerlo por nosotros, en el antiguo Twitter, el usuario Jorge Nitales. Según tal cálculo, Vox obtendría en un Congreso de los Diputados joven un total de 136 diputados. Y se alzaría al puesto de partido más votado en todas las provincias españolas, salvo gallegas, vasco-navarras y catalanas. El PSOE cosecharía 115 escaños (más o menos los mismos que ahora), mientras el PP se despeñaría hasta los 54 asientos. Las cosas tampoco irían demasiado bien para Sumar (8 diputados) ni Podemos (2). Dicho de otro modo: PSOE y PP, el antiguo bipartidismo, no podrían gobernar ni siquiera coaligados. Un PP algo humillado habría de prestar su apoyo al presidente Santiago Abascal.
Hasta aquí los números, ahora la reflexión sobre los porqués: ¿qué tiene el Partido Popular, hoy por hoy el partido más votado en España, que lo vuelve en cambio tan impopular entre nuestros muchachos? Con miras a entender este fenómeno, he de rogar una vez más cierto esfuerzo para acercarnos a nuestra juventud. Nos bastará con entender un solo vocablo hoy habitual en su jerga: el verbo «simpear».
«Simpear» procede del inglés y del sustantivo «simplón» (simpleton), que los anglos abrevian como «simp». Nosotros tenemos en español un buen equivalente para este último término: pagafantas. En efecto, simpear equivale a comportarte como un pagafantas; es decir, actuar de modo en exceso servil ante una persona que te atrae, hasta provocar cierto sonrojo conmiserativo en quienes observan esos tus esfuerzos.
Quizá todos hayamos simpeado alguna vez en la vida; pero también a todos nos ha abrumado la vergüencita ajena al ver cómo otros simpean. Las hormonas, la inexperiencia y la lozanía juveniles son buenos incentivos para perder el tiempo simpeando: resulta razonable, pues, que hayan sido los jóvenes quienes antes hayan necesitado difundir esta palabra. Y también resulta razonable que, justo por ello, sean los menos proclives a entregar su confianza a un simpeador. Mucho menos a votarlo.
«Los jóvenes no votan apenas al PP porque se dan cuenta de que es el gran simpeador, el gran pagafantas, de la política española»
El lector inteligente (es decir, todos ustedes) habrá visto ya adónde voy: sí, creo que los jóvenes no votan apenas al PP porque se dan cuenta de que el PP es el gran simpeador, el gran pagafantas, de la política española. (Si a alguno le resulta en exceso duro este símil, le recuerdo que venimos de mi artículo de hace una quincena, donde comparé al PP con el sida; así que se me concederá que al menos en algo hemos rebajado lo patológico de nuestras metáforas).
E imagino, dado que seguimos hablando entre personas inteligentes, que no necesitaré aclarar a quién simpea el PP. Como cualquier adolescente aturullado, el PP simpea a la niña preferida de la clase, a la más exitosa, aunque ella no sea ni la más lista, ni la más guapa, ni la más simpática. El PP simpea a la PSOE.
¿Cómo notamos que el Jonathan, por ejemplo, simpea a la Jenny? Muy sencillo: basta convivir con el Jonathan y con la Jenny. Vemos al Jonathan escribirle poemas «sobre el consenso» a su «amiga», le vemos invitarla y pagarle las Fantas, le vemos sacarle de cualquier aprieto, hacerle los deberes, dar la cara por ella, insistir en lo necesaria que ella es, y ya lo tenemos: Jonathan está simpeando. Mientras tanto, Jenny considera al Jonathan, a lo sumo, una parte más del decorado de su vida. Decorado donde otras muchas figuras (el Aitor, el Sergi, el Pablo, el Manu, incluso la Carla y la Paula, o en ciertos momentos el granuja apodado Bildux, pese a su fama de delincuente) suscitan en la Jenny un interés, y a veces ciertos favores amorosos, muy superiores.
¿Se asemeja la relación entre PP y PSOE a estos escarceos entre el Jonathan y la Jenny? Cuando trato de explicar esta analogía, me encuentro con una barrera que es difícil traspasar: la mayoría de políticos o de votantes del PP conocen poco los ambientes zurdos. Es decir, han convivido mucho con el Jonathan, pero poco con la Jenny. Se trata de gentes que, a lo sumo, han contemplado los entornos izquierdosos de modo ocasional; un poco como dices que conoces la ciudad de Pisa solo porque, de viaje a Roma, parasteis media hora a fotografiaros delante de su torre.
«Los peperos no dejan de insistir en lo importante que sería tener un PSOE como Dios manda (o como la diosa Constitución manda)»
No es mi caso. Estudié Filosofía, fui becario en departamentos de Filosofía, trabajé como profesor universitario en el mundo de la Filosofía; he estado rodeado, pues, durante casi toda mi vida, de gentecilla convencida de que «pensar críticamente» es repetir masticados los mantras de la izquierda. Conozco, por tanto, a la Jenny muy requetebién. Y también su ambientillo (el Aitor, el Sergi, la Paula, el Bildux).
Cuando uno ha vivido en un contexto izquierdista y luego en uno pepero, nota enseguida una crucial diferencia entre ambos. Los peperos no dejan de insistir en lo importante que sería tener un PSOE como Dios manda (o como la diosa Constitución manda). Es decir, a los del PP les gustaría compartir bipartidismo con una formación socialdemócrata a la que sustituir, plácidos, en el poder cuando («hay que ver lo despilfarradores que son estos socialistas») se pasaran un poquito de gasto o de impuestos. Sería entonces que llegarían ellos, los peperos, a sentarse en esos mismos sillones (aún calentitos por los traseros socialistas recién levantados), y desde allí podrían hacer lo que su anterior secretario general, García Egea, definió como «batalla cultural»: bajar impuestos (un poquito) y reducir el gasto (un poquito también, no nos vaya a acusar de ser poco «sociales»).
Esta es la visión de España que tiene el PP: una visión mesiánica, en que se espera una y otra vez que llegue por fin un «PSOE bueno», alejado de los «radicalismos» que llevan décadas practicando; una visión donde no se entiende por qué las cosas no son tan tranquilotas y tan apacibles como el buen pepero desearía. Creo que las semejanzas con el Jonathan son, en este punto, evidentes: él también espera que la Jenny, por fin, le trate como debería tratarlo, que se aleje de una vez de los radicalismos del Aitor, el Sergi, el delictuoso Bildux; ¿no sería para todos la vida más feliz así? «¡Ay!», suspira el Jonathan —una cosa típica de los que simpean es que también suspiran mucho—, «algún día llegará la Jenny a ser la chica sensata y responsable que opinará como yo».
Las cosas son muy diferentes en las atmósferas izquierdistas donde, como digo, un servidor ha tenido que sobrevivir muchos años, pero la mayoría de los peperos ni un día. En tales ambientes jamás se plantea la idea de que «ojalá haya un PP bueno, porque es esencial la alternancia política con una derecha buena». No. Allí la derecha es mala por definición y, por consiguiente, lejos de pensar en turnarse con ella, la principal preocupación es cómo apartarla para siempre de cualquier poder. Lo resumió bien la actual ministra de Vivienda, Isabel Rodríguez, en el reciente Congreso del PSOE: «Cuando acabemos con la derecha [cursivas mías] blindaremos las políticas de vivienda en la Constitución». Toma simpeo, Jonathan pepero. Tú quieres caerle bien y turnarte con Isabelita; ella aspira a acabar contigo, a destruirte. ¿Entiendes por qué te digo que eres un poco tonto? Convendrás en que lo hago por tu bien.
«El PP conserva una vieja fe en tótems como ‘la concordia’ o ‘los valores constitucionales’ o ‘la institucionalidad’»
A estas alturas, acaso el amable lector esté barajando la probabilidad de que la temática joven de este artículo se le haya ido al autor un tanto de las manos. Y que los ejemplos con la Jenny, con el simpeo, con los avatares amorosos de instituto, estén convirtiendo este artículo en algo interesantillo, sí, un poco como cualquier comedia adolescente americana; pero también en algo poco presentable ante gente seria, esa que a la que le gusta hablar de política con palabras rimbombantes y conceptos sesudos. Y bien, si usted estaba sopesando la posibilidad de reenviar este texto a sus contactos más seriotes por WhatsApp, pero le frena el tono un tanto ligero de lo que llevamos dicho, permítame que intente ofrecerle en términos más intelectualillos una salida a su desazón.
Porque lo que venimos diciendo es, tan solo, que el PP sigue creyendo en cosas como un consenso de fondo con el PSOE; sigue creyendo en que hay una Constitución cuya defensa le acomuna con el PSOE; sigue creyendo en un sistema político estable (bipartidista) donde solo hay pequeñas discrepancias (con el PSOE) sobre políticas sociales o económicas. Dicho de otro modo: el PP conserva una vieja fe en tótems como «la concordia» o «los valores constitucionales» o «la institucionalidad». Tótems que solo son eficaces sin todos creemos en ellos. Y, por desgracia, basta un análisis honesto de los últimos lustros para deducir que, simplemente, el PSOE está a otra cosa muy distinta que la de prestar fe a semejantes momias conceptuales.
De hecho, pecaríamos de eufemísticos si nos quedásemos ahí. Si nos conformásemos con la idea de que la izquierda hoy día ya no cree en la concordia, en lo constitucional y en las instituciones. Pues lo cierto es que se halla más bien empeñada en destruir esos tres ídolos. Quizá un solo ejemplo congregue como pocos el resumen de ese triple ataque: el Tribunal Constitucional, que un buen día absuelve sin pudor a los condenados por corrupción socialistas, y otro te empieza a imponer (desde una institución que nadie ha votado para ello) principios izquierdistas como «esenciales» a nuestra Constitución (que, así, se transforma en solo su Constitución).
¿Por qué sigue la gente creyendo en dioses ya caídos? A veces, por mera costumbre; a menudo, por falta de una alternativa mejor. No ocurre solo con las divinidades: Thomas S. Kuhn, tras investigar cómo se abandonaban unas teorías científicas en pro de otras más exitosas, dedujo que solo había un método de veras eficaz para acabar con todos los científicos que seguían creyendo en las viejas teorías refutadas. Un método bien expeditivo: que esos científicos, al final, terminaran por fallecer.
«Solo los necios, o los viejos de mente, se niegan a adoptar una teoría nueva que nos explique mucho mejor las cosas»
Si ocurre con los tótems religiosos y con la ciencia, pues, no ha de sorprendernos que ocurra también con la política, con nuestra atribulada política española. Y que aún abunden entre nosotros los creyentes en cosas que andan ya pudriéndose, bien muertas: las que hemos descrito en los párrafos penúltimo y antepenúltimo.
Solo habrá una franja social que, a falta de costumbre (por su corta edad) y repleta de imaginación y energía (por su lozanía vital), se atreverá a abandonar los dioses ya derribados del centroderecha en España. Gente a la que no le guste simpear al PSOE. Gente que se atreva a pensar las cosas de otro modo. Gente que ha llegado hace poco a esta cosa llamada vida y quiere aprovecharla en retos más altos que ser un pagafantas de quien te desprecia. En dos palabras: gente joven.
Y así se explican las tendencias y encuestas con que comenzábamos este artículo. O los miedos de los profes de instituto progres, que profetizan una y otra vez, cual Jeremías modernos, de que no somos conscientes de la reacción de derechas que ellos padecen cada día en clase, del rebote facha se nos viene a todos encima. Así se explica la desesperación de tanta «agente de Igualdad» (pongamos que de nombre Charo), que ve que no funcionan ni los sermones ni los talleres con que imparte doctrina a los muchachos actuales. Así se explican, en suma, muchas cosas.
Y solo los necios, o los viejos de mente, se niegan a adoptar una teoría nueva que nos explique mucho mejor las cosas. Solo los idiotas, o los decrépitos de espíritu, se aferran temerosos a maltrechos mitos antiguos. Esos mitos que, como dice Paul Veyne que acaso les ocurriera a los griegos con los suyos, ya nadie se cree de verdad.