James Joyce y John Huston celebran la epifanía
«El escritor y el director reviven en ‘Dublineses’ para lectores y espectadores la gracia sustancial de la belleza inmaculada y eterna, teñida de melancolía»
Comenzar por el final suele ser un buen principio. La epifanía señala el final de la Navidad para los católicos. Los muertos es el último relato de la serie publicada por James Joyce bajo el título Dublineses en 1914 y Dublineses es la adaptación cinematográfica del relato de Joyce por John Huston en la que sería su última película en 1987. El último relato y la última película. Una feliz conjunción de dos obras maestras. No es habitual. Siempre se ha contado que de una buena novela suele hacerse una mala adaptación (los ejemplos se multiplican) y de una mala novela, una buena película (los ejemplos se siguen multiplicando), pero lo que no suele ser habitual es que de una excepcional obra literaria se consiga una excepcional película. Este es el caso.
El relato transcurre en la noche del 6 de enero, en Dublín, año 1904. Las hermanas Morkan celebran la tradicional cena de la Epifanía, la que cierra los festejos navideños. Allí se reúnen familiares, su sobrino Gabriel Conroy y su mujer Gretta, junto a un grupo especial de invitados. Alumnas de la sobrina de las Morkan, Mary Jane, ilustres intérpretes como el tenor Darcy, el fiel Freddy Malins y su anciana madre, tan anciana como delicadamente aburrida, una joven nacionalista irlandesa, un viejo amigo protestante y demás.
La noche transcurre entre el pavo, las patatas cocidas, las bebidas, las evocaciones al pasado de las notables veladas en la Ópera de Dublín y las actuaciones de grandes divos del continente. Entre la evocación de un tiempo pasado sumido en la melancolía de lo que fue y el discurso final de Gabriel que sus tías Morkan esperan cada año con devoción familiar. Antes, el director del Colegio en el que Gabriel imparte clases ha recitado un poema condenadamente triste sobre un amor y su engaño a los ojos que ha llevado a cada uno de los presentes a buscar entre su memoria la insoslayable herida del paso del tiempo, y la tía Julia Morkan ha cantado, con una voz rota y alejada de la plenitud con la que la entonaba en su juventud, Ataviada para la boda.
Previa a la cena, Mary Jane al piano ha acompañado el baile de los invitados. La noche sigue, la cena concluye, una joven le pide a Darcy, tenor muy querido en Irlanda, que cante algo a capella. Él se resiste, alega el frío, nieva en Dublín, la garganta se puede resentir. La joven insiste, y Darcy cede. Canta The Lass of Augrhim. Su voz resuena a lo largo de la georgiana casa de las Morkan, mientras Gretta baja las escaleras hacia el hall. De repente, Gretta se detiene. Joyce describe el momento como una brutal epifanía llegada desde lo más oculto de la más oculta (y presente) memoria. Huston logra un momento esencial en la película, su hija, Anjelica Huston interpreta a Gretta en el más grandioso papel cinematográfico de su carrera. ¿Qué le ocurre a Gretta? ¿Qué ha provocado la voz de Darcy al cantar la vieja canción irlandesa? Es el instante sagrado de la memoria. Gretta recuerda. Era Michael Fury, el joven de apenas 17 años quien le cantaba esa canción cuando vivía con su abuela en Galway, al oeste de la isla. Michael Fury, el empleado de la compañía del gas, que la cortejaba, con el que paseaba por los verdes campos durante el verano.
«Algo que permanecía en la memoria resurge con la fuerza intensa de la emoción»
Gretta, en las notas de la canción, rememora cada instante con Michael, pero sobre todo, la noche en la que le comunicó que tenía que volver a Dublín, terminaba el verano y la esperaban en el Instituto. Pero Michael Fury se resiste a la separación. Gretta, recuerda, en el rellano de la escalera, esa noche, cuando Fury le lanza piedrecitas a la ventana, llueve en Galway, el verano termina, los vientos del norte arrecian, pero Fury permanece en el jardín a la espera de que Gretta salga al balcón. Lo que viene después es la maestría de Joyce para contarnos cómo la presencia de los muertos surge, de repente, por una canción, por un momento de la sensación verdadera, por un momento de vida, en cada uno de nosotros. Algo que permanecía en la memoria resurge con la fuerza intensa de la emoción. Esto se lo contará Gretta a su marido Gabriel, en la habitación del hotel dublinés donde pasarán la noche.
La presencia de los muertos en los vivos. Y el relato se cierra con el impresionante monólogo de Gabriel, una de las piezas literarias más grandiosas del siglo XX, mientras cae la nieve al este y al oeste de Irlanda, sobre el río Shannon y sobre los vivos y los muertos. Relato y película van de la mano. Se complementan, se alzan en una emoción contenida. Uno, Joyce, al mostrar la magia, el misterio de crear la realidad a través de meras palabras; otro, Huston, al realzar cada palabra en imágenes. Una mirada, la de ambos, fundida y confundida a través del tiempo.
Si como señala ese gran director que es Gonzalo Suárez, dentro de cien años todos tendremos la misma edad, el relato y la película, cada año que pasa, cada año que quien esto escribe vuelve a leerlo y a contemplarlo en la pantalla, recuerdan la inmensidad de la genialidad de escritor y director y como ambos celebran la epifanía y reviven para lectores y espectadores la gracia sustancial de la belleza inmaculada y eterna, teñida de una inmensa melancolía